Annie Hall.

Todos necesitamos los huevos. Los primeros 40 años.

Por Juan Fernando Andrade.

Edición 423 / Agosto 2017.

Aunque a Woody Allen no le guste reconocerlo, su película Annie Hall es acaso la comedia romántica más célebre de la historia del cine. A 40 años de su estreno, Mundo Diners busca la historia dentro de la historia y encuentra mucho más de lo que esperaba.

 

“Su prosa es de una incomparable trivialidad. La salva un solo hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida”.

Jorge Luis Borges

 

Woody Allen dice que Annie Hall está sobrevalorada, que su película más co­nocida, la que parece destinada a ser vis­ta por todo el mundo tarde o temprano, está bien, pero nada más que eso: bien. Él preferiría que lo recuerden por La rosa púrpura del Cairo (1985), Maridos y mu­jeres (1992) o Match Point (2005), solo por mencionar tres cintas estrenadas en décadas distintas. Se lo dice a uno de sus biógrafos, Robert B. Wiede, en lo que tra­tándose del cineasta parece una escena robada de la ciencia ficción más absurda: una entrevista para Facebook transmitida en vivo por un canal de YouTube. Tam­bién dice que sabe que tiene una página de Facebook pero que no sabe qué es eso, y que solo ha entrado a YouTube para ver secuencias de sus comediantes favoritos, como Bob Hope, o escuchar discos ente­ros de sus músicos favoritos, como Jelly Roll Morton. Pero nada de esto le resul­ta tan inexplicable como el hecho de que la gente siga viendo Annie Hall o de que, mejor dicho, Annie Hall le siga llegando a la gente después de todos estos años.

Woody Allen escribió el guion de An­nie Hall en dos tandas, antes y después del rodaje de La última noche de Boris Grou­shenko, su sátira sobre la Rusia-Napo­leónica, entre 1975 y 1976, y ni tenía ese nombre ni se trataba de lo que se termi­nó tratando. En los primeros borradores, escritos a cuatro manos junto a Marshall Brickman, la película se llamó Anhedonia en honor al mal que sufriría su personaje principal: un estado psicológico que im­pide a quienes lo padecen sentir placer alguno. En esas versiones tempranas Alvy Singer, el protagonista, un comediante que acaba de cumplir 40 años, se dedica a explicarle al público por qué la vida care­ce de sentido. Al principio, en un célebre monólogo que los fans recitan de memo­ria, Alvy dice esto: “Hay una vieja broma, dos señoras van a un restaurante, la una dice: ‘la comida aquí es terrible’, y la otra dice: ‘¡y las porciones son tan pequeñas!’ Pues bien, así es esencialmente como me siento acerca de la vida, llena de soledad, miseria, sufrimiento, desdicha. Y se acaba demasiado pronto”.

Woody Allen escribe las ideas para sus películas a mano, en hojas de ese pa­pel amarillo que viene en los blocs o en esos pequeños trozos de las libretas de los hoteles o en esas servilletas de restauran­tes, luego mete esos apuntes en una funda que guarda en un cajón junto a su cama y cuando necesita saber cuál será su próxi­mo guion vacía la funda sobre las sábanas y escoge uno. Puede ser algo tan básico como esto: “un hombre tan inseguro que se transforma físicamente en quien ten­ga a su lado para encajar con los demás. Esto: una mujer felizmente casada, emo­cionalmente estable, y sus dos hermanas menores, más bien inseguras y frágiles, perdidas. O esto: mientras asiste a una retrospectiva de su trabajo, un cineasta recuerda su vida y sus amores, la inspira­ción para sus películas”. Aunque esto úl­timo sea la sinopsis de Recuerdos —esa sí su mejor película, estrenada en 1980—, se acerca bastante al argumento original de Annie Hall, la primera de sus cintas “se­rias”, donde la trama y los sentimientos de los personajes se imponen por encima de una cadena de bromas hilarantes, que era como armaba sus trabajos anteriores.

