Ansiedad, manéjese con cuidado.

Por Carla Vera.

Ilustraciones: Carmen Lu Páez.

Edición 450 – noviembre 2019.

Psicologia----1

Cuando mi vieja amiga la ansiedad viene a visitarme me descoloca, me hace llorar en público, me dice que algo fatal está a punto de pasar, pero nada pasa, o sea, me miente. Paralizante, agotadora y, sobre todo, incomprendida. ¿Cómo tratar lo invisible con empatía y amor?

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de 260 millones de per­sonas en este mundo sufren de algún tipo de ansiedad; literal: sufren. Y estoy segura de que menos del 0 % de ellas la han calma­do cuando les han dicho las palabras más recurrentes en un mundo que no ha apren­dido nada de empatía: “Cálmate, relájate, no es tan grave”.

Para adentrarnos en el cerebro de una persona que, como yo, tiene ansiedad, he decidido relatar este texto como un modelo de manual. Puedo llamarlo “Cómo tratar a su colega, pana o pareja que padece ansie­dad for dummies” o “Cómo puede aportar más empatía en un mundo en el que es nor­mal mandarle flores a alguien a quien le han sacado un riñón, pero no a alguien que está sufriendo un ataque de pánico”.

Primer paso: deje a un lado el facilismo de decir la palabra “cálmate”. Créannos, no es tan fácil. Si nuestro cerebro funcionara así, después de sentir ese mareo y revoloteo de tripas que anticipan la visita de nuestra amiga, con autodecirnos “cálmate” todo se solucionaría, lo haríamos todo el tiempo y nos ahorraríamos el drama.

Todo empieza con un cosquilleo incó­modo en alguna parte del cuerpo, como en la panza o en la cabeza, hasta convertirse en un diálogo que pretende tragarte como un tiburón hambriento al que —como a todo animal de zoológico— es mejor no alimen­tar, un diálogo en el que la única voz que suena es la tuya, aunque nadie más pueda escucharla. Algo así:

“¿Qué está pasando?, ¿está pasando de nuevo?, ¿por dónde está la salida más cerca­na?, ¿será que alguien me ayuda?, ¿me estoy mareando?, ¿y si me tomo un té de manza­nilla?, ¿y si me tomo un té de valeriana?, ¿y si me tomo un break y voy al parque?, ¿y si me desmayo?, ¿y si me falta la respiración?, ¿y si se me nota?, ¿y si me vuelvo loca?, ¿y si les digo a las personas que están conmigo que me ayuden?, ¿a qué tengo miedo?, ¿qué desencadenó esto?, ¿soy un fraude?, ¿me al­canzará el dinero hasta fin de mes?”

Segundo paso: ¡deje de alimentar a la bestia!, a la suya o a la de la persona que tie­ne al lado y necesita su ayuda. Si llegó a este punto, al monólogo interno, la bestia ha engordado considerablemente, alimentada por esos pensamientos fatídicos, por lo que es mejor interrumpir el loop con afirmacio­nes positivas: “Me merezco paz”, “No todo lo que me dice mi mente es verdad”, “Soy mi crítica más dura, me merezco empatía y aceptación propia”, por ejemplo. (Crea o no en la autoayuda, esto funciona; si le mo­lesta esa palabra, llámela acolitarse a usted mismo).

En este punto saque la carta de la empa­tía: infalible, y replantee la situación de una manera realista, pero compasiva. Por ejem­plo, si piensa que le está dando un ataque al corazón, no se fíe, es seguramente la an­siedad; si siente que se desvanece, trate de hinchar la panza y luego soltar el aire des­pacito para evitar la hiperventilación. Esto lo digo con la autoridad de un botiquín de primeros auxilios, entienda que no soy una doctora, solo alguien que ha atravesado por estos momentos tantas veces que ya se sabe la cosa de memoria, al derecho y al revés.

