Atentados al patrimonio.

Por Milagros Aguirre.

Ilustración ADN Montalvo E.

Edición 431 – abril 2018.

Firma--Milagros-A-1

Si Europa estuviese poblada enteramente por ecuatorianos, hace tiempo que se habría construido sobre el mismísimo Coliseo Romano un centro comercial de gigantescas proporciones; habrían desaparecido los pueblos medievales que abundan, por ejemplo, en España, con sus iglesias, castillos y casas de piedra, así como han desaparecido acá los pueblos pintorescos que hacían de provincias como Imbabura, por ejemplo, para convertirse en una mixtura híbrida de casas con vigas y lozas a medio hacer en espera de que alcance el dinero para terminar un piso y otro y otro más. Seguro habrían desaparecido, por ejemplo, las calles de piedra de Toledo y reemplazadas por pavimento como ocurrió acá con la calle Bosmediano de Quito. ¡Qué decir de la torre de Pisa!, seguramente demolida por torcida para enderezarla y hacer alguno de esos edificios modernos llamados yo-yo. ¡Qué peligro!, las bellas casas portuguesas habrían sido derrocadas como ocurrió con casi todas las casas de La Floresta que fueron vendidas, demolidas y acabadas, incluso si han sido inventariadas. ¿De dónde nos vendrá todo ese espíritu destructor del patrimonio? ¿Estará en nuestros genes?

¡Qué afán por afear las ciudades, deslucir el paisaje maravilloso que nos rodea! ¡Qué desprecio tenemos por la historia! ¡Qué adefesios hemos construido para reemplazar, por ejemplo, las casas de adobe y tejas rojas que rodeaban nuestra serranía, que era la suma de pueblos blancos o los frescos techos tejidos de palma que daban carácter a la Amazonía!

¿Alguien recuerda el valle del Chota de hace treinta años? Era más que una cancha de tierra: era una pintoresca aldea africana en el Ecuador, con hermosas casas de barro y techos de paja. En otros países ese patrimonio es de guardar y conservar, se invierte en acondicionar, en mejorar, en mantener como imanes para el turismo, incluso se subvenciona a los dueños de las casas para que las restauren, mejoren y mantengan, y para hacer de ellos lugares de la memoria, centros de interpretación, incluso rústicos, lujosos y acogedores hoteles y restaurantes.

Acá no se construye, se destruye. Hoy ese precioso valle, por ejemplo, ya no tiene gracia alguna. La estética del mal llamado progreso ha acabado con la historia y ha mermado las posibilidades para el desarrollo turístico y, con eso, ha quitado posibilidades de recursos a distintas localidades en la Sierra, Costa y Amazonía. La estética del color pastel, del segundo piso, del vidrio oscuro, del bloque de cemento, han convertido a poblados que eran preciosos en híbridos, eclécticos y desordenados lugares pobres y marginales.

Cortamos los árboles de las ciudades porque “ensucian”, quitamos el adoquín porque “resbala”, tumbamos las casas porque “están viejas” y, así, vamos destrozando las ciudades a las que nos atrevemos a llamar con pompa “patrimoniales”. No hay vuelta atrás: ciudadanos y autoridades hemos sido cómplices y encubridores del desastre.

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