Aprender de los niños no es lo mismo que domesticarlos

Ilustraciones: Paco Puente.

¿Cuál es la primera película que recuerdas haber visto? Creo que la mía sería La cenicienta, aunque las imágenes que me vienen a la mente son difusas: algo relacionado con las hadas, al baile con los pajaritos. Luego estas imágenes se confunden con la rueca en la que se pinchaba el dedo La bella durmiente, y ya no estoy tan segura quién era quién entre esas dos princesas que acompañaron las fantasías de mi infancia.

La primera película que mi hijo mayor vio en el cine, cuando tenía dos años, fue Mi vecino Totoro, uno de los animes más famosos de todos los tiempos. Se trata de la cinta insigne de Hayao Miyazaki, estrenada en 1988, cuya imagen adoptó como logotipo el Studio Ghibli, un gigante de la animación japonesa. En ese tiempo yo trabajaba en una sala de cine de administración pública y con la compañera con quien programábamos el espacio habíamos organizado un segmento dedicado a los niños, el Guagua Cinema. Nos entusiasmaba este bloque de programación porque era un reto. Lo haríamos los sábados (no nos pagaban por trabajar ese día), así que nos turnábamos por el simple gusto de hacerlo. Luego estaba la cuestión de conseguir películas que no fueran comerciales, que estuvieran dobladas al español, sobre las que pudiéramos liberar los derechos de autor y que, además, fueran atractivas, con un lenguaje novedoso, diferente, de otras latitudes para que los niños tuvieran acceso al cine del mundo. En esa ocasión habíamos pactado con la Embajada de Japón, ellos tenían un DVD de Mi vecino Totoro y estaban encantados de pasarla en nuestra sala, incluso mandaron a hacer unas postales con un fotograma de la película en el que Totoro, la criatura del bosque (una especie de conejo rechoncho y gigante) acompaña en la parada de bus a Satsuki y Mei, las dos hermanas protagonistas. Era tanta nuestra ilusión, iba a ser la película con la que inaugurábamos Guagua Cinema y la primera película que veía mi hijo en el cine.

Llegó el día y con él la noticia de que la película estaba en japonés con subtítulos en español. Había varios espectadores infantes y con certeza ninguno de ellos sabía leer. Anunciamos a los padres este pequeño imprevisto, nos miraron con disgusto, pero ya estaban ahí, así que se quedaron para hacer la prueba. Yo estaba embarazada de mi segundo hijo y con mi hijo mayor sentado sobre las piernas. El pequeño, que era de lo más inquieto, quedó desde el inicio hipnotizado por las imágenes, la música, los colores. Para mí también era la primera vez con Totoro y más allá de la trama y los subtítulos, que en esta primera vez no importaron para nada, estaba la experiencia de esa estética impresionista, llena de naturaleza colorida, fantástica, posible en todas sus dimensiones. Él, yo, el bebé en mi barriga, los tres sentados bien pegaditos con los ojos y los oídos atrapados por las criaturas del bosque y su magia.

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Más tarde, buscando en mi conciencia con qué imágenes se conectaba el anime japonés y por qué me había impresionado tanto, recordé mi libro favorito de la infancia, el tomo 1 de la enciclopedia Salvat, El libro de los niños: poemas de la primera infancia. La enciclopedia se reimprimió cientos de veces desde 1958 y fue un clásico en la infancia de varias generaciones. Este primer volumen recoge poesía, rimas y canciones clásicas con hermosas ilustraciones en colores pasteles suaves; dibujos de niños en prados, globos, helados, gallinas, perritos. Puedo recrearlos mentalmente de manera nítida, eran dibujos de suaves contornos, algo con lo que se puede soñar.

Leo por primera vez en la vida el prólogo de María Luz Morales en el que dice: “Muchos de los prodigios que descubre la criatura humana en los primeros años de su vida están en su propio ser: así el mundo de la fantasía, latente en su mente y su espíritu, en espera tan solo de la diminuta chispa que encienda la cálida, brillante llamarada”.

