Por Mónica Varea.
Ilustración Sol Díaz.
No sé a qué edad habré ido al cine por primera vez, se llamaba Teatro Rex y colindaba con la casa de mi abuela, fui con mi mejor amiga, la bella Gisela Izurieta, ambas vestidas de gala estricta, ella con un vestido celeste, con cartera y guantes; yo intentando ser una muñeca vestida de azul, zapatitos blancos, delantal de tul. Fuimos a ver una película de dibujos animados, la emoción de estar solas en la oscuridad era tan grande que solo recuerdo que cuando el protagonista miró un afiche de una mujer en biquini, ambas instintivamente nos tapamos los ojos para no pecar.
Me volví una asidua asistente al Teatro Rex, Pili y Mili, Cantinflas, Marisol se volvieron mis favoritos. El Rex no tenía un bar como los cines capitalinos, sino que en la oscuridad deambulaban los vendedores ofreciendo en voz baja: “canguil, canguil, chicles, colaciones, bombones, chocolatines”. Tampoco había letrero de “Prohibido fumar”, porque estaba totalmente permitido. Recuerdo el olor y el humo de los habanos que fumaba don Jorge Baduy. Sentado junto a su nieta Renata Iturralde, el caballero echaba el humo, masticaba el cigarro e inundaba la sala de un olor peculiar.
En Quito el cine del domingo era infaltable, los cines que ofrecían desde películas animadas hasta la más terrible pornografía eran muchos. Estos enormes espacios estaban por toda la ciudad, el Fénix, el Colón, el Universitario, el San Gabriel, el Mariscal, al norte; el Capitol, el Alhambra, el Variedades, el Hollywood en el centro; el México, el Puerta del Sol, etc. Cuando la ciudad creció, el 24 de Mayo y el Benalcázar fueron los más cercanos.
Ese fue el cine de mi infancia, el que hasta ahora extraño porque los actuales tan ruidosos y pequeños no me gustan para nada. Al último cine que asistí en un acto de rebeldía y protesta contra los cines de hoy fue al Benalcázar. Quise convencer a mis hijas que por el mismo valor podíamos ver dos películas, que no tendríamos que oler a comida, ni oír al señor de al lado masticar esos enormes baldes de canguil durante la función. María Paz aceptó, Carito no se arriesgó.
Llegamos al cine y un amplio parqueadero cerrado y gratuito nos esperaba. Un amable señor de chaleco azul nos abrió la puerta y luego nos vendió las entradas. Fue el mismo amable caballero quien nos las recibió y nos condujo hacia la enorme y cómoda sala, con linterna, como debe ser. Yo veía maravillada el espacioso cine con asientos al escoger, podía sentarme ¡donde yo quisiera! Optamos por irnos al segundo piso y desde allí gozar la vista panorámica.
Antes de que la primera película empezara, mi hija decidió comprar el potaje que siempre nos acompañaba en el cine: papitas fritas sin marca y una barrita de chocolate Bios. Al volver me dijo burlona: “¿Adivina quién me atendió en el bar?” Yo fingí no haberla oído porque mi interés era convencerla de salvar estos cines de una muerte injusta.
Empezó la película y el no sentir el ruido de los efectos especiales estallar dentro de mi cabeza, y no ver cómo los protagonistas se abrazaban encima de mí, fue magistral, pero justo cuando mi emoción se desbordaba, ¡la película se cortó!, y el señor del chaleco azul corrió gradas arriba cargando el segundo rollo de la película.