Por Marco Rodríguez Ruiz
Antecedentes
En 1897, prácticamente a la par de las primeras exhibiciones cinematográficas llevadas a cabo en Francia por los hermanos Lumière, llegaron a México enviados de estos, con el cometido de que se exhibiera el nuevo descubrimiento, con lo cual nacían las raíces de una afición y de una filmografía que pronto se convertiría en las más ricas del cine mundial. En esas circunstancias, el cine mexicano logró una rápida expansión y, en los albores de la Revolución mexicana (1910), la vertiente documental y realista fue la principal manifestación de su cine, teniendo como telón de fondo, precisamente, el conflicto armado que se constituyó, sobre todo, en un evento fotogénico de gran envergadura. Así mismo, dentro de los aspectos formales, tuvo una gran trascendencia la influencia del cine ruso en la creación de las imágenes que conformaron el cine mexicano, pues entre 1930 y 1932, el director de cine ruso Serguei Eisenstein estuvo en México para rodar la película ¡Que viva México!, pensada para retratar un ‘vasto fresco’ sobre aquel país y, a pesar de que no pudo ser concluida por distintos motivos, las imágenes que capturó, su peculiar ‘estética visual’, tuvieron influencia en la forma en que fueron tratados los paisajes y el indigenismo como propuesta estética, a lo que se agregó la influencia de la pintura muralista, especialmente la del pintor Diego Rivera.
De esta manera, cineastas como el emergente Emilio Fernández se empapó de esa propuesta e imprimió un estilo propio a partir de la estética de Eisenstein. Desde 1936, germinó la ‘internacionalización’ del cine mexicano y del género de la comedida ranchera, con el filme Allá en el Rancho Grande (1936) de Fernando de Fuentes; además, de paso, se inició la denominada ‘edad de oro’ del cine mexicano, la cual duró más de dos décadas (1936-1957), en la que géneros como la comedia, los musicales, el cine negro, los melodramas y las películas de lucha libre lograron su consolidación. Surgió entonces una nueva generación de directores liderados, desde mi perspectiva, por el mencionado Emilio Fernández y que fueron desde Julio Bracho y Roberto Gavaldón, hasta Ismael Rodríguez; así como la aparición fulgurante de actores y actrices de la talla de Dolores del Río, María Félix, Mario Moreno ‘Cantinflas’, Tin Tan, Pedro Armendáriz, Jorge Negrete, Sara García y Pedro Infante, cuya muerte acaecida en 1957 significó una de las causales para el fin de aquella ‘época dorada’, en la cual también la producción mexicana dominó las salas de cine de toda Latinoamérica; en el Ecuador, las generaciones nacidas en los años veinte, treinta y cuarenta del siglo XX pueden dar fe de ello.
Mención aparte merece la incursión en el cine mexicano del director español Luis Buñuel, quien dejó impregnado su sello surrealista en aquel país, con películas memorables como Los olvidados, Nazarín o El ángel exterminador. La decadencia del cine de México se evidenció desde la década de los sesenta y duró inclusive hasta los ochenta del siglo pasado, en las que, con excepciones, predominaron cintas de bajo presupuesto y de mala calidad en general, exhibidas a manera de comedias ligeras, culebrones familiares, ‘rumberas’, ‘ficheras’, ‘sexicomedias’ o inclusive ‘tortillas western’. Solo en la última década del siglo XX, con el arribo del movimiento llamado ‘nuevo cine mexicano’, la filmografía de ese país se volcó a devolverle su dignidad perdida.
La irrupción de Arturo Ripstein
Sin embargo, con anterioridad a la década de los noventa del siglo pasado y como una de las pocas excepciones a la referida decadencia del cine mexicano, exactamente en 1965, el director Arturo Ripstein irrumpió en el séptimo arte, con su película Tiempo de morir, escrita por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, y con su presencia, planteó sin ambages ni ataduras la necesidad de profundizar en la condición humana y en la problemática social de su país, y con ello también pretendió ganar un espacio para cineastas jóvenes con otros derroteros a los que imperaban en aquella época.
En efecto, nutriéndose de la sabiduría de su mentor Luis Buñuel, de quien fue su asistente en el filme El ángel exterminador, Ripstein se fue consolidando a partir de la década de los setenta del siglo XX, hasta tener un sitial de preferencia dentro del cine mexicano, con su trilogía compuesta por El castillo de la pureza (1972), El lugar sin límites (1977) y Cadena perpetua (1978), en las cuales ya dejó entrever sus temas recurrentes y sus obsesiones: soledumbre, puritanismo y machismo absurdos, falsa moral, vacío, desamor y la imposibilidad de cambiar la propia naturaleza humana; todo matizado con un lenguaje sórdido, sexual, provocativo y lleno de la idiosincrasia mexicana, donde no podía faltar la ‘chingada madre’. Después de un período de transición, con la efectiva colaboración como guionista de su cónyuge Paz Alicia Garciadiego, el cineasta mexicano trascendió fronteras con los filmes El imperio de la fortuna (1985), Principio y fin (1993), La reina de la noche (1994), Profundo carmesí (1996), El evangelio de las maravillas (1998), El coronel no tiene quien le escriba (1999), La perdición de los hombres (2000), Así es la vida (2000) y La virgen de la lujuria (2002), en los cuales, la lentitud, lo sombrío y lo depresivo se extreman hasta convertirse en un verdadero discurso visual envuelto en una especie de simbolismo, valiéndose para ello del plano-secuencia y de pocos ambientes como herramientas para su puesta en escena.
A partir de este nuevo siglo, la atención de la crítica se volcó hacia directores mexicanos más jóvenes como Alejandro González Iñárritu o el mismo Carlos Reygadas, mientras el cine de Ripstein pareció haber colapsado. Sin embargo, más allá o a pesar del fin de la ‘época dorada’ del cine mexicano o el influjo de su nuevo cine, la obra cinematográfica de Arturo Ripstein luce intacta, inacabada y perdurable, como la pobreza y el arribismo, males eternos de nuestros países, que con tanto acierto bosquejó en su cinta Principio y fin.