Una arena quiteña revive la lucha libre. Entre las cuerdas, funcionarios de Gobierno, comerciantes, diseñadores, estudiantes, se transforman en héroes o villanos.
Por Gabriela Paz y Miño
Como estar dentro de una enorme caja negra: esa es la sensación. El techo, las paredes, la base del ring, las escaleras: todo tiene ese tono o un plata brillante que hace juego. Las largas telas que decoran la puerta por la que entrarán y saldrán los luchadores. Los juegos de reflectores que se mueven de arriba hacia abajo, mientras las luces suben y bajan de intensidad. La música, a un volumen estridente, que retumba entre las paredes del gimnasio-arena. La interferencia permanente, molesta, que amplifica desde los parlantes, algo que asemeja el zumbido de una mosca enorme. Todo contribuye a generar una extraña ansiedad, de impaciencia.
Son las cinco y media de la tarde de un sábado helado. Sobre las montañas que cercan a Quito por el norte, el cielo brilla en una extraña gama de rosados, naranjas y grises. Pero nadie parece notarlo dentro de las instalaciones de Wrestling Alliance Revolution (WAR), donde reinan los nervios y el ajetreo. En media hora se iniciará el All Hallows Eve 4, un nuevo reto de lucha libre, al que sus organizadores han promocionado por semanas, en las redes sociales, como “un evento inolvidable, el renacer de la lucha libre en el Ecuador”.
Los pocos que hemos entrado al local a esa hora nos miramos de soslayo, como los desconocidos que somos. O quizás —si lo pienso ahora— soy yo la única (o de las pocas) personas nuevas en esa cofradía de vecinos de distintos barrios que se reúnen, una vez más, para presenciar un espectáculo de lucha libre.
El movimiento y el ruido crecen con los minutos. Organizadores, luchadores, técnicos, narradores, cocineros en el área del bar, personas encargadas de la limpieza, boleteros: cada uno de ellos se afana en su labor y protagoniza su propia lucha contra el tiempo. Afuera, junto a la puerta trasera del local, se ha formado una fila de fanáticos que esperan que se abran las puertas, protegidos del frío con bufandas y gorros de lana. No tienen una estética o una actitud particular. Ni siquiera visten de negro, como dictan los prejuicios. Son vecinos y vecinas de todas las edades —desde madres con niños en brazos, hasta ancianas con abrigos— que esperan para entrar a la arena, como quien espera su turno en el banco.
A las 18:00, alrededor de un centenar de personas empieza a entrar. Hay jóvenes y niños disfrazados como sus ídolos de la lucha libre o con motivos de Halloween. La masa heterogénea surca la puerta y se ubica, poco a poco, en las sillas de plástico que rodean el ring y en las escaleras cubiertas con tela negra.
El local, en la calle Los Naranjos, al norte de la ciudad, se llena rápidamente. Verónica (así, sin apellido, para guardar el anonimato que reclaman los luchadores) aguarda paciente en uno de los graderíos, junto a su hija Giuliana, de seis años. La mujer abraza una gruesa chompa y sigue atenta los movimientos de Romeo, su esposo, uno de los luchadores estrellas de WAR. El hombre musculoso, barbado y con el cabello engominado, no se ha ataviado esta vez con su traje de combate. Se recupera de una lesión y su intervención en el espectáculo será corta, explica su esposa. Así que, enfundado en un suéter caqui, con cuello de tortuga, va y viene por los pasillos. En algún punto, besa a su esposa y desaparece por la puerta de telas.
Verónica lo mira tranquila. Después de estar casi quince años junto a él —y tras verle sufrir lesiones en las rodillas, en las costillas, en el pecho y en el brazo— esta quiteña, que trabaja en administración hotelera, ha logrado acostumbrarse a aquello que, al principio, le arrancaba lágrimas y frases como: “no te puedo ver así” o “deja la lucha de una vez”… Lo cuenta la joven de largos y lacios cabellos, mientras su Romeo, en algún lugar tras bastidores, se funde con su álter ego: ese personaje provocador, “el guapo” y rudo, que enfurece al público y provoca las risas de su hija.
Pocos minutos después de las 18:00, alguien ordena: “que prendan las luces del ring y apaguen las otras”. Justo a tiempo, Maritza Haro, sus dos pequeños hijos y su esposo, se acomodan en los graderíos. Para ella y sus niños esta es la primera vez en un espectáculo de lucha libre. Su esposo los ha llevado por una razón especial: esta noche, en el ring, estará su amigo, Gladiador, un luchador enorme de traje dorado y estética de soldado romano que, pese a su rudeza, no ha descuidado el detalle de llevar máscaras con su imagen para sus fanáticos más pequeños.
