Aquellos fabulosos noventa

Fabulosos noventa.
Ilustraciones: Catalina Pérez Camargo.

La experiencia del miedo aparece en la infancia y luego nunca más se va. Dicen que no existe emoción más poderosa. Crecemos y solemos reírnos de las cosas que nos aterrorizaban cuando éramos niños: monstruos deformes, niñas poseídas, pedófilos quemados vivos que vuelven del infierno con la piel derretida y garras metálicas que rasgan, al mismo tiempo, el umbral que divide el sueño de la vigilia y las entrañas de los soñadores.

Nos reímos del objeto de nuestros miedos de antaño, pero en el fondo sabemos que las cosas que nos atemorizan ahora son mucho más peligrosas, porque ningún conjuro las puede convertir en ficción: enfermedad, vejez, muerte, la adultez como expropiación del tiempo del placer y el juego, alienación, angustia económica y política, hipotecas, deudas, desamor, duelo, etc.

Fabulosos noventa.

Estoy por cumplir cuarenta y eso no es fácil. Es la primera vez en mi vida que busco el modo de prorrogar la llegada de mi cumpleaños, como si existiera de verdad una forma de procrastinar una fecha. Por primera vez no estoy planificando la fiesta, sino evadiendo la idea, la textura y la sonoridad temible del sintagma: cuarenta años. No es que piense que no he hecho suficiente, tampoco creo que sea algo relativo a la vanidad.

Simplemente me da miedo tener cuarenta. ¿Por qué? No puedo saberlo. Si se pudieran argumentar los miedos —esto lo sabemos todos los niños que fuimos sometidos a mirar empavorecidos los horrendos crímenes de Chucky antes de cumplir los diez años—, estos se disiparían. Si todo fuera objeto de análisis de la razón, el miedo como experiencia desaparecería. Pero no existe aún la persona que no sienta miedo. La pregunta, en cada caso, es a qué.

Como buena casi cuarentona dedico una hora diaria al ejercicio físico más o menos intenso, sobre todo a trotar, que es lo que más me gusta hacer, porque lo hago frente a la televisión, mirando películas poco sofisticadas mientras sudo y siento que en ese movimiento inmóvil y un poco ridículo se cifran las posibilidades de una vida larga, ajena al dolor y lo más lejana posible de cualquier cosa parecida a la vejez.

No me gusta trotar al aire libre. Me ponen nerviosa las condiciones del mundo exterior a la hora de hacer deporte. Si detestaba los gimnasios por la sobrepoblación de espejos y de tipos que se miran en ellos, los parques y las sendas naturales me generan rechazo porque implican una serie de variantes que me incomodan, como las cuestas y los perros mordedores, el sol o el frío y, sobre todo, la falta de una televisión que se mueva conmigo.

Lo mío es correr en la cinta mientras miro una película que hace que el tiempo pase más rápido. Tengo una especie de subgénero fílmico que identifica el tipo de películas que me gusta ver mientras troto. Deben ser ligeras, entretenidas, gringas. En tres actos y no demasiado tristes. Si son de los años noventa (la segunda época dorada de Hollywood), mucho mejor.

Un día, mientras calentaba los músculos, encontré en el menú de opciones el remake de It (It, el payaso diabólico sería el título, si quisiera ser fiel a mi recuerdo infantil). La vi cuando tenía ocho años y no pude dormir en semanas. Era 1990. Me imaginaba que, si me quedaba dormida, al despertarme la enorme cabeza blanca de Pennywise estaría asentada en la almohada, y sus ojos amarillos se clavarían en los míos, y sus fauces y su hambre me tragarían por partes y que nunca encontrarían mis restos.

Había visto la nueva versión en dos partes y me había parecido muy buena, pero casi no la recordaba, así que decidí poner la primera para acompañar el trote del día. Me sorprendió y me hizo pensar en muchas cosas, no tan lejanas al miedo como yo hubiera supuesto. Una vez más, la pregunta fundamental no es: ¿siento miedo? Es: ¿a qué le tengo miedo?

Fabulosos noventa.

La versión me llenó de una intensa nostalgia. Podría, quizá, definirse a la nostalgia como el miedo a no poder volver; a haber perdido para siempre algo; a no poder recordar el lugar al que quisiéramos volver, o de haber olvidado eso que hemos perdido, aunque el deseo de encontrarlo permanezca, tan intenso como el primer enamoramiento. Me costaba entender el estado de añoranza en que la película me sumió.

Ese sentido de la amistad infantil, la valoración de la rareza (me encanta que los héroes sean los freaks), la posibilidad de la aventura, de la novedad, del primer beso, de la valentía, de la inocencia, de la comunidad de amigos siempre al borde de la extinción: todas esas cosas que casi siempre la adultez nos arrebata, y que en la película están tan hábilmente plasmadas, me pusieron en contacto con algo que nunca viví. (¿Quién ha luchado verdaderamente contra el mal? ¿Quién conserva a los amigos de la infancia? ¿Quién valoró en la niñez su propia rareza?). Tal vez la nostalgia sea el miedo a no poder volver a ese lugar en el que nunca estuvimos, el lugar que siempre estamos perdiendo.

Fabulosos noventa.

