Aplicar o morir: el delirio de las universidades

Texto: Víctor Cabezas

Ilustración: Shutterstock

La aplicación a las universidades es uno de los momentos más estresantes en la vida profesional. La tendencia de aplicaciones a los programas de posgrado en Derecho, Economía o Negocios crece vertiginosamente todos los años y, en cambio, las clases no crecen. El mercado de escuelas de élite es, quizá, el más estable en la historia reciente, pues, aunque pasan los años y las realidades socioculturales cambian, las mismas veinte instituciones coquetean entre los primeros puestos de los rankings mundiales que, a su vez, son un poder incontrolable capaz de llevar a centenas de estudiantes al borde del colapso mental todos los años, cuando las aplicaciones abren y la vida se pone a prueba.

El sistema de excelencia es perfecto, trágico y lógico, todo a la vez. Universidades como Harvard, Columbia, Standford, UPenn, Yale, Princeton, Oxford o Cambridge están dentro de las marcas más valiosas del mundo y acceder a un espacio se vuelve una carrera que, para algunos, imprime el mismo paso de la vida: empieza en la infancia con notas perfectas, disciplina, extracurriculares, deportes y cultura, llega al pregrado con promedios ideales, investigación, honores, concursos y todo tipo de retroalimentación oficial. La medida de la vida diaria y del tiempo es la funcionalidad del acto humano frente a la dictadura del curriculum vitae

Acabada la universidad, empapelado de honores y reconocimientos, la agenda sigue en un trabajo o bien remunerado o bien parecido. Si es bien remunerado ha de ser elegante, en una empresa reconocida que potencie la marca. Si es bien parecido ha de ser en una institución noble que construya una imagen benefactora.

Luego empieza la angustia de la espera. El cuestionamiento perpetuo de si los años se han vivido bien, si los planes se han cumplido. El viaje agónico solo se refuerza y retroalimenta por todo un sistema de marketing alrededor de la excelencia académica: los rankings son una biblia de consulta que se obedece y se sigue ciegamente, la web está llena de foros donde los miles de aplicantes desesperados y al borde de una crisis nerviosa tejen mitos sobre lo que significa el más nimio y frívolo detalle. Por ejemplo, que las páginas web de admisión dejen de funcionar, o que cada año la hora de anuncio de resultados se retrase un minuto.

Y, finalmente, el día llega y la decisión de la página web parece la representación más material y terrenal del idilio si hay un sí, o de la decepción crónica si este año el comité te ha valorado, te ha querido, te felicita, pero no te acepta. Si, en cambio, la lista de espera te incluye, hay que ir engrosando las dosis de valeriana.

El sistema, visto con racionalidad, es una locura. Miles —si no millones— de almas ponen su vida en una agenda para aplicar a puestos extremadamente limitados en contadas universidades que, a su vez, se abruman con la cantidad de aplicantes que, luego, son seleccionados por comités formados por personas diversas, de las que ningún control existe, de la que ninguna información real tenemos y que deciden lo que, para muchos, es el hecho más determinante de la vida y de la identidad: qué nombre podrán incluir detrás de su presentación: “Soy economista, tengo un MBA de…”. 

Los recientes escándalos de corrupción en los procesos de admisión de algunas universidades estelares en Estados Unidos, el alarmante crecimiento del consumo de fármacos de productividad y concentración en los campus es un fenómeno crítico que, quizá, pone de manifiesto un síntoma social aún más preocupante: nuestra obsesión con la productividad, con el crecimiento desenfrenado, la marca, el optimismo tóxico y la construcción de modelos de perfección inconsultos.

Progresivamente, el Ecuador, sus estudiantes, profesores y empresarios deben ir poniendo en debate el estilo de personas que exigimos, que nos exigimos, pues ese monstruo está cada vez más cerca. Mientras eso pasa, acompáñenme en la odiosa ansiedad de ser un waitlisted más.

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