La interrupción a la espiral de la ansie­dad puede sonar algo así:

“Respira. Respira. Respira. Cuenta has­ta cuatro y respira. Aguanta la respiración dos segundos. Suelta contando hasta cua­tro. Respira. Ya me empiezo a sentir mejor. Mi alma ya está volviendo a mi cuerpo. Ya puedo respirar con normalidad. Ya me cal­mé. Ya me calmé. Salto de nuevo al ruedo”.

Este agotador diálogo interno puede durar entre diez y quince minutos, pero sentirse como de una hora o más. Es nor­mal que aumente la sensibilidad, sentir ga­nas de llorar y cansancio excesivo. Algo que es muy difícil de manejar en la vida diaria, al igual que de transmitir porque, de nue­vo, para el ser invisible aparentemente todo está bien. Muchas veces me ha pasado que he tenido que continuar, como si nada, en el trabajo, en el cine, en un concierto. ¿Por qué tiene que ser así? Si algo he aprendido al convivir con una enfermedad mental es que no tengo que atravesar la experiencia sola.

Estos sentimientos de ansiedad y pánico interfieren con las ac­tividades diarias, son difíciles de controlar, son desproporcio­nados en comparación con el peligro real y pueden durar un largo tiempo.

Fuente: www.mayoclinic.org/es

Tercer paso: rompa el estigma, hable de la ansiedad, conecte con otros ansiosos y siéntase acompañado.

Ahora citaré a una amiga de YouTube llamada Brene Brown. Es una conferencis­ta, doctora y académica tejana, conocida por tratar temas invisibles: la culpa, la vul­nerabilidad, y la que citaré a continuación: la diferencia entre la empatía y la simpatía. Empatía es igual a conexión y simpatía es igual a facilismo. Según Brown, cuando una persona practica la empatía, trata de ver las emociones desde la perspectiva del resto, sin juzgar, sin pedirle al otro que se calme, más bien que se exprese: empatía es acompañar.

En la simpatía es común minimizar lo que el otro siente. Tratar de cambiar de tema, voltearlo hacia uno mismo, o sacar la vieja y horripilante carta del silver lining, algo que, al contrario de Bradley Cooper en Silver Linings Playbook, considero nefasto. Nada útil es decir: “Pero hay gente que lo pasa peor”, “Al menos tienes salud”, “Hay gente que está enferma de verdad”. Minimi­zar la ansiedad o depresión o lo que fuere de alguien no hace sentir mejor a esa persona, nos hace sentir más culpables de sentirnos como nos estamos sintiendo. Así que, por favor, la próxima piense dos veces antes de mandarse una palabra de aliento que pueda herir más. Sabemos que hay buenas inten­ciones, pero no ayudan.

Si quiere practicar la empatía, puede pronunciar frases hermosas para nosotros los ansiosos como “No puedo entender por lo que estás pasando, pero te acompa­ño”, “¿Cómo te puedo ayudar?”. Deje que la persona que está padeciendo la crisis le guíe en cómo acercarse y ayudarla, si necesita tiempo, no la presione. Una prác­tica bastante útil es el grounding. Pregún­tele a la persona cómo estuvo su día, qué almorzó; si está ayudando por teléfono, pregúntele dónde está, cómo se ve el cielo. Entienda que durante un ataque de ansie­dad el alma abandona el cuerpo y pasa a formar parte de una caótica nebulosa, y el grounding es asistir al aterrizaje del alma de vuelta al cuerpo. Y abrace, abrace mu­cho. Nada se siente mejor que saber que nuestros amigos o familiares nos aman y nos aceptan tal y como estamos, y que entienden que la ansiedad, o lo que fuere, es una parte de los maravillosos seres que somos.

Cuarto paso: sepa que, como todas las personas, solo buscamos una conexión con los demás.

Cuando se padece una enfermedad mental es común sentirse incomprendido, solo. Lo que resulta curioso porque más de una persona ha atravesado un perío­do, corto o largo de su vida, tratando de disolver los sentimientos y pensamientos fatalistas en su interior.