Woody Allen rodó Annie Hall en el verano de 1976, en jornadas que acababan a las cinco de la tarde, hora en la que vol­vía a su apartamento a reescribir escenas que no estaban funcionando en el set o de plano a incluir nuevas acciones en el guion. Escribe a mano, en esos blocs de páginas amarillas, echado en su cama, luego en una máquina de escribir Olym­pia que compró por 40 dólares cuando te­nía dieciséis años, en 1951, y que conser­va hasta ahora. Según el editor de la cinta, Ralph Rosenblum, Allen llegó a la sala de montaje con 40 horas de material y aun así tuvo que volver a reunir al equipo a co­mienzos de 1977 para rodar material ex­tra, luego de verse ahogado en la edición. El primer corte de Annie Hall, solo visto por el director y el editor, duraba cuatro horas; luego hubo uno de dos horas y me­dia, que fue el que Allen compartió con gente de confianza como el coguionista Brickman, y finalmente uno de 93 minu­tos que fue el que llegó a los cines. Un año después, en abril de 1978, Annie Hall ganó cuatro de los cinco Óscar para los que fue nominada, entre ellos, mejor actriz, mejor director, mejor guion y mejor película.

Woody Allen no fue a la ceremonia de los premios de la Academia, se enteró de que había ganado al día siguiente, leyen­do el New York Times, y en ese momento tomó dos decisiones importantes: prohibir a los productores que incluyeran la men­ción de los Óscar en el afiche de la película (al final llegaron a un trato, la incluirían, sí, pero solo en los afiches fuera de Man­hattan, donde Allen no podría verlos) y enviar las estatuillas que le correspondían a casa de sus padres; ellos, que nunca ha­bían querido que su hijo se envolviera en el espectáculo, las pusieron en una vitrina de la sala donde todo el mundo pudiera verlas, y después le reclamaron lo de siem­pre, que nunca se hubiese casado con una linda chica judía. De ahí en adelante la pe­lícula cobró vida propia, superó cualquier expectativa y reventó la taquilla: hacerla costó cuatro millones de dólares y el total de la recaudación fueron 38,3 millones.

Woody Allen dice que Annie Hall está sobrevalorada, que su película más co­nocida, la que parece destinada a ser vis­ta por todo el mundo tarde o temprano, está bien, pero nada más que eso: bien. Él preferiría que lo recuerden por La rosa púrpura del Cairo (1985), Maridos y mu­jeres (1992) o Match Point (2005), solo por mencionar tres cintas estrenadas en décadas distintas. Se lo dice a uno de sus biógrafos, Robert B. Wiede, en lo que tra­tándose del cineasta parece una escena robada de la ciencia ficción más absurda: una entrevista para Facebook transmitida en vivo por un canal de YouTube. Tam­bién dice que sabe que tiene una página de Facebook pero que no sabe qué es eso, y que solo ha entrado a YouTube para ver secuencias de sus comediantes favoritos, como Bob Hope, o escuchar discos ente­ros de sus músicos favoritos, como Jelly Roll Morton. Pero nada de esto le resul­ta tan inexplicable como el hecho de que la gente siga viendo Annie Hall o de que, mejor dicho, Annie Hall le siga llegando a la gente después de todos estos años.

Woody Allen escribió el guion de An­nie Hall en dos tandas, antes y después del rodaje de La última noche de Boris Grou­shenko, su sátira sobre la Rusia-Napo­leónica, entre 1975 y 1976, y ni tenía ese nombre ni se trataba de lo que se termi­nó tratando. En los primeros borradores, escritos a cuatro manos junto a Marshall Brickman, la película se llamó Anhedonia en honor al mal que sufriría su personaje principal: un estado psicológico que im­pide a quienes lo padecen sentir placer alguno. En esas versiones tempranas Alvy Singer, el protagonista, un comediante que acaba de cumplir 40 años, se dedica a explicarle al público por qué la vida care­ce de sentido. Al principio, en un célebre monólogo que los fans recitan de memo­ria, Alvy dice esto: “Hay una vieja broma, dos señoras van a un restaurante, la una dice: ‘la comida aquí es terrible’, y la otra dice: ‘¡y las porciones son tan pequeñas!’ Pues bien, así es esencialmente como me siento acerca de la vida, llena de soledad, miseria, sufrimiento, desdicha. Y se acaba demasiado pronto”.