En la “previa” del espectáculo —una ronda de autógrafos y fotos del público con los luchadores—, las estrellas de WAR salen a saludar. Están todos: aquellos con cuerpos de adolescentes que inflan sus músculos, sacan pecho y retan o gruñen al público, para verse más temibles. Y los otros: los luchadores de estampas enormes —como Gladiador, como Hades, como Megastar— que inspiran miedo solo al pararse delante.
Ejecutivo de día, luchador de noche
Ríe con ganas cuando escucha decir que él fue un “luchador de clóset”. Sin embargo, la historia de Sebastián Lehmann con la lucha libre es la de una pasión que solo pudo expresarse, una vez que este quiteño de 1,90 centímetros de estatura y 210 libras de peso, cumplió con las expectativas familiares y pudo hacer lo que realmente soñaba.
“Siempre quise ser luchador, pero no tenía apoyo. Primero tenía que sacarme alguna carrera, así que estudié Cine y Televisión, y luego Administración de Empresas”, cuenta Lehmann, de 35 años, sentado en una silla que, como todo, parece quedarle pequeña. “A veces uno se derrota solo: yo sentía que me iban a estigmatizar, que se iban a burlar. Era un sueño guardado”.
De niño, igual que casi todos los niños quiteños de hace dos y tres décadas, Sebastián se enganchó con Titanes en el ring, serie argentina de lucha libre, dirigida por Martín Karadagián y emitida, con intervalos, entre 1962 y 2001. Sentado frente al televisor, este exalumno de los colegios Alemán y Metropolitano se emocionó al ver sobre el ring a personajes como el Caballero Rojo, La Momia, Pepino el Payaso, Ulises el Griego, el Gitano Ivanov… protagonistas de combates de catch o lucha fuerte.
Pero quienes lo cautivaron definitivamente fueron los personajes de la WWE, como Hulk Hogan, Stone Cold, El Último Guerrero, Shawn Michael y otros tantos. Precisamente fue la vida de Michael la que lo inspiró para apostar por su vocación. “Leí en su biografía que él dijo en su casa: yo quiero ser luchador y su papá se rio. Pero pasados los años, dijo en una entrevista: ‘cómo podía yo mirar a mi hijo, a los 35 o 40 años, y enfrentar que él me dijera: papá, tú no me dejaste seguir mi sueño’. Michael ha sido, quizás, el más grande luchador de todos los tiempos”.
Sentado detrás del escenario de WAR, Lehmann evoca a su ídolo. La camiseta interior de entrenamiento que usa en esa noche de martes deja al descubierto unos brazos musculosos, llenos de tatuajes. “Me puse el primero a los diecinueve años”, cuenta. “Pero cuando me hacía uno, sentía que tenía la parte de al lado pelada. Y me hacía otro”. Así, sesión tras sesión, se formó ese bosque de tinta negra que cubre su piel. Muchos son símbolos de protección. Hay una serpiente, su signo en el horóscopo chino. También un samurái que cuida una flor, que representa a su pequeño hijo. Hay símbolos de protección de la cultura japonesa, personajes de algunas leyendas chinas. Está la serpiente X de la Amazonía, el sol del Tahuantinsuyo…
Parte de esta estética la desarrolló Lehmann cuando aún era un “luchador de clóset”. Cuando aún no había asumido la personalidad que, sobre el ring, lo convierte en un tipo rudo, un “fanfarrón que siempre cree que tiene la verdad”. El gallo del gallinero que considera el menor gesto como una provocación. Personaje extremo que se permite cosas que él “no haría” y que se oculta bajo camisas planchadas y trajes impecables, cuando Sebastián es el serísimo ejecutivo de bienes raíces y uno de los socios de WAR, empresa ecuatoriana que, desde 2007, se dedica a promover la lucha libre, formar a aquellos chicos y chicas que encuentran en ella su vocación y traer a figuras extranjeras que se enfrentan a las estrellas nacionales.
Un viejo sueño que vuelve a la arena
Junto con Hugo Savinovich (conocido como “la voz de la lucha”), el puertorriqueño Savio Vega, quien ya se retiró, y María Elena Rivera, Lehmann apostó por un negocio que, en esos años, no tenía competencia. “Sabíamos que la lucha libre había tenido su época de oro en los cincuenta, con la influencia del movimiento mexicano, pero luego decayó, nadie tomó la posta de las grandes figuras”. Sin embargo, había pequeñas agrupaciones que organizaban encuentros de lucha en casas o locales. Eran los hijos, los primos, los amigos de los luchadores de los setenta, que se seguían reuniendo como podían para hacer un ring o un podio. “Lo hacían de forma muy criolla, doméstica. Nosotros decidimos retomar estos esfuerzos de manera más estructurada. Empezamos a entrenar a estas personas, a traer profesores y luchadores del extranjero. Organizamos eventos en el Coliseo Rumiñahui y en el Voltaire Paladines Polo, en Guayaquil”.
