
Un puente envuelto en tela brillante deslumbra con su reflejo al atardecer. Es París, 1985. Miles de sombrillas se alinean al mismo tiempo sobre la costa japonesa y californiana. Azules en Japón y amarillas en California. El año es 1991. Muelles flotantes de color amarillo por fin unifican la costa continental italiana con la isla de Monte Isola sobre el lago Iseo. Y hace pocos meses el Arco del Triunfo se vistió de plateado, resaltando sus líneas arquitectónicas con cuerda roja de gran grosor y exhibiendo (aunque ocultando) su grandeza histórica sobre la avenida de los Campos Elíseos. París, una vez más, y por última vez. Este fue uno de los grandes sueños del artista búlgaro Christo Vladimirov Javacheff: envolver el monumento más emblemático de Francia. Envolver, por muy poco tiempo, un monumento que está construido para la eternidad.
París significa el comienzo de su trayectoria como artista. Christo empezó a envolver ahí pequeños objetos. Lo hacía en su modesta buhardilla de un viejo edificio. París también significa el inicio de una alianza insuperable: su amor por Jeanne-Claude Denat de Guillebon y el amor de Jeanne-Claude por él, quien se enamora no solo del hombre-artista, sino de la potencia y la fuerza de su arte. Ella será su esposa, pero también su mánager, su dealer, su fuerza gravitacional. Será la mujer al lado del genio creativo, gestionando, negociando y empujando una pasión irracional. Formarán el dúo artístico perfecto. No serán el uno sin el otro, porque nacieron exactamente el mismo 13 de junio de 1935. Él en Gabrovo, Bulgaria; ella en Casablanca, Marruecos. Se enamoraron cuando Christo pintaba el retrato de la madre de Jeanne-Claude.
Belleza de lo inútil
Sus proyectos son descomunales. Imaginemos la costa australiana envuelta en 92 mil metros cuadrados de tela. Es como ver a la marea cubrir las rocas y congelarse. La espectacularidad siempre presente. Esta grandiosa escenificación de lo estético es una condición de su trabajo. Pero la belleza no necesariamente va de la mano de lo útil o de lo racional. La belleza no tiene un propósito, puede ser arte, pero también puede ser un antojo exuberante.
Christo y Jeanne-Claude orgullosamente defienden la inutilidad de sus proyectos, lo cual siempre genera cierta polémica, ya que algunos, como el “Reichstag envuelto” (1995) o el “Mastaba de Londres” (2018), una pirámide de más de siete mil barriles de petróleo sobre el lago Serpentine, inspirada en las funerarias del antiguo Egipto, evidencian su intención política.
Los artistas, en vez de gastar su plata en casas, Rolls-Royce o diamantes, se dedican a envolver monumentos alrededor del planeta, a hacer muelles de polipropileno en lagos que conectan islas, a colocar vallas de tela en paisajes inesperados que se esfuman en cuestión de horas. La independencia financiera que han logrado para realizar estas empresas artísticas, junto con ese despropósito que las caracteriza, son para él fundamento de la libertad de su arte.
Nos parece absurdo imaginar horas y años enteros en la planificación de algo tan irracional e inútil. Sin embargo, encontrar el lugar perfecto para sus instalaciones, conseguir los permisos necesarios, contratar a la gente idónea (a veces miles de personas, entre ellos ingenieros, arquitectos, obreros, etc.), vender los dibujos de Christo a museos y coleccionistas para financiar el proyecto, todas esas actividades crean mucha expectativa en la gente involucrada y surge una energía impresionante que es la fuerza que los mueve desde muy adentro y los consume como equipo artístico para poder llegar hasta el final. Esa efervescencia brutal les ha permitido realizar más de veinte proyectos y dejar más de treinta pendientes. Aunque ellos ya no están en este mundo (Jeanne-Claude falleció en 2009 y Christo en mayo de 2020, durante la pandemia), siempre existe la posibilidad de continuar su gran legado.
Un arte efímero
Sus proyectos son conocidos por su monumentalidad pero también por su corta duración. Algo que puede parecer una contradicción. Cada obra existe por dos semanas aproximadamente, pero toma años en desarrollarse; desde su concepción hasta su implementación pueden pasar décadas enteras. Por ejemplo, en el caso de “Las puertas” (Nueva York, 2005), pasaron veintiséis años hasta finalmente conseguir el permiso para colocar, en los senderos del parque Central, 7503 “puertas” de vinil. De cada una colgaba un panel de tela nailon de color azafrán intenso, que se agitaba con el viento y cuya cualidad traslúcida dibujaba las formas de los árboles desnudos del invierno.
