
La Argentina, que hace un siglo era una potencia, es hoy otro país tercermundista, inestable y pobre.
Decía Jorge Luis Borges, con su talento sabio y punzante, que “la deshonestidad, según se sabe, goza de la veneración general y se llama viveza criolla”. Hablaba de su país, la Argentina, cuya historia ha estado marcada por un ir y venir constante de ilusiones populistas, con sus correspondientes e inevitables desencantos, porque, a pesar de su potencial admirable, el pueblo argentino sigue cayendo en las ensoñaciones de redentores y caudillos que, a punta de viveza criolla, se adueñan del poder y terminan agravando los problemas que ofrecen resolver. ¿Volverá a caer en las elecciones de octubre próximo?
Serán, sin duda, unas elecciones cruciales, porque parecen estar dadas todas las condiciones para que la Argentina cierre de una vez por todas ese ciclo de declive a lo largo del cual pasó de ser una potencia en ascenso —como lo era, sobre todo, al terminar la Segunda Guerra Mundial, cuando sus reservas de oro y divisas se desbordaban de las bóvedas del Banco Central— a nada más que otro país tercermundista, con inestabilidad y pobreza, en el que gran parte de la población sufre carencias severas. Hoy, cuatro de cada diez argentinos son pobres.
Las cifras de la situación argentina son asombrosas: el 54,2 por ciento de los menores de catorce años (es decir casi seis millones de jóvenes) vive por debajo de la línea de la pobreza, una cifra que, si no hay un giro espectacular de rumbo, seguirá en alza como consecuencia de una inflación que ya pasó del ciento por ciento anual, un salario mínimo que no llega a los doscientos dólares mensuales y una pérdida incesante del poder adquisitivo de su moneda. Como bien decía el general Juan Domingo Perón, “el drama argentino no es, como podría creerse, un asunto improvisado”.
No lo es, ciertamente, porque ese país ubérrimo, de geografía privilegiada, recursos naturales infinitos y personas brillantes, ha ido construyendo ladrillo a ladrillo su infortunio, a lo largo de su historia en la que los caudillos populistas han tenido un protagonismo fundamental, desde Juan Manuel de Rosas, que entre 1835 y 1852 mandó sin rivales en la ‘Confederación Argentina’, hasta —precisamente— Juan Domingo Perón, quien sigue estando hoy en el eje de la vida política, en cuyo torno gira todo, a pesar de haber muerto en 1974, hace casi ya medio siglo.
Cuatro clases de países
Simon Kuznets, el economista ruso que en 1971 recibió el Premio Nobel por sus estudios sobre el crecimiento económico y la distribución del ingreso, aseguraba que “hay cuatro clases de países: desarrollados, subdesarrollados, el Japón y la Argentina”. Sí, el uno y el otro se salían de todo encasillamiento por sus comportamientos únicos. Los japoneses porque, careciendo de recursos naturales y habiendo sufrido la devastación de la Segunda Guerra Mundial, hicieron todo bien, hasta convertir a su país en una potencia, con una economía vibrante y un altísimo nivel de vida. Los argentinos exactamente por lo contrario.
La Argentina es, en efecto, el caso inaudito de un país que se “subdesarrolló”: tuvo de 1860 a 1930 siete décadas de crecimiento sostenido y sólido, con alternabilidad política y gobiernos estables, a lo largo de las cuales entraron por el puerto de Buenos Aires unos cuatro millones y medio de inmigrantes europeos, en su mayoría hombres jóvenes, que se incorporaron con rapidez a una economía en expansión, sostenida por la exportación a los grandes mercados internacionales de los productos de esas tierras fértiles y exuberantes. El país crecía con ímpetu.

Desde 1860, a partir de las presidencias de Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda, Buenos Aires duplicó su población cada veinte años, como capital de un país que en esos setenta años y en el transcurso de los gobiernos de once presidentes democráticos (hasta el derrocamiento en 1930 de Hipólito Yrigoyen) creció a un ritmo vertiginoso, mientras Buenos Aires se convertía en una metrópoli intensa, agitada y deslumbrante, con una actividad artística, cultural y comercial como ninguna otra en la América Hispana.