Los guiños del remake me dieron la sensación, también, de que estaba hecha para gente de mi generación. Recuerdo sobre todo la escena en que la chica descubre, en la puerta del cuarto del encantador niño gordito, un póster de los New Kids On The Block. Mi emoción fue absoluta.

Aparece el póster, el gordito se pasma, la chica le guiña el ojo en un gesto de complicidad, y suena apenas una línea de uno de los temas más populares de la banda: un paréntesis en la historia para mirarnos a los ojos, cuarentones tras las cámaras y cuarentones frente a las pantallas: aquí estamos.

No nos hemos olvidado. Let’s go! Cierra el paréntesis, el relato continúa, pero algo por fuera de él ha sido dicho, algo que no era esencial a la historia y que, sin embargo, no sobra, por el contrario, le agrega un suplemento de realidad, un peso de verdad.

Ahí me enamoré: alguien me hablaba desde el mismo e indefinido lugar en el que yo evocaba algo que no podría precisar bien, un lugar hecho de objetos sueltos que de un tiempo a esta parte —el tiempo, supongo, en que en mí se asentó la certeza de que estoy por cumplir cuarenta años— han pasado a representar un mundo perdido y levemente idílico: los casetes y CD, las películas en VHS y Betamax, ciertas bandas musicales y ciertas prendas de ropa, íconos infantiles como Garfield, Fido Dido, Ziggy.

Las tarjetitas de cumpleaños y San Valentín del tamaño de una tarjeta de crédito que nos regalábamos por esos años, los cintillos para el pelo, el rizado producto de la permanente y los copetes que nunca mi pelo demasiado lacio me permitió tener; las sombras azules para los ojos, las hombreras, los pantalones bombachos. Son objetos y formas que me remueven intensamente y que volvieron con un peso enorme mientras miraba la It millennial.

Fabulosos noventa.

También pensé en mi segunda novela, que está por salir: en algún momento de la pandemia sentí que quería escribir algo sobre la época en que en la esquina de la 6 de Diciembre y Naciones Unidas se alzaba, inmenso y amarillo, el Tower Records, y también de la época en que cazaba canciones románticas en la radio, con los dedos puestos en los botones de PLAY y REC; tardes enteras para grabar fragmentos siempre interrumpidos por los comentarios idiotas de los locutores, esa época en que para saber la letra de una canción había que tener el CD original con el cuadernillo o saber mucho inglés, en que el pretendiente o novio debía pasar por el temible filtro de la voz paterna en el teléfono fijo.

Toda esta nostalgia abarca y sobrepasa sus contenidos. Es en cierto sentido vacía, como es todo deseo de regreso. Yo la pasaba muy mal en las fiestas, nunca nadie me sacaba a bailar. Las tardes eran terriblemente tediosas, largas y sometidas a la vigilancia parental. La amistad era más bien un desfase y una sucesión de pugnas de poder que yo casi siempre perdía. El nacimiento de mi deseo sexual estaba obstruido y reprimido por los silencios y tabúes de una moral que aún no me animaba a cuestionar, y los programas de TV que miraba me llenaban de una tristeza enorme que no hubiera podido identificar pero que en algo marcaron mi forma de vivir la vida.

Fabulosos noventa.

Nada de eso importa: el deseo de regreso está patente y vivísimo en la víspera de los cuarenta. Escribí la novela, volví a los remakes y soy feliz con el regreso de la moda de esos años y busco entre mis cajas de cosas viejas objetos e íconos que me recuerden cuando vivía ese tiempo, sin saber que un día lo extrañaría.

“Pues la bella Italia siempre está más lejos, en otra parte”, dice Roland Barthes en uno de sus últimos ensayos, llamado precisamente “No se consigue hablar nunca de lo que se ama”. Ahora, miro las fotos de cuando tenía entre ocho y catorce años, y me pregunto qué habrá sido de toda esa ropa bombacha y fosforescente, esos zapatos con velcro, qué habrá sido de mis casetes grabados, mis películas en VHS, mis barbies mutiladas, mis lapiceras con minas plásticas y olor frutal y mis diapositivas de View-Master. No romantizo nada de esa época: vivo mejor ahora.

Y, sin embargo, qué ganas de volver. Mi adultez ha sido bastante libre y gratificante, odiaría vivir sin celular, sin mail y sin Spotify, y mi niñez estuvo marcada por la precariedad y las carencias. Y, sin embargo: ¡cómo se extraña la falta! ¡Qué vago sentimiento de pérdida el poder escuchar cualquier canción existente con un par de segundos de búsqueda! ¡Qué extravío es a veces hacer lo que uno quiere, sin pedir permiso a los padres, sin tener que juntar monedas para el bus, sin miedo al examen de matemáticas!

La nostalgia: volver a donde nunca estuve. Supongo que hoy es toda una generación de gente que pulula alrededor de los cuarenta años la que está en ebullición creativa, en distintas latitudes del mundo, recreando un mundo que nunca vivió, haciéndolo más hospitalario y amable, lleno de perdedores que se cuidan, protegen y pelean contra los bullies, ganan sus pequeñas batallas (o hacen de la derrota una virtud), lleno de primeros besos y pactos de amistad que perduran e historias de amor que nunca terminan y hecho de un tiempo que no tiene que acabarse, que no tiene que ser recordado después, cuando ya casi no quede nada de él, con miedo a que todo regreso sea imposible.

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