No tenemos por qué vivir la ansiedad en soledad. ¿Por qué aislarnos? Yo entien­do que es agotador llegar a un nuevo tra­bajo o a un nuevo entorno y tener que ver dónde están el baño o la ventana, los luga­res por donde se puede escapar; o empezar a abrir el caparazón y hablar de algo que no es bien visto y que para muchos es si­nónimo de debilidad. Pero les contaré una anécdota.

En 2016 alimenté demasiado a la bes­tia, creció hasta volverse más grande y fuerte que yo, y me inmovilizó. Me parali­zó. No podía salir de casa, tenía ansiedad social, agorafobia y ya no disfrutaba de nada que implicara renunciar a mi lugar seguro: mi casa. Y la única manera de vencer los miedos que habían brotado de la nada fue enfrentándolos. Me agarró el miedo a viajar en avión, así que compré un pasaje y me fui de viaje. Me agarró el miedo a las multitudes, así que fui a un festival musical en el que hubo más de cincuenta mil asistentes. Y no se engañen, la ansiedad seguía ahí, pero decidí vivir, con todo y ansiedad, con todo y miedos, pero vivir.

Empecé a salir de mi cueva y lo lindo fue descubrir que, mientras más contaba —a mis amigos, colegas y familiares— lo que me sucedía, más acompañada me sen­tía. A casi todos mis amigos les ha agarra­do la ansiedad, a más de uno le ha dado un ataque de pánico en público alguna vez en la vida; un par de nosotros vamos a terapia, no juntos, obvio, pero vamos a la misma psicóloga, y eso es algo gracioso: antes me encontraba con gente saliendo de fiestas y bares, ahora me encuentro con conocidos saliendo de terapia.

Quinto paso: darse todo, TODO, el crédito del mundo.

No les voy a mentir, me ha costado más de dos años aprender a convivir con la ansiedad que me visita de vez en cuando. Conozco mis triggers, gatillos, a la perfec­ción. Sé que, por ejemplo, no puedo dejar de hacer ejercicio o la bestia crecerá. No puedo dejar de ir a terapia o la bestia, ade­más de crecer, me invitará a quedarme con ella en una caja mental en la que están es­critos todos mis miedos. Sé que debo co­mer bien, no tomar más de dos tazas de café al día, no consumir drogas de ningu­na manera ni alcohol, escuchar a la gente hasta donde pueda, y ayudar hasta donde alcance. Sé que debo ponerme primero porque, como dice el cliché: “Si no estoy bien conmigo, no puedo estar bien con el resto”. Darme crédito, y aplausos, y cariño, y gustos: sacarme a comer algo rico de vez en cuando, pagarme un masaje en un spa, encontrarme con la naturaleza. Muy pocas personas entienden el acto heroico que a veces representa el simple hecho de salir de la cama, meditar, hacer ejercicio, bañar­se, arreglarse, comer balanceadamente, meditar, meditar, meditar, y salir a enfren­tar el día confiando en que, un día a la vez, voy a ser más grande que mis miedos y que la bestia se quedará dormida, y pronto, aburrida por no recibir atención y todavía hambrienta, se irá.

Síntomas

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Los signos y síntomas de la ansiedad más comunes:

• Sensación de nerviosismo, agitación o tensión.

• Sensación de peligro inminente, pánico o catástrofe.

• Aumento del ritmo cardíaco.

• Respiración acelerada (hiperventilación).

• Sudoración.

• Temblores.

• Sensación de debilidad o cansancio.

• Problemas para concentrarse o para pensar en otra cosa que no sea la preocupación actual.

• Problemas para conciliar el sueño.

• Problemas gastrointestinales (GI).

• Dificultades para controlar las preocupaciones.

• Necesidad de evitar las situaciones que generan ansiedad.

Fuente: Clínica Mayo.

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