Caudillos y estancieros
Para entonces, sin embargo, en la sociedad argentina ya se habían implantado algunas de las características que más tarde estarían en el núcleo de una sucesión inagotable de crisis y de conflictos. Una de esas características fue el surgimiento de caudillos provenientes de las élites provinciales, con sus ejércitos propios, sus relaciones clientelares y su concepción personalista y autoritaria del poder. Rosas fue el caudillo mayor, en especial porque con él nació el populismo argentino, del líder carismático que lo controla todo y que suscita el fervor de los pobres mientras sirve a los ricos.
Con los caudillos surgieron los estancieros, dueños de unas propiedades gigantescas: entre 1879 y 1880 —según relata el historiador Mauricio Rojas— 381 personas registraron 8,5 millones de hectáreas de tierras agrícolas, lo que significa un promedio de 22.310 hectáreas por estancia. Nada menos. Rojas menciona, además, a familias (como los Anchorena) que llegaron a tener 350.000 hectáreas, con lo que la extensión media de una propiedad rural en la Argentina fue, a lo largo del siglo XIX, siete veces mayor que en los Estados Unidos.

En los Estados Unidos, millones de inmigrantes fueron alentados a colonizar las grandes planicies, con lo que los proletarios europeos se convirtieron en propietarios, con capacidad adquisitiva y actitud de clase media, lo que fue el origen de los mercados de masas que florecieron con la Revolución Industrial y sustentaron el sistema capitalista. En la Argentina, la concentración de la tierra forzó a la mayoría de los inmigrantes a quedarse en las ciudades y sus descendientes terminaron siendo las multitudes proletarias sobre las cuales se afianzó el populismo.
“¡Qué grande sos…!”
Esas masas proletarias urbanas fueron, en efecto, las que adoraron a Perón desde finales de 1943, cuando fue designado secretario del Trabajo y se dedicó a ganarse la fidelidad de las clases obreras. Esas multitudes lo llevaron después, en febrero de 1946, a ser elegido presidente y, más tarde, lo respaldaron durante los algo más de nueve años en los que gobernó la Argentina. Era frecuente, por entonces, oír a legiones de obreros cantando el himno peronista (“Perón, Perón, qué grande sos, mi general, cuánto valés…”) mientras marchaban combativas por el centro de Buenos Aires.
Al asumir el poder, en junio de 1946, Perón estaba convencido —como mucha gente por aquellos tiempos de incertidumbre al término de la Segunda Guerra Mundial— de que al planeta le esperaban grandes convulsiones, tal como había sucedido al finalizar la Primera Guerra Mundial. Resolvió, entonces, aplicar un plan drástico para que su país se independizara de la economía internacional (la autarquía absoluta) en un plazo de cinco años. Por lo tanto, si para 1951 ya iba a estar rota toda dependencia de los mercados externos, el sector exportador debía ser exprimido sin tardanza.
Y, en efecto, el gobierno impuso cargas y tributos a las exportaciones y efectuó nacionalizaciones, al mismo tiempo que se dedicaba a gastar a manos llenas las reservas de oro y divisas acumuladas durante los años de la guerra, cuando la Argentina fue el gran proveedor de cereales y carne. Con todo ese dinero, Perón impulsó la industrialización y, sobre todo, aumentó una y otra vez los salarios, que en cuatro años subieron casi setenta por ciento, con lo que el mercado interno se expandió raudamente. Y, claro, los trabajadores sindicalizados adoraron a Perón.




El despertar
Pero el desaliento del sector agroexportador, que desde el nacimiento del país había sido el pilar de su progreso, terminó por causar un desequilibrio profundo de la balanza comercial, lo que frenó la expansión de la economía y afectó también al sector industrial por la contracción del mercado interno. Pero el respaldo obrero al gobierno no se fracturó gracias a la popularidad enorme de su mujer, Eva Duarte, oficialmente declarada “Jefa Espiritual de la Nación”, cuya labor asistencialista le valió adhesiones multitudinarias que Perón convirtió en apoyos a su gobierno.