Así de importante es entonces ese primer detonante de fantasía en nuestras vidas. Me pregunto, ahora que hemos crecido, cuánto han hecho por nosotros esas primeras imágenes, esas primeras líneas que nos leyeron, las canciones que nos cantaban, las sesiones frente a la pantalla. Si la primera infancia está habitada por la fantasía y está en nuestro poder alimentar ese fuego interno, ¿qué quisiéramos que los niños que nos rodean lleven en su interior?

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Antes de ser madre tuve la oportunidad de trabajar en Chulpicine, un festival de cine infantil local que ha cumplido (contra todo pronóstico) veinte años recorriendo el Ecuador y llevando funciones de cine independiente a lugares sin salas de cine, a pequeñas salas comunales, a patios de escuelas, a la Sierra, a la Costa, a la Amazonía. De ellos aprendí la importancia de la soberanía audiovisual, la necesidad de brindar a los niños y niñas, donde quiera que se encuentren, un contenido cinematográfico que le haga frente a la televisión nacional, plagada de vicios a los que son sometidos en el día a día.

Pude hacer dos viajes que marcaron mi historia personal: una función en Nono y otra en Zuleta. Llegamos a Nono descendiendo por un camino culebrero cubierto de neblina hasta llegar a la escuela del pueblito. No había ni una sola persona. Armamos la improvisada sala de cine en un aula y mis compañeros salieron a perifonear por las calles.

Media hora más tarde apareció de entre la niebla un camión del que descendieron unos veinte niños. Poco a poco el aula se llenó.

Habíamos preparado una función de cortometrajes animados elaborados con diferentes técnicas y de distintos países. Esos rostros pequeñitos, vestidos de páramo, iluminados suavemente por las imágenes de la proyección en una pared blanca; las carcajadas, los gritos, el desorden y la alegría. De pronto la función terminó y en orden salieron de la sala, se despidieron, subieron al camión y desaparecieron entre la neblina. Algo similar sucedió en Zuleta. Ese día la función era en una antigua capilla y al final de la proyección los niños pudieron dibujar lo que más les había gustado: nos mostraron sus dibujos y se fueron contentos.

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He querido replicar esas experiencias de antaño con mis hijos y con niños cercanos y proveerlos de abundantes imágenes cinematográficas y literarias, con una fe ciega en la educación y los estímulos culturales. Solo ahora, luego de diez años en los que hemos consumido juntos cientos, quién sabe, miles de horas, entre lecturas, música y audiovisuales, me encuentro con una pedagogía distinta a la que yo, con tanta certeza, había aplicado.

En el tiempo pandémico muchas cosas cambiaron en nuestra vida familiar, entre ellas la escolarización. Mutamos a una desescolarización atravesada por una pedagogía enfocada en el desarrollo cognitivo, emocional y social; sin pasar por el currículum educativo tradicional. Como en tantas otras circunstancias durante estos años de ajustes y desajustes, este cambio también tuvo su complejo tiempo de adaptación.

Pocos meses después de iniciado este proceso me encontré frente a las nuevas maestras, en el banquillo de los acusados. Los juegos de mis hijos, sus palabras, ciertas formas de violencia, la imposición frente a otros niños de juegos sacados de programas de televisión, lenguaje contaminado con cosas escuchadas en YouTube, la introducción de personajes de fantasía que ningún otro niño conocía. Mis hijos, que yo consideraba siempre tan adaptables y en cierto sentido hasta “bien educados”, llegaron a irrumpir en este nuevo espacio con costumbres, reglas, gestos que chocaban con la realidad de los compañeros, en su mayoría desescolarizados desde siempre. Mis hijos habían sido contaminados por la escuela desde los dos años y eso no era lo más grave, habían sido captados por un universo fantástico excesivo que no les permitía relacionarse con los otros sin las nociones propias de su universo de cinéfilos, consumidores de televisión, cine, libros, series, fantasías hechas a la medida casi desde que nacieron y que les habían impuesto una forma rígida de actuar frente al otro.

Así de importante es entonces ese primer detonante de fantasía en nuestras vidas. Me pregunto, ahora que hemos crecido, cuánto han hecho por nosotros esas primeras imágenes, esas primeras líneas que nos leyeron, las canciones que nos cantaban, las sesiones frente a la pantalla. Si la primera infancia está habitada por la fantasía y está en nuestro poder alimentar ese fuego interno, ¿qué quisiéramos que los niños que nos rodean lleven en su interior?