“El Reichstag envuelto” se mantuvo firme en la mente de los artistas durante veintitrés años hasta conseguir los permisos respectivos para ejecutar la obra en 1995, en Berlín. Tal fue la conmoción del público que iba a visitar el monumento envuelto con tela brillante que se pidió su extensión. Los artistas se negaron, a pesar del momento histórico que vivía Alemania, pues apenas habían pasado seis años de la caída del muro de Berlín y el Parlamento alemán portaba un simbolismo político junto a un entorno que exudaba vientos de libertad. Pero el destino de la obra siempre fue vivir únicamente por dos semanas.
Cada obra es como un arcoíris. Es impostergable su contemplación. Sabemos que va a morir pronto, entonces, aprovechamos la belleza indescriptible que nos ofrece: sus colores, su forma y el propio misterio de su aparición en el paisaje. Es la ley de una estética transitoria: telas que se mueven con el viento y que en pocos días dejarán de bailar porque morirán. Estar frente a un “Pont Neuf envuelto” en París 1985, o frente a once “Islas rodeadas” (bahía Biscayne, Miami, 1983) en polipropileno rosado, el color de los flamencos, tiene el encanto de la desintegración.
Nuestra relación con las obras, nuestra vivencia in situ se disuelve rápidamente a medida que pasan los minutos, como la historia de amor de un solo día, donde sabemos, de antemano, que el otro se irá, pero esto es parte del pacto amoroso y lo que establece la intensidad del vínculo.
Experiencia en la piel
Contrariamente a la labor de un museo, que es volver a la obra de arte inmortal, las obras de Christo y Jeanne-Claude se construyen para morir. Sin embargo, algo esencial se queda. El Central Park lleva, hasta el día de hoy, un tinte naranja impregnado en su aire. Después de aquellas dos semanas del invierno de 2005, el parque nunca más fue el mismo. Algo se quedó a vivir entre esos caminos: la gloria de unos días de invierno junto al furor de unos niños corriendo a través de las puertas color azafrán.
En 2018 Christo visita las islas de la bahía de Biscayne, 35 años después de que fueron rodeadas con la tela rosa. Ha vuelto a la “escena del crimen”, así describía Jeanne-Claude los lugares donde alguna vez existió uno de sus proyectos. Los habitantes de la Florida recuerdan el calor que la obra trajo a la ciudad, aquel entonces envuelta en mucha violencia y tráfico de drogas. La gente emigraba hacia el Oeste. Y la que no fotografiaba y filmaba las islas embellecidas por Christo y Jeanne-Claude, intuyendo que una buena inversión puede crear un futuro de mágicas dimensiones.
Lo efímero tiene estela: lo que está destinado a existir por poco tiempo y con tanta intensidad nunca se va del todo. Deja huella y marca la carne, como ese amor de un solo día. Miramos los árboles con cierta nostalgia pero, si indagáramos un poco más en el paisaje, ahí están aquellas puertas, brillantes detrás del tiempo, agitando su vestido con el viento de aquel febrero que nos cortó la piel. Un happening hecho para la eternidad.
Christo y Jeanne-Claude amaban la cualidad experiencial de su obra. Lo efímero también hace eso: resaltar esa experiencia. Formado en la Escuela de Bellas Artes de Sofía, Bulgaria, su tradición proviene de un arte más clásico: pintura, escultura, el cine ruso de comienzos del siglo XX y lo que se llamaba diseño de propaganda. Excepto la escultura, este tipo de arte es imagen, una representación de la realidad estructurada en un solo plano. Christo prefiere un arte donde se pueda tocar la realidad, donde se pueda vivirla. “Los espacios siempre pertenecen a alguien”, nos dice. Entonces, lo que ellos hacen es tomar prestado un espacio para crear “suaves disturbios” por algunos días. Disturbios poéticos, que alteran nuestro campo visual, táctil y emocional. El museo encapsula y congela la obra en un espacio creado para eso, mas no provoca algo experiencial. Frente al “Reichstag” en Berlín se congregaron cinco millones de personas para compartir una experiencia estética sin precedentes. Una colectividad dio vida y agitó el espacio junto al monumento envuelto, que transformó el tiempo y el espacio.
Su obra póstuma “El Arco del Triunfo envuelto” vive fresca en la mente y la piel de aquellos que pudieron visitar el monumento hace pocos meses. Hoy, más que nunca, la fugacidad de su existencia nos recuerda la vulnerabilidad de la nuestra. Como un acto de libertad frente a una larga pandemia y a la incertidumbre que caracteriza nuestro tiempo, el Arco del Triunfo oculta su estructura magnánima, cargada de una poderosa historia, para revelarnos la fragilidad de la belleza, pero sobre todo, de la vida como tal. (Daniela Merino Traversari)