Woody Allen escribe las ideas para sus películas a mano, en hojas de ese pa­pel amarillo que viene en los blocs o en esos pequeños trozos de las libretas de los hoteles o en esas servilletas de restauran­tes, luego mete esos apuntes en una funda que guarda en un cajón junto a su cama y cuando necesita saber cuál será su próxi­mo guion vacía la funda sobre las sábanas y escoge uno. Puede ser algo tan básico como esto: “un hombre tan inseguro que se transforma físicamente en quien ten­ga a su lado para encajar con los demás. Esto: una mujer felizmente casada, emo­cionalmente estable, y sus dos hermanas menores, más bien inseguras y frágiles, perdidas. O esto: mientras asiste a una retrospectiva de su trabajo, un cineasta recuerda su vida y sus amores, la inspira­ción para sus películas”. Aunque esto úl­timo sea la sinopsis de Recuerdos —esa sí su mejor película, estrenada en 1980—, se acerca bastante al argumento original de Annie Hall, la primera de sus cintas “se­rias”, donde la trama y los sentimientos de los personajes se imponen por encima de una cadena de bromas hilarantes, que era como armaba sus trabajos anteriores.Homenaje--3-3

Woody Allen rodó Annie Hall en el verano de 1976, en jornadas que acababan a las cinco de la tarde, hora en la que vol­vía a su apartamento a reescribir escenas que no estaban funcionando en el set o de plano a incluir nuevas acciones en el guion. Escribe a mano, en esos blocs de páginas amarillas, echado en su cama, luego en una máquina de escribir Olym­pia que compró por 40 dólares cuando te­nía dieciséis años, en 1951, y que conser­va hasta ahora. Según el editor de la cinta, Ralph Rosenblum, Allen llegó a la sala de montaje con 40 horas de material y aun así tuvo que volver a reunir al equipo a co­mienzos de 1977 para rodar material ex­tra, luego de verse ahogado en la edición. El primer corte de Annie Hall, solo visto por el director y el editor, duraba cuatro horas; luego hubo uno de dos horas y me­dia, que fue el que Allen compartió con gente de confianza como el coguionista Brickman, y finalmente uno de 93 minu­tos que fue el que llegó a los cines. Un año después, en abril de 1978, Annie Hall ganó cuatro de los cinco Óscar para los que fue nominada, entre ellos, mejor actriz, mejor director, mejor guion y mejor película.

Woody Allen no fue a la ceremonia de los premios de la Academia, se enteró de que había ganado al día siguiente, leyen­do el New York Times, y en ese momento tomó dos decisiones importantes: prohibir a los productores que incluyeran la men­ción de los Óscar en el afiche de la película (al final llegaron a un trato, la incluirían, sí, pero solo en los afiches fuera de Man­hattan, donde Allen no podría verlos) y enviar las estatuillas que le correspondían a casa de sus padres; ellos, que nunca ha­bían querido que su hijo se envolviera en el espectáculo, las pusieron en una vitrina de la sala donde todo el mundo pudiera verlas, y después le reclamaron lo de siem­pre, que nunca se hubiese casado con una linda chica judía. De ahí en adelante la pe­lícula cobró vida propia, superó cualquier expectativa y reventó la taquilla: hacerla costó cuatro millones de dólares y el total de la recaudación fueron 38,3 millones.

Las chicas que estaban saliendo de la era disco empezaron a usar el look más bien andrógino de Diane Keaton, la otra estre­lla de la cinta, y más de un crítico dijo que Allen había reinventado no solo la come­dia romántica como género sino la mane­ra de hacer cine.

Homenaje-1Woody Allen dice que lo que quería era hacer una película en la que se en­tendiera cómo funciona el cerebro de un ser humano, cómo los miles de millones de pensamientos, ideas, imágenes y re­cuerdos que tenemos a cada segundo se rozan y se tocan y se mezclan y a veces se juntan y a veces se enfrentan y la mayo­ría de las veces desaparecen enseguida de haber aparecido. Una de las escenas elimi­nadas del corte final, por ejemplo, incluía un partido de básquet entre los New York Knicks de la época y un equipo formado por intelectuales como Kafka, Nietzsche y Kierkegaard; en otra escena los personajes encontraban al mismísimo Satán cami­nando por las calles de Manhattan y este les ofrecía un tour guiado por el infierno, donde encontraban al presidente republi­cano Richard Nixon viviendo entre las lla­mas. Esas cosas pueden pasar tranquila­mente por la mente de —casi— cualquier persona, pero dice Woody Allen que lo único que parecía importarle a la gente a la que le mostraba la cinta era la relación entre Alvy y Annie. Quizá la gente creía y siga creyendo que entender cómo funcio­na el amor es ya entender bastante.

