Por David Guzmán.
Edición 431 – abril 2018.
El guayaquileño Ángel Pulla, deportista de élite y preparador físico de las Fuerzas Armadas del Ecuador, nunca imaginó los giros que tendría que dar su vida para llegar hasta donde llegó. La suya no es una historia fácil pero, al final, como en un cuento de guerra, hay una victoria.
Lunes 24 de enero de 1995. El conflicto del Alto Cenepa es un hecho. Ese día Perú moviliza sus tropas y, por su parte, la Fuerza Aérea Ecuatoriana (FAE) prepara su flota para el combate inminente. El miércoles 25, el Ecuador militariza la cordillera del Cóndor, sobre la cuenca del río Cenepa, en territorio peruano. Para el viernes 27, tanto el Ecuador como Perú han desplegado todas sus tropas a la línea fronteriza. Se avecina un enfrentamiento total.
En la guerra del Cenepa se movilizaron más de 140 mil soldados y el guayaquileño Ángel Roberto Pulla Páez fue uno de ellos. Con solo veintiún años de edad y ni siquiera doce meses cumplidos en el servicio militar lo destinaron a su lugar de combate: Batallón Selva 61.
“En 1992, cuando decidí entrar a las Fuerzas Armadas y comenzar mi vida militar, nunca imaginé que iba a estar en una guerra. Nunca pensé escuchar disparos y bombardeos tan cerca de mí. En un lugar muy hostil. Estábamos en medio de la selva, con fango hasta la garganta. Veíamos compañeros muertos todos los días y tuve mucho miedo. Soldado que diga que no tuvo miedo en la guerra del Cenepa está mintiendo”, cuenta Ángel, que habla con acento costeño, suelto, y lanza una mirada seria pero transparente.
El alto Cenepa estaba sembrado con minas antipersonales, como ocurre en cualquier territorio bélico donde es difícil divisar al enemigo. El soldado Pulla, que había recibido entrenamiento para desactivar ese tipo de minas, ya había visto a dos de sus compañeros mutilados por las explosiones: el capitán César Díaz y el subteniente Jaime Castillo. “Sangre de mis compañeros corrió por mis manos”, cuenta, “yo vi minas antipersonales destrozar piernas. Después de vivir esos episodios, le dije a un amigo del batallón: si algo me sucede y salgo de aquí como él, pégame un tiro”.
Jueves 26 de febrero de 1995. Eran las nueve de la mañana cuando Ángel escuchó al enemigo. “Oí claramente que había personas cortando árboles al otro lado del destacamento. Notifiqué esta actividad de inmediato al subteniente, que nos mandó al cabo Miguel Aguagüiña y a mí a verificar el sector”. Los soldados avanzaron lentamente por la fangosa selva, cargando una masa de aire sobre el pecho que les impedía respirar. Con cada paso que daban, el ambiente se tornaba cada vez más turbio. “Yo presentí algo. Le dije a mi cabo que retrocediéramos, aunque en el fondo sabía que a esas alturas no era una opción”.
El cabo Aguagüiña sintió los nervios que invadían a Pulla y decidió cambiar de posición, colocándose delante de él. Los soldados avanzaron con mucha precaución, mientras con un machete cortaban el monte para verificar que no hubiese minas enemigas. Parecía no existir peligro alguno, los ruidos que se escuchaban desde el destacamento podían ser solamente animales saltando en el monte o el viento riéndose de los soldados. De repente, Aguagüiña frenó el avance, se quedó congelado, completamente paralizado. El enemigo estaba a pocos metros. Justo al frente de ellos.
Los soldados peruanos estaban en un momento de descanso. Camisetas fuera, fusil a la espalda y bandana en la cabeza; presa fácil para atacar por sorpresa, pensaron los ecuatorianos. “Mi instinto era atacar, robar el armamento y llevarlo de vuelta como trofeo de guerra”, cuenta Ángel con toda sinceridad. Pulla dio el primer paso, su rifle en posición, cuando la mano de Aguagüiña lo detuvo tomándolo del hombro. Ambos soldados vieron delante de ellos un cable sujeto entre un árbol y un palo podrido: era una mina antipersonal.

Aunque ambos habían recibido formación para desactivar minas de ese tipo, fue Ángel quien tomó la iniciativa. Se puso en cuclillas, giró su cuerpo para tomar la mina y, de repente, vio el fuego más intenso que jamás había visto salir de la tierra, justo debajo de él. La explosión disparó a los soldados varios metros sobre el aire. Sin saber realmente lo que había sucedido, Ángel le pidió desesperadamente a su cabo que regresaran a su base, ya que el enemigo los atacaría enseguida. Aguagüiña se puso de pie, colocó el brazo de Pulla en sus hombros y lo levantó. En ese momento, Ángel se dio cuenta de que su pierna colgaba destrozada de un trozo de piel. “Todo fue cuestión de segundos, todavía no sentía dolor”.
