El 28 de diciembre de 1971, en Shell, ocurrió el asalto al comando de la Brigada de Selva n.° 17 Pastaza por una fuerza insurgente. Esa fue la única invasión exitosa de un grupo insurgente a una instalación militar, una aerolínea y un obispado católico en el mismo día.

Jaime Miguel, el pirata cojo
Todas las puertas del flamante Land Rover se abrieron al mismo tiempo, dejando que los ocupantes enfundados en sus trajes de fatiga de color verde oliva se sumergieran en el vaho húmedo de la selva.
El ataque desde el interior del campamento había tomado completamente por sorpresa a los centinelas de la guardia, que, apiñados en la garita, con las manos arriba, veían con estupor las bocachas de los fusiles M16 apuntando directamente a sus rostros.
El viejo edificio de madera de dos plantas y un “gallinero” eran la sede del comando de la Brigada de Selva Pastaza, que resguardaba parte de la Amazonía ecuatoriana con su vital aeropuerto y sus cinco mil hombres. En la última planta del edificio —conocido entre la tropa como el gallinero— se instalaba la sala de operaciones de la brigada, en la que, en ese preciso momento, se encontraban el comandante, general Loco Andrade, su ayudante el Negro Durán, el jefe de operaciones, coronel Luis Cueva y otros oficiales.
Los gritos ahogados del asalto llegaron hasta el gallinero y pronto el ruido de botas, subiendo a la carrera por los viejos escalones de madera del comando, alertó al estado mayor del inminente ataque.
El mayor Durán, único paracaidista en la sala de operaciones, reaccionó de inmediato, lanzándose por la ventana, para ir a dar sobre el techo de una caseta de comunicaciones ubicada tras el edificio. Los demás fueron capturados.
Sometidas las defensas, el comandante capturado fue llevado hasta un costado del edificio y atado de pies y manos a una de las columnas de madera que sostenían el alero. El golpe de mano de precisión quirúrgica había sido un éxito, los centinelas fueron reducidos sin mediar disparos y el estado mayor, aprehendido.
Cuatro horas antes del ataque
El aquelarre en pleno de las vocingleras esposas de los oficiales llenaba la habitación de una de las villas del campamento, mientras se enfundaban en los uniformes de color verde oliva de sus maridos. A excepción de la esposa del mayor Durán, única con uniforme de camuflaje, exclusivo de los paracaidistas de la época.
Los niños del campamento mirábamos con cierta preocupación las armas de juguete, ahora en manos de las señoras y solo pensábamos que regresaran a salvo, los juguetes, por cierto.
Eran fusiles M16, como los usados por los soldados estadounidenses en Vietnam. Aunque los fusiles no eran más que meros juguetes, su parecido con los famosos Colt M16-A1 era asombroso. Llegaron como regalo de Navidad del ejército para los niños de la brigada y ahora solo rogábamos porque las señoras no los perdieran. Ya ataviadas con sus uniformes de faena y sus botas militares, las señoras cubrieron sus rostros con medias nailon, así abordaron el Land Rover y algún otro vehículo disponible y salieron al asalto del comando de Brigada.
La negociación
Al avergonzado comandante, ahora atado a uno de los postes del comando, no le quedó más que tomárselo deportivamente y negociar con el piquete de señoras/insurgentes un rescate, mientras el resto de los oficiales bromeaba aliviado tratando de reconocer a sus respectivas esposas. El valor del rescate se acordó y las puertas de la cantina se abrieron para que los niños del campamento tomáramos lo que quisiéramos, a la cuenta del comandante.
La columna de insurgentes, envalentonada por el rotundo éxito de su operación de comando, enfiló al hangar de Transportes Aéreos Orientales (TAO), donde el capitán Ruales, piloto y propietario de la aerolínea, hacía las comprobaciones necesarias para el despegue de su Douglas DC-3. Las señoras/insurgentes cerraron el paso a la aeronave y capturaron al capitán Ruales, que hubo de desembolsar dos botellas de whisky y dos de vino para recuperar su libertad.
El pequeño pueblito amazónico de Shell, con su Brigada de Selva y su aerolínea local, no fue trofeo suficiente para las envalentonadas damas, que arrancaron dando patinazos en la carretera de polvo y gravilla, a su destino: Puyo, capital de la provincia de Pastaza.
Puyo tenía su cabaret, ahí estaban las alegres meretrices ventilando sus voluptuosas curvas frente al establecimiento en cuestión, cuando pasó frente a ellas el convoy de las señoras/subversivas. Al instante las pizpiretas en mención reconocieron la lustrosa boina roja del único paracaidista de las inmediaciones. Agitando las manos y todo lo demás se pusieron a gritar con alborozo: “¡Lucho, hola, Lucho!” Lo que ocasionó ciertos inconvenientes en el hogar de Lucho.
El convoy se dirigió a la iglesia; el obispo se encontraba totalmente desprotegido en el momento del asalto. El piquete de insurgentes lo encontró en el confesionario y se hicieron con él, logrando un jugoso rescate, media docena de botellas de vino de consagrar.
El asalto a la brigada, en el Día de Inocentes, fue todo un éxito, las señoras compartieron el botín con los oficiales en una jarana de antología y nosotros tuvimos de vuelta nuestros fusiles.