Woody Allen debe sentir que es por lo menos injusto que su película más fa­mosa sea esa en la que todo le salió mal, esa que debió volver a filmar después de acabada solo para mutilarla luego. El mo­nólogo del final, otro clásico de los fans, se le ocurrió horas antes de cerrar la edi­ción. Annie y Alvy vuelven a encontrar­se por casualidad afuera de un cine, días después se toman un café, conversan, se ríen, y cuando se despiden y él ve cómo ella se aleja y se pierde por la vereda, lo es­cuchamos decir esto: “Se hizo muy tarde y ambos tuvimos que irnos, pero fue ge­nial ver a Annie de nuevo, ¿verdad? Me di cuenta de que era una persona increíble, de cuán divertido había sido solo cono­cerla y pensé en esa vieja broma, ustedes saben, un tipo va donde su psiquiatra y le dice: ‘Doc, mi hermano está loco, piensa que es una gallina’. Y el doctor dice: ‘Bue­no, entonces, ¿por qué no lo trajo?’ Y el tipo contesta: ‘Lo haría, pero necesito los huevos’. Bueno, creo que es así como me siento acerca de las relaciones, ya saben, son totalmente irracionales, locas, absur­das, pero las seguimos teniendo pues por­que al final la mayoría de nosotros necesi­tamos los huevos”.

Woody Allen escribió un largo obitua­rio para el New York Times cuando murió el director sueco Ingmar Bergman, el ci­neasta más prolijo que conoció en su vida (en Estados Unidos, Bergman era conoci­do simplemente como “El director favori­to de Woody Allen”). Al comienzo partió con esto: “Bergman me dijo una vez que no quería morir en un día soleado, y al no haber estado allí, solo puedo esperar que haya tenido el clima plano con el que todo director sueña”. Y siguió con esto: “Se lo he dicho antes a la gente que tiene una visión romántica sobre el artista y piensa que la creación es algo sagrado. Al final, tu arte no te salva”. Y es verdad, sin im­portar lo glorioso de sus obras, los artistas se mueren igual, expiran, se acaban, pero por lo menos a mí me gusta pensar que cada vez que volvemos a ellos, ellos tam­bién vuelven a nosotros y vuelven a vivir en cualquier parte. Woody Allen partirá algún día pero cada vez que alguien vea sus películas volverá a vivir entre noso­tros, aunque claro, como él mismo dice: No quiero vivir en los corazones de la gente, quiero vivir en mi apartamento”.

Woody Allen dice que entre todo lo que le ha plagiado a Bergman quizá lo más evidente sea algo que solo puede entenderse como ética de trabajo, y que consiste básicamente en realizar un acto de disciplina, en hacer la mejor película que puedas hacer en ese momento para olvidarla durante el próximo segundo y empezar con la siguiente: Bergman diri­gió alrededor de 60 largometrajes para no pensar demasiado en cada uno, y Allen lleva ya más de 50 por la misma razón: Si no me puedo medir con su calidad, al menos me puedo acercar a su cantidad”, escribió para cerrar el obituario del Times. Siguiendo ese principio, para sobrevivir un artista debería ser capaz de olvidar todo lo que hace y estaría en la obligación de negarse la posibilidad de mirar hacia atrás; un artista, entonces, existiría solo en la medida en la que existe su obra más re­ciente; pero cuando acaba una obra y esa obra ya no es suya sino de la gente se ex­pone al peligroso cariño de esa gente, esa gente que piensa que un artista solo es eso que hizo en algún momento, eso que nos acercó a las figuras que se mueven en la pantalla y hasta nos hizo sentir parte de la historia o mejor al revés: esas pelícu­las que nos hacen sentir y pensar y has­ta creer que son nuestra historia filmada. Annie Hall tiene eso, al final uno cree que ha pasado por lo mismo o que eso mismo es lo que le está pasando o que algún día quisiera pasar por lo mismo.

Woody Allen tal vez no logró todo lo que quería o nada de lo que quiso lograr en Annie Hall, pero logró algo más im­portante todavía: hizo que nos enamorá­ramos de ella tanto como el propio Alvy y con eso lo logró todo porque ese amor pa­rido a la luz parpadeante de la pantalla era un amor real o las ganas de sentir un amor real por fuera de la pantalla, las ganas de vivir, de que nos pasen cosas; y cuando una película no solo se parece a la vida sino que la gatilla y la potencia nos hace entender mejor o de manera más clara qué es lo que nos está pasando. A veces es así: hay que verlo en los otros para enten­derlo en nosotros. De repente el odio que siente el viejo Woody por esta película es precisamente lo que le corresponde sentir. Después de ganar fama como comediante se plantea hacer una película existencia­lista sobre el pensamiento humano, fra­casa y va sacando sus ideas porque nadie las entiende y se va quedando con lo que complace a los demás. Woody Allen, el in­dependiente, el amo y señor de sus filmes, termina traicionándose a sí mismo y ven­diéndose para que la película pueda ser. Y la odia porque resulta que la vida no se parece a sus pensamientos más elevados sino a sus pasiones más simples.