Salieron de la selva tan rápido como pudieron. Al principio, Pulla saltaba en una pierna, sostenido del brazo de su compañero, pero luego Aguagüiña tuvo que cargarlo en su espalda para acelerar el paso. “Necesito refuerzos, el soldado Pulla se voló una pierna”, gritaba el cabo por el intercomunicador.
Cuando finalmente llegaron al campamento, todo el personal salió para asistir al soldado herido. Lo subieron a una camilla y, mientras corrían para sacarlo del lugar, un pedazo de pierna se le enganchó en una rama. “No había sentido dolor hasta ese momento”, dice Ángel, “el tejido de mi pierna se estiró y sentí la sensación más dolorosa de mi vida. Es indescriptible. Grité con todas las fuerzas que me quedaban. Realmente pensé que iba a morir”.
El soldado Pulla fue trasladado en helicóptero al hospital de Patuca y posteriormente al hospital Militar en Quito, donde le amputaron una pierna y le instalaron una prótesis. “Estaba consciente de que era una persona afortunada por estar con vida, pero en ese momento no le veía sentido a nada. Pensé que nunca más caminaría, imaginé que mi vida quedaba ahí; por mucho tiempo pensé que me convertiría en un indigente de la calle que pide limosna”.
Antes de entrar a la vida militar, Ángel era un deportista innato. Un triatleta con condiciones físicas envidiables, que lo condujeron hacia la milicia, pero después del accidente Ángel perdió el rumbo. “No veía la salida. Me sumergí en el alcohol. Pasaba todo el tiempo borracho. Hice quedar mal a las Fuerzas Armadas y a mi familia. Con el tiempo me di cuenta de que Dios tenía un propósito mayor conmigo, pero antes de saber eso, me di muy duro contra el suelo”.
Ángel siguió perteneciendo a las Fuerzas Armadas como héroe del Cenepa, y fue en esa condición que lo internaron en un centro de rehabilitación para que tratara su alcoholismo. Al principio, Ángel se mostró escéptico y desconfiado pero, con las charlas y reuniones, algo empezó a cambiar dentro de su cabeza; la limitación se convirtió en oportunidad y el pasado fue quedando atrás. “Mi tratamiento se convirtió en mi catapulta. Mi manera de afrontar la vida dio un giro total”, dice Ángel con brillo en los ojos, “me sentía positivo, me sentía completo. Volví a tener la energía que nunca creí que iba a recuperar y nada ni nadie me iba a dejar postrado. Necesitaba canalizar esto en mi día a día”.
Ángel cambió su hábito alcohólico por una rutina de ejercicios, y se convirtió en un hombre de familia. “Sinceramente, correr nunca fue una opción real en mi cabeza. Lo veía casi imposible, así que comencé a levantar pesas. Este tipo de entrenamiento hizo que cada vez me sintiera mejor, una vez más estaba en excelente forma física, así que decidí probar mi trote en caminadoras. Comenzó con dolor por la prótesis, pero me di cuenta de que podía ir más rápido de lo que imaginé. En ese momento de mi vida, nació mi segundo hijo, él se convirtió en mi mayor inspiración. Recuerdo que cuando lo paseaba en su coche, comencé a correr en el asfalto. Me cansaba cada veinte metros, me dolía muchísimo la pierna, pero poco a poco fui mejorando”.
En mayo de 1999 Ángel participó en su primera carrera. Fue una competencia corta de cinco kilómetros en la que la FAE incluyó a los discapacitados en la categoría de mujeres y niños. Aunque Ángel llegó “último de los últimos”, con la ambulancia detrás y el estadio casi vacío, ya había ganado: terminar la carrera era la verdadera victoria. “Ese es un día que lo tengo tatuado en la memoria. Nunca voy a olvidar la llegada a la meta en el Atahualpa. Cuando anunciaron mi llegada por los altavoces, la gente que quedaba se levantó a aplaudir. Me salían lágrimas de felicidad. Ese fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Superar mi condición, superarme a mí mismo y cumplir la meta que me propuse”, cuenta Ángel mientras su voz coquetea con quebrarse.
Desde ese momento, la carrera de Ángel Pulla tomó vuelo hacia el éxito. Se convirtió en el primer ecuatoriano en tener una prótesis de fibra de carbono especial para deportistas de élite, que le entregó el Ejército ecuatoriano como reconocimiento a su temple de soldado y, sobre todo, como apuesta a su enorme potencial para convertirse en uno de los atletas paraolímpicos más importantes del país.
Ángel Pulla respondió a las expectativas de manera increíble. Ha representado al Ecuador en competencias internacionales en