
El útero es más que un órgano con tejidos. Es, además, la metáfora de la vida, del dolor y de las conexiones entre mujes. No ponga cara de susto ni mire a otro lado. Hay que hablar y escribir in-útero.
Pensar la muerte no es algo nuevo. Es, de hecho, uno de los motores que ha movido a nuestra especie desde siempre, en la ciencia, la filosofía, el arte. Cómo evitar la muerte. Cómo esperar a la muerte. Cómo aceptarla. La idea vino del primer ser humano que lloró sobre un alguien querido.
Andaba rumiando estas cuestiones hace unos meses, luego de que mi mamá me anunciara que su ginecóloga le recomendó una histerectomía para extirpar células cancerígenas del cuello uterino (sacar su útero para que no dé más problemas). Y así esperar a que el cáncer no se haya extendido por más tejidos.
Escuchar la palabra cáncer, creo, nos asusta a todos, más a quienes somos deudos por esa enfermedad. Es como si ya hablásemos de una sentencia de muerte. Pero la verdad es que, cuando esta conversación se tiene a tiempo, podemos decir, citando a Tolstói: “Mientras haya vida, habrá esperanza”.
El útero también tiene su propia data
Mientras comenzábamos como familia los preparativos para su cirugía, yo me documentaba con estadísticas y testimonios de gente que hubiera pasado por algo parecido. Pero, ¿pueden las estadísticas, que están en lenguaje críptico, quitarte la angustia de que la muerte ronda tu hogar?
En la página de Solca, por ejemplo, podemos acceder a publicaciones con datos específicos. Así, además del Registro Nacional de Tumores, que se actualiza bianualmente y cuya gráfica puede resultar agobiante, hay suplementos médicos para informar claramente sobre los cuatro tipos de cáncer más comunes en el Ecuador, uno de ellos es el cáncer del cuello uterino.
En un suplemento, cuya última actualización es de 2017, se saca un estimado de que 650 mujeres mueren por año en el Ecuador a causa del cáncer uterino. La cifra no es alentadora. Así que recurrí a los testimonios.
Varias personas me contaron que conocían, por lo menos, a una pariente que había sido sometida a una histerectomía. “A mi mamá le hicieron una histerectomía hace años, tenía que hacérsela, la recuperación estuvo un poco forzada, pero fue porque algo le hicieron mal. Al final lo logró, y ahí la ves”; “A mi tía le sacaron el útero y dice que se siente mejor que antes”; “Yo me iba a hacer una histerectomía, cuando me sacaron unos fibromas, pero el médico me cobraba mil dólares más”.
El testimonio que más atesoro es el de una excompañera de trabajo, que accedió a revivir un proceso bastante traumático. Su intervención no fue por los mismos motivos que los de mi madre, pero sí fue una cirugía de emergencia, y la recuperación, asimismo, como en esta casa, se llevó a cabo en un mes; aunque, me dice, aún no puede levantar ni siquiera pesos livianos. Queda un hueco. El cuerpo debe acostumbrarse a la falta de un órgano. Los músculos deben aprender que ahí, en el fondo, no está ya el útero.
Útero. Suena fuerte, ¿no? Íntimo. Privado. De uso acotado. En otro tiempo, hablar del útero era como de mal gusto.
Esa característica de casi privado es lo que quizás ha provocado que al útero le hayamos dado menos importancia que a otras partes del cuerpo. Incluso entre mujeres, porque nuestra educación sexual generalmente está dirigida a los genitales, a la vagina, a la vulva. Nuestras partes pudendas. Nuestras vergüenzas.
Que si la piel exaltada hasta la náusea, que si el corazón, que si las mariposas en el estómago. Ponemos el cuerpo, ponemos “la cuerpa”. Y del útero, ¿quién habla de él fuera del ámbito médico? Más relegado que este ya quedan solo el bazo y el páncreas.
Esta amiga generosa opina lo mismo, ¿quién habla de su útero? Cuando le anunció a su familia que debía operarse, se enteró de que muchas mujeres de su parentela y amistades ya se habían practicado una histerectomía, pero que solo habían tenido noticia de ello los familiares más cercanos. Porque relacionamos, insisto, al útero con lo privado. Hay círculos en los que se habla de este órgano. Hay otros en los que no. Cuando debería ser un tema general. Porque todos y todas venimos de ahí.
Además, creo que hemos perdido la capacidad de asombro. No sé si se deba a los descubrimientos médicos ligados a la tecnología avasalladora, pero siento que hemos dejado de apreciar cuestiones que podríamos calificar como milagros. ¿Es que a nadie le sorprende ya que nuestro primer hábitat haya sido el cuerpo de otro ser humano? ¿Qué significó, más allá de las frases hechas, tener una vida dentro de mí? A la vez me pregunto: ¿qué peso tiene en mi vida que mi cuerpo se haya formado dentro del útero de mi madre?
Pensemos en que, fuera de lo médico, no se habla del útero. O se hace una alusión velada, centrándose en el tema de la histeria, por ejemplo. La histeria, condición que, en la Antigüedad griega, fue definida por Hipócrates como resultado de los humores que subían del útero; por tanto, las mujeres eran las más propensas a sufrir esta enfermedad.
Ya solo en el siglo XIX se calificó a la histeria, que deriva de hyaterá, vocablo griego para útero, como una enfermedad mental y que pueden padecerla hombres y mujeres. Los surrealistas, a principios del siglo XX, se pasaron al otro extremo: ni era patológica ni psicológica, sino que la histeria era una forma de expresión.
Sin embargo, hay creencias que subsisten, como relacionar a la histeria directamente con la adicción al sexo en las mujeres, llamada también ninfomanía o furor uterino. Nadie piensa en que los problemas puedan estar en el cerebro. No, el útero es el culpable. La matriz de todo mal.