En esta segunda ciudad, los costos de la logística eran demasiado altos. Así que WAR se afincó en Quito, donde la demanda crecía. Desde esta sede, los socios comenzaron a convocar a las figuras que aún luchaban y a los aficionados que quería perfeccionarse entrenando tres veces por semana, frecuencia que se mantiene hasta ahora.
Es en el transcurso de uno de esos entrenamientos vespertinos, donde Lehmann habla de su historia y de la historia de WAR. Y es allí también donde reivindica la esencia de la lucha libre, a la que defiende como real, “aunque mucha gente no lo crea”.
Como en todo —dice— hay reglas, convenciones que los luchadores conocen y practican. “Utilizamos varias técnicas de lucha grecorromana, olímpica, judo. Si alguien nos lanza un golpe directo nos va a noquear, por eso damos golpes con mano abierta”. Hay también ciertas “hipérboles” por llamarlas de alguna manera. Si un luchador empuja a otro contra las cuerdas, este se deja ir y aprovecha ese impulso para hacer una contrallave. El drama es, por supuesto, parte del espectáculo. En los combates se maneja el esquema clásico de los guiones de cine y televisión, explica Sebastián, experto en ambas materias. “La actuación antes de la lucha es importante, tanto como los personajes, la historia, los protagonistas, los antagonistas. Es mucho como en la escuela estadounidense. Hay que hacerlo así para que haya show”.
El entrenamiento de esa tarde es intenso. Los gritos de los combatientes y el estruendo de los cuerpos al caer sobre las lonas interrumpen la conversación. En el gimnasio —que durante los eventos se convierte en arena— hay diez luchadores: siete hombres y tres mujeres, algunos de ellos muy jóvenes. Dos chicas de colegio, con cuerpos delgados y gruesas líneas de lápiz negro en sus ojos, aguantan como pueden las llaves, las caídas y los combates de adiestramiento con luchadores que les doblan en tamaño y peso.
La tercera mujer es Carolina, o Súper Brenda, para quien la ve sobre el ring. Menuda, con talla de niña y gesto furioso, esta ingeniera electrónica de veintiocho años, es una de las estrellas infaltables en los eventos. Practicó deportes de contacto desde los seis años. Fue campeona de lucha olímpica a nivel provincial y seleccionada nacional de judo. Dejó estas prácticas por los estudios universitarios, pero cuando volvió, Carolina era ya Súper Brenda.
Funcionaria de una dependencia de Gobierno —que prefiere no identificar—, ella es una fiera aterradora entre las cuerdas. Con la misma facilidad que doblega a un gigante con una llave, vuela por los aires cuando la lanza un contrincante. Lo aprendió con la práctica. “Una vez me lanzaron desde casi tres metros de altura y caí sobre una mesa. La mesa se rompió y todo el mundo pensó que yo me moría. Pero me levanté y me di cuenta de todo lo que era capaz”. Así reflexiona esta joven de melena negra, que no suelta una sola sonrisa con facilidad.
Su imagen de la superheroína que pelea en buena lid se vino abajo en el último evento de WAR, cuando transmutó en una luchadora de traje negro y estética nazi, que agarró por lo bajo, y a traición, a dos contrincantes que acababan de vencerla, en un combate en parejas. Son gestos como estos los que desatan pasiones en los encuentros. Por cada uno de esos eventos, los atletas ganan alrededor de 50 dólares. “Pero es como en el fútbol: si eres una superestrella que hace 100 goles en una temporada, te pagan mejor”, dice Lehmann. Sin embargo, ninguno de los luchadores vive exclusivamente de esta actividad. “En el Ecuador, la lucha libre no está industrializada. Si hacemos eventos dos veces por mes, a nadie le va a alcanzar”. Por eso, los luchadores son a la vez informáticos, funcionarios del Gobierno (alguno, del SRI), diseñadores, comerciantes, empresarios…
La cara mansa del asesino volador
Cuando habla tranquilamente, desprovisto de los lentes de contacto a lo Marilyn Manson que dan a sus ojos un brillo diabólico, Hades, el Asesino Volador, se ve como un hombre tranquilo, diríase que espiritual.
Diseñador gráfico de 32 años y padre de una niña de cuatro, “su más grande fan”, este quiteño de piel blanca y cabello largo, cuida cada palabra que dice. Los movimientos bruscos, el ímpetu, los saltos brutales desde las cuerdas, así como los rugidos y amenazas, se quedan en el ring. Pero de la esencia de su personaje no se desprende nunca, porque, como aclara: “yo soy Hades y Hades soy yo”.
