Si “Wiegenlied, Opus 49, n.° 4” no le suena a nada, vaya y escúchelo. En serio. Le espero. Es arte (pos) viral. Lo conoce ya. Una canción de cuna que ha tarareado o le han tarareado. Fue escrita por el compositor alemán Johannes Brahms (1833-1897).
Lo que sucede con esta obra de arte es que trascendió a su autor, la época y el contexto sociopolítico en que fue creada. Se convirtió en un motivo apropiable, conocimiento colectivo, vox populi, a pesar de que salió de la pluma o el piano de una sola persona. Una obra como esta demuestra que por encima de genios individuales hay un elemento popular, colectivo y anónimo en la creación. No sé si Brahms se lo propuso de esa manera pero, si era el gran artista que creo que fue, seguramente quiso que su arte permaneciera en el tiempo, que trascendiera su experiencia personal, por más riesgosa que fuera esa posibilidad, por más inciertos los caminos que iba a transitar. Para bien o para mal, quiso que su obra perdurara de forma radical.
No es posteridad sino algo inclasificable, que se riega como agua sobre una superficie, que se esparce como virus. Tampoco es el fenómeno de lo viral que se refiere a lo que se consume en redes sociales de manera amplia, con centenares de clips, imágenes o frases circulando a la vez, en un frenesí de contaminación directa que se apaga con relativa rapidez para dar paso a una nueva cepa y a otra más. Lo (pos) viral va en contra de lo viral porque es más silencioso, casi no se nota, y no es solo contagioso sino vital; es antidemocrático a pesar de lo accesible. Nadie lo eligió. Ni siquiera el algoritmo. Está ahí y no se va. Viene antes y después.
Me interesa estudiar este fenómeno y comprender qué dice de nosotros aquello que circula libremente, más allá de las reglas de la propiedad intelectual, más allá de la exigencia de la relevancia y del estatus que provee aún la categoría del arte. Qué dice sobre el concepto de nación de manera espontánea.
El mundo está lleno de Wiegenlieds, es decir, de arte (pos) viral. Me voy a referir a dos casos provenientes de las artes plásticas locales: el cuadro “La ternura” de Oswaldo Guayasamín y el imaginario pictórico de Gonzalo Endara Crow. Ya quisiera cualquier artista vivo tener el impacto que han tenido las obras de estos muertos. Su trepidante (pos) viralidad, el hecho de que te las puedas encontrar replicadas en diferentes prendas de los mercados de artesanías, en gráfica popular, afiches y decoraciones de negocios de comida. Cualquiera pensando en un compendio de arte ecuatoriano tendría que abrir sus ojos al efecto de “La ternura”, por más cutre que lo vean, está ahí, solicitándonos que nos hagamos cargo. El niño o niña sumergido en los brazos/vasija de su madre nos lo ruega.

El efecto de los trenes voladores y las bolas de colores de Endara Crow es más misterioso aún. Guayasamín es marca registrada, pero a Endara Crow ni en Sangolquí, identificado por sus monumentos “El choclo” y “El colibrí”, lo ubican demasiado bien. Dio un salto directo al anonimato popular y colectivo. ¿Qué tiene ese realismo mágico y por qué se lo siente tan accesible?
El mes que viene trataré de responder esta y otras preguntas.