Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
A partir del terremoto, la gente perdió la cabeza. Apiñada y de rodillas imploraba perdón con las manos al cielo o a cuatro patas; abriéndose paso por la densa polvareda, buscaba hijos, madres, amores y hasta muebles y artefactos propios o ajenos. Los señores decentes que no habían optado por el éxodo andaban patisucios, barbados y hambrientos, como jamás. Las mujeres habituadas al carmín y las bambalinas parecían fugitivas de los manicomios con sus ropas andrajosas y pelos revueltos y terrosos. Solamente los niños, en medio de los escombros, encontraron inusitados juegos bélicos y terrores nunca experimentados.

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