Como invariablemente ocurre con las políticas populistas, ese gasto excesivo causado por la expansión del sector público y los aumentos masivos de los salarios derivó en un estallido inflacionario. La burbuja explotó. La ilusión del crecimiento rápido degeneró en una crisis que obligó al gobierno a adoptar medidas duras de estabilización. En 1952 la ilusión populista se había desvanecido; esto coincidió, en julio, con la muerte —a los 33 años de edad— de Eva Perón, lo que dinamitó la base de apoyo popular al gobierno. Las huelgas proliferaron en 1954 y la Argentina quedó al borde de la guerra civil al empezar 1955.
La agitación política fue incontenible a lo largo de 1955. Perón, enardecido, cometió un error tras otro. El peor fue el del 31 de agosto, cuando exhortó a sus partidarios a tomar la ley en sus manos: “la consigna es contestar a una acción violenta con otra más violenta, y cuando uno de los nuestros caiga, deberán caer cinco de ellos”. Fue la gota que colmó el vaso. Los militares le arrebataron el poder el 19 de septiembre. Perón, derrocado, se refugió en el Paraguay y después en España. Pero para entonces el peronismo ya se había instalado para siempre en el centro de la política argentina.
Y la elección presidencial del 22 de octubre será, una vez más, una disputa entre peronismo y antiperonismo. Sergio Massa será el candidato de la continuidad peronista, con el apoyo tanto del sector moderado, del presidente Alberto Fernández, como del radical, de la expresidenta Cristina Kirchner. El candidato de la oposición habrá sido elegido el 13 de agosto entre Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta, que enarbolan banderas liberales. Y habrá también un aspirante libertario, Javier Milei, que ofrece dolarizar la economía y talar el Estado. Una elección incierta, en el país que, teniéndolo todo para ser fuerte y próspero, se estancó en el populismo y se “subdesarrolló”. En fin.
Ir de mal en peor
Que lo hiciera el gobierno de Nicaragua no sorprendió a nadie: Daniel Ortega y Rosario Murillo son, al fin y al cabo, unos déspotas siniestros que no tuvieron ningún escrúpulo en inhabilitar a todos sus potenciales rivales para asegurarse un nuevo mandato (y ya tienen un cuarto de siglo atornillados al poder) en las elecciones de noviembre de 2021. Una patraña monumental. Pero que el gobierno de Venezuela empezara a hacer lo mismo eso sí que no se lo esperaba nadie (o tan sólo los más pesimistas que, por pesimistas, aciertan en sus pronósticos).
Y es que el régimen chavista había emprendido en una campaña internacional de lavado de imagen. Había conseguido, primero, que los Estados Unidos —complicado en sus suministros por la guerra en Ucrania— reanudara las compras de petróleo venezolano. Y había logrado, después, que el Brasil organizara una reunión repleta de luces y fanfarria para la reincorporación del gobierno de Nicolás Maduro en los circuitos de la diplomacia internacional, e incluso que el presidente Lula dijera unas palabras (bastante desatinadas, por cierto) para culpar al “relato” de la pésima imagen del gobierno chavista.

En plena campaña de relaciones públicas para que el mundo se olvidara de los pesares causados por el socialismo del siglo 21 desde que tomó el poder en Venezuela, en 1999, el gobierno se lanzó a imitar a Ortega y Murillo inhabilitando —con cualquier pretexto atroz— a la candidata que encabeza los sondeos de intención de voto para las elecciones del año próximo: María Corina Machado. Lo hizo a través de uno de esos individuos que infaltablemente se arriman al poder autoritario y que, en este caso, pertenece a una bancada que se presenta con un nombre revelador: “los alacranes”.
María Corina está, en efecto, al frente de los sondeos. Es el premio a su tenacidad y, también, a su visión: ella siempre dijo —contradiciendo a la mayoría de la miope oposición venezolana— que con el régimen chavista es imposible negociar, que la primera decisión de los gobiernos autoritarios es perpetuarse, quedarse para siempre, como sea, aunque (como son los casos de Nicaragua y Venezuela) sus países estén yendo de mal en peor. “Esa inhabilitación es basura”, replicó Machado. Y advirtió: “ahora iremos con más ganas”. Sí, no todo está perdido.