El luchador, una de las estrellas de WAR, escogió este personaje por su fascinación con la mitología griega, pero también por la ambivalencia que representa: “No es bueno ni malo de por sí. Es mucho más profundo que eso. Hades es el señor de los infiernos, pero no necesariamente es el villano. Se enamora, va a la tierra, hace justicia”.
La historia de su vocación no fue menos conflictiva que la de Sebastián Lehmann. Cuando anunció en su casa que se dedicaría a esto escuchó algo así como: “¿Y qué futuro le ves a andarte trompeando por ahí?”. Pero lo suyo no era eso que él describe como “puñete, patada, mordisco”. “Eso lo hace cualquiera, afuera de un bar, a las tres de la mañana. A “eso” juegan los niños que ponen un colchón en el suelo, improvisan capas o trajes, dan gritos y golpes. “Eso” es un ejercicio burdo. Lo suyo iba en serio. “Para mi familia y mis amigos fue como si me hubiera quedado en la época del colchón. Para mí se trataba de aprender a caer en el cemento, porque en el mundo nadie te va a llenar de colchones las arenas”.
Hades tuvo suerte: un pariente suyo tenía un contacto con un luchador profesional mexicano, que estaba de paso por Quito. “Él me entrenó. Es un luchador reconocido, pero me dijo: no quiero que hagas carrera con base a mi nombre. Yo tenía entre catorce y quince años y fui, apadrinado, a entrenar a México durante un año. En ese país, donde levantas una piedra y salen diez luchadores, aprendí a luchar”.
Su técnica lo vuelve una máquina sobre el ring. Él sueña en grande. Con las arenas de México, de Estados Unidos. “Nadie quiere destrozarse el cuerpo para luchar en un gallinero. Toda mi vida he sido así: si hago algo que sea en grande”, dice este luchador, seis veces campeón mundial Extreme y ya reconocido como uno de los grandes de Sudamérica.
La última noche de Megastar
Yolanda Chávez (nombre ficticio) asiste con su nieto a cada gala de lucha libre. Ha ido ya en seis ocasiones y cada vez le gusta más. Desde joven disfrutaba del box —“lo veía solita hasta la madrugada”— y ahora se ha enganchado con la lucha libre. La noche del All Hallows Eve 4, esta mujer de “setenta y piquito” vive con pasión cada cosa que sucede entre las cuerdas. Su nieto, Andy Chávez, de quince años, comparte esa emoción y, esa noche, como siempre, no para de tomar fotos de los luchadores. Imágenes que luego convertirá en pósteres y que regalará a sus ídolos.
El anunciado combate de ese sábado de Halloween desata todo tipo de emociones. Montserrat Lema, trabajadora de limpieza de WAR, se frota las manos constantemente, sentada en una de las sillas de plástico. Una pareja de jóvenes, uno extranjero y el otro ecuatoriano, alista las cervezas y las gargantas. Los niños se sacan las máscaras y se unen a los gritos. Uno de ellos —el hijo de Maritza Haro— llora se susto al ver a los luchadores. Incluso a Gladiador, por quien está allí.
Entre las cuerdas, se inicia un drama. El Megastar, ese enorme luchador de casi dos metros, al que la gente ha visto pelear, provocar, vencer durante casi todas las galas, sube al ring apoyado en dos muletas. Con gestos de dolor, anuncia su retiro, por una lesión congénita que se ha agravado. Dice que, si sigue luchando, perderá movilidad. En las gradas hay un silencio profundo. El Megastar —o Sebastián Lehmann— llora. De verdad. Se abraza a otros luchadores, megasestrellas que parecen sufrir con él y lo rodean en un abrazo protector. Pero sucede lo impensable: uno de ellos —Romeo, el de la “corta intervención”— lo ataca. Lo levanta con los brazos, lo asfixia. El resto de luchadores lo imitan y tiran al suelo al Megastar, que ruge como fiera herida. María Elena Ribera da la orden de acabar con la superestrella que sale en camilla, entre las protestas de la gente.
Ya está: el primer golpe ha surtido efecto. Los luchadores han marcado su terreno. El desconcierto reina. Y empieza, una noche más, ese juego en el que lo real se mezcla con lo ilusorio. En el que el público acepta lo que ve, lo sufre, lo llora, lo ríe. Ese sábado, en la arena quiteña, todo se repite: los rudos se llevan los abucheos, los nobles, los aplausos. La gente se deja el alma por los guerreros. Tres horas más tarde, hombres, niños, ancianos, salen por la puerta a enfrentar la lucha real: la de sus propias vidas.