Las críticas constructivas fueron duras. En la nueva metodología en la que habíamos aterrizado sin saber nada, el énfasis está en el desarrollo cognitivo de los niños, sumamente estudiadas las etapas de desarrollo y la adaptabilidad de acuerdo al crecimiento y la evolución de las capacidades del cerebro a cada edad. Según estas, un niño pequeño no está en capacidad de consumir fantasía, en especial si proviene de la televisión o el cine, porque en su desarrollo el niño no puede discernir entre lo que es fantástico y lo que no.

A diferencia de lo que dice María Luz Morales, la fantasía no requiere una llama que la encienda, sino que es un espacio habitado de manera permanente. Realidad y fantasía son una sola en la primera infancia y, en esa medida, es posible que confundamos al niño con los límites entre lo real y lo ficticio.

Era la primera vez que me veía enfrentada a esta disyuntiva. Lo más importante, lo que más resuena en mi interior hoy en día, es la noción de la imposición, de la tiranía del adulto sobre el niño. Hemos crecido creyendo que la edad adulta es superior (o más responsable) ante las otras edades, especialmente superior a la de un niño. Hemos escuchado cientos de veces que los adultos tenemos mucho que aprender de los niños; pero estoy segura de que muy pocos entendemos qué significa esto. El niño no es una inteligencia inferior que requiere de nuestro adoctrinamiento, tal como creíamos; es más bien una inteligencia en estado puro, que va tomando del mundo aquello de lo que se puede servir para potenciar sus habilidades y la abundancia de su universo fantástico que no necesita ser enriquecido o abastecido con la excesiva persistencia con la que habíamos pensado. Aquí entran en juego dos ideas clave en un universo idóneo: el adulto no impone, sino que dispone. Si estuviéramos más atentos a las etapas de desarrollo cognitivo, sabríamos que nuestros hijos no necesitaban oír toda la música que nosotros oímos, ver todas las películas a las que les hemos dedicado media vida, consumir todo lo que es importante para nosotros.

Esto es imponer, depositar en ellos todo lo que yo soy, todo lo que yo creo que es importante. Disponer, por otro lado, es ofrecer ciertas herramientas con la moderación de quien ofrece y se retira lentamente, sin el afán de domesticar.

No eran lo mismo esas breves sesiones de cine en Nono o en Zuleta, en las que los niños tocaban apenas el cine con sus ojos y seguían con su vida, que esto que hemos hecho muchos padres de clase media culturalmente educada, que ha sido más bien colocar un embudo en la mente de nuestros hijos, uno más grande del que alguna vez colocaron nuestros padres en nuestros cerebros, y tratar con avidez de dárselos todo, todo lo que alguna vez quisimos para nosotros siendo ya adultos.

Tengo un hijo que ha llegado a los diez años, una etapa sensible que se empieza a conocer como la preadolescencia, un momento extraño en el que empieza a aflorar la independencia de su mente, pero aún es emocionalmente dependiente de sus padres. Es grande y pequeño a la vez. ¿De qué le hemos dotado en todos estos años? De un sinfín de películas en las que esperamos que encuentre las respuestas a la existencia; un paisaje de sofisticada ficción con el que esperamos que sobreviva emocionalmente a la adolescencia. Por romántico que suene, parece tan poco y tan peligroso que ese sea su contexto.

Siento, a pesar de la ansiedad que estos nuevos hallazgos me han generado, que nunca es demasiado tarde para obrar con buena voluntad. Ser padres ha sido querer hacer constantemente lo mejor, e inevitablemente estar equivocados más de la mitad del tiempo; la crianza como un espejo de nuestras carencias y deseos, exacerbados por el deseo de dar a nuestros hijos todo lo mejor. Volver sobre nuestros pasos y encontrar un punto medio, entre lo hecho y lo por hacer, es una empresa compleja. Desescolarizar también nuestra mente adulta y tratar, durante los últimos años que nos quedan de infancia, de aprender del niño con la humildad de quien se ha descubierto de verdad ignorante.

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