Otra creencia común es la de que, luego del parto, el útero solo sirve para albergar al cáncer. Pero, y las mujeres que no han sido madres, ¿se salvan por eso? La verdad es que, se conciba o no, el útero es un órgano que necesita cuidados. Se enferma más seguido de lo que una puede creer. Ya al despedirnos, mi compañera me contó que a su hermana, menor que ella y que no tiene hijos, deben practicarle también una histerectomía.
El cáncer uterino, que no se da en mujeres menores de quince años, sí puede darse en mujeres de más de cuarenta, aunque no hayan tenido hijos. Puede haber una predisposición genética. Hace poco me enteré que la causa de muerte de mi bisabuela, a la que conocí personalmente, había sido, precisamente, cáncer de útero.
Recordé entonces que, cuando tenía veintitantos, fui al doctor asustada porque mis menstruaciones eran sumamente dolorosas. La ecografía reveló que en mi útero había sombras (hasta poética parece esa imagen). El diagnóstico fue tentativo y se inclinó hacia la endometriosis, un padecimiento que se caracteriza por el crecimiento de tejidos del endometrio (parte interna del útero), fuera de este, una enfermedad que podía causar el dolor que yo enfrentaba mes a mes y que, además, dificultaría la concepción.
La recomendación del médico fue, en ese entonces, que no me sometiera a ningún tratamiento invasivo si no estaba buscando “tener familia”. Pero si ya tengo familia, doctor, me hubiera gustado decirle. Tengo una madre; tuve una abuela, hasta una bisabuela. Tengo tías. Tengo primas.(1) Y todas, en algún momento, hemos tenido algún problema con nuestro útero.
De voluble y hasta de caprichoso podría calificar a mi útero, porque resulta que sí, seguí el consejo del doctor, y no me sometí a ningún tratamiento de fertilidad porque no quería embarazarme en ese momento. Mi embarazo llegó después de algunos años y otras circunstancias personales. Sin aviso. Con una felicidad enorme, pero también con reparos: dentro de mi útero, junto con mi hijo, crecía un bulto llamado mioma intrauterino que, para nosotras, mi madre y yo, pasó a llamarse “el monstruo”.
Mi nuevo doctor lo llamó benigno, pero el monstruo, me dijo, no puede quedarse ahí, debe ser extirpado y, luego de eso, habría que esperar más tiempo hasta que mi útero sanara y estuviera en posibilidades de cobijar a otro hijo. Si quisiera agrandar la familia.
Y esta no es una conversación solo para mujeres que quieren tener descendencia. Si tuviera que contar todas las historias de amigas mías que no tienen hijos, pero sí problemas uterinos, la lista no terminaría. El relato infinito de muchas mujeres y un solo órgano. Esta tampoco es una conversación para señoras, es decir, la edad no cuenta.
Tenía una amiga que a los trece años ya andaba deambulando por los pasillos de los doctores porque tenía fibromas en los ovarios y eso afectaba su útero. El útero es una fuente de vida pero también de dolor. Así que, ya en algunos casos, cuando las cirugías, píldoras y otros tratamientos no sirven, pues hay que extirpar al órgano problema.
Todo esto es detectable a tiempo. Hay que revisarse el útero constantemente. Solo así es posible pillar la bomba antes de que explote. Nosotras tuvimos esa suerte. Mi mamá, luego del mes respectivo de recuperación en casa, está bien ahora. Y el patólogo, que luego examinó el órgano, determinó que ese útero tenía los bordes limpios, es decir, el cáncer no se había extendido y con su extirpación se había acabado el problema.
Además, el patólogo notó algo. Aquel órgano que examinó, el de mi madre, era pequeñísimo. Parecía el de una niña. Y de eso también me di cuenta yo, que lo vi dentro de una tarrina antes de que lo enviaran a examinar: una cirujana, amiga de mi madre, me lo mostró; me mostró aquello que hasta aquí he llamado mi primer hogar y no encontré ahí nada que me moviera al llanto ni me gritara con voz ancestral.
Más bien reparé en el tamaño reducido y pregunté si todos nuestros órganos eran así. Me explicaron que, seguramente, como mi madre me tuvo muy joven, y luego no engendró más hijos, su útero se contrajo a ese tamaño. Mínimo.
Mi mamá y yo siempre hemos tenido la creencia de que existe entre nosotras una conexión más allá de lo físico. Así, cuando algo le duele a una, es posible que en el cuerpo de la otra esta sensación se replique como un eco vital, una onda expansiva que sigue creciendo desde el Big Bang. Luego de su operación, mi madre creyó que la conexión se habría perdido.
Y yo, dudando, lo pensé, no lo niego. Pero entonces me di cuenta de que la conexión seguía viva, cuando la vi pararse de la cama en su convalecencia, la vi volver al trabajo, incluso cuando escucho sus peroratas sobre alguna cuestión en la que no estamos de acuerdo. Mi primer hogar fue su útero, es cierto, su cuerpo, ella. Pero, sin ese órgano o fuera de él, mi hogar sigue estando junto a mi madre.
Así que, a despecho de médicos, científicos y otros pragmáticos, creo que la biología —ciencia de la vida— es más que órganos, sangre, jugos y tejidos. Hay algo de herencias espirituales. Cordones invisibles. Latidos por fuera del corazón y que repican en el mundo, en los hogares, en la proyección de la primera casa: la madre. La mía, por lo menos, entre tanto ruido y furia.
(1) Tranquilos, sin resentirse: claro que tengo presentes a los hombres de mi familia, mi abuelo-padre, mis tíos, mis primos y mi amado hijo. Pero no tienen útero.