
Al mismo tiempo que este año 2022 se inauguraba, el fugaz renacer de la pospandemia llegaba a su fin. Corta vida resultó tener el amanecer posapocalíptico que terminó con una bofetada de proporciones: una nueva variante que resultó, nada menos, que el virus más contagioso que la humanidad jamás hubiera visto. En pocos días estábamos experimentando otro déjà vu de pesadilla: cientos de eventos familiares cancelados por contagios, caos en los aeropuertos, viajes que quedaron en el limbo…
Al mismo tiempo, la gente con su pertinaz esperanza de nuevos comienzos, a pesar del horizonte pandémico sin final cierto a la vista, alistó sus tradiciones de nuevo año con igual ilusión. ¡Había que renovar cierta fe en la humanidad, solo por esto!
Cientos de monigotes de todos los modelos y tamaños (políticos, superhéroes, monigotes de bolsillo, entre otros) agolparon las calles, a pesar de la prohibición de quemar años viejos en la vía pública. Asimismo, la gente preparaba su ropa interior de colores, sus maletas para correr y asegurar un año de viajes —a pesar de las imágenes de los miles de vuelos cancelados— sus ritos y cábalas para practicarlas aunque sea en las 4 paredes de su cuarentena omicrón.
Yo también, aunque escéptica de todos esos ritos de la suerte, preparé una especie de ceremonia personal con monigote incluido. No era un muñeco tipo vudú, que representara a ningún político, tampoco era una princesa de Disney, como se ha vuelto popular en el mercado de muñecos de año viejo. Era una simple hoja de papel en la que escribí todas las manías que quería desechar de mi interior. Y fue sencillísimo. En menos de tres minutos todo estaba claro. Luego vino la selección de la música que me acompañaría en mi pequeño acto de fin de año. Escogí el “Himno a la alegría”, el cuarto movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven y pensé, como lo hago cada vez que la escucho, que, si algún paraíso existe después de la muerte, la bienvenida será con este himno sonando a todo volumen.
El soundtrack estaba listo y también mi pequeña lista de limpieza emocional y mental escrita a mano con minuciosidad. Alrededor de las cinco de la tarde de ese 31 de diciembre, mi hojita se quemó al son de Beethoven, poco a poco. Era una tarde ventosa y la llama estaba reticente, como reflejo de mi propio interior reacio a sacar esos hábitos y emociones casi atávicas, así que vi mis letras quemarse lento, como una experiencia estética por sí misma. Los restos quedaron en el plato y de repente esas cenizas de mi interior volaron con la siguiente ventisca, sin que yo pudiera atraparlas ni cambiar su destino. Fue un final poético, pensé. Les di una muerte santa y hermosa.
Luego vino el final de la pausa y llegó la vida normal con el sello de marca 2022. Diferente año, vieja piel… eso sí con la certeza de que la piel sí cambia y se transforma si se la moldea y trabaja a diario más allá de los acontecimientos exteriores, las pandemias y los apocalipsis. ¡Feliz año, queridos lectores!