Woody Allen e Igmar Bergman habla­ban solo por teléfono, el sueco lo invitó varias veces a Fårö, la isla en el mar Bálti­co donde vivió y murió, pero Allen nun­ca quiso ir porque le incomodaba la idea de tener que viajar en un avión pequeño hasta allá. Sus conversaciones eran largas y casi siempre acababan y empezaban ha­blando de películas propias y ajenas. Berg­man le decía por teléfono que la opinión que tuvieran los demás sobre sus cintas le importaba, sí, pero no por más de treinta segundos; que para dormir veía películas que no lo hicieran pensar, como las de Ja­mes Bond; que a veces tenía este sueño: llegaba al set y no podía decidir dónde poner la cámara: El punto es que sé que soy muy bueno en esto y que lo he hecho durante años, ¿alguna vez has tenido estos sueños nerviosos?”, le decía Igmar Berg­man a Woody Allen por teléfono. En los afiches de Annie Hall que llegaron a Eu­ropa se leía la leyenda Un amor nervioso y en ella se encuentran creo yo esas cosas que Allen amaba del cine de Bergman: el valor de la moral, el amor, el arte, el silen­cio de Dios, la dificultad de las relaciones humanas, la agonía de la duda religiosa, el fracaso al que parecen destinados todos los matrimonios y la inhabilidad para co­municarnos unos con otros.

Woody Allen conoció a Diane Keaton cuando ambos protagonizaron la ver­sión teatral de Sueños de un seductor en Broadway, a comienzos de los setenta, pero fue ella la que se enamoró primero. Según Keaton, hizo todo lo posible para que Allen se fijara en ella no solo como actriz sino más que nada como mujer. Y ese amor, que duró poco pero luego se convirtió en una de las amistades más largas y firmes de la historia del cine, lo cambió todo. Antes de conocer a Keaton (la persona que más le hace reír), dice el director, concebía las películas siempre desde el punto de vista del hombre, pero después de haber pasado por ella y de que ella hubiera pasado por él empezó a escri­bir desde los ojos de las mujeres, un giro del que todos hemos salido beneficiados y ahí están para probarlo cintas como Hannah y sus hermanas (1986), Poderosa Afrodita (1995) y Vicky Cristina Barcelo­na (2008), por nombrar tres películas que son conducidas a muy buen puerto por personajes femeninos y que, dicho sea de paso, su director también pone por enci­ma de Annie Hall. Somos nosotros los que ponemos Annie Hall por encima de todo lo demás, no solo de las películas de Woo­dy Allen sino de todo lo demás también.

Annie Hall cumplió 40 años el pasado 20 de abril. Como era de esperarse, no hubo festejo ni mucho menos y a su direc­tor no se le pasó por la cabeza —o quizá no lo permitió— sacar una edición de aniver­sario para coleccionistas que incluyese, por ejemplo, todas esas escenas borradas que nunca vimos (aunque algunas volverían en películas posteriores; la escena del infierno está en Desmontando a Harry, de 1997). Lo que hubo, sí, fueron muchas fiestas digita­les en Internet. A mí me llegó como archi­vo adjunto a un correo el guion original, posteado con la siguiente fecha: 2 de agosto de 1976. Tiene 120 páginas, es decir media hora más que la versión que conocemos. En la última escena vemos a Alvy en una florería reclamándole a la chica que lo atiende porque compró un ramo de rosas blancas que murieron en cuanto llegó a su casa, y él quiere flores vivas. Entonces entra Annie y es ahí cuando y donde ocurre el encuentro casual. Ambos se quedan un poco desubicados hasta que comienzan a conversar. “¿Eres feliz?”, pregunta él. “De­beríamos almorzar algún día”, dice ella. El tipo con el que está saliendo ahora, muy parecido físicamente a Alvy, la está espe­rando, y él tiene que llegar con las flores blancas a una cita. “Como amigos, sin pre­sión”, dice Alvy. “Amigos”, repite Annie. Se dan la mano. Ella se va con su nuevo novio. Hoy me gusta más este final porque él sigue enamorado de ella. Quizá más que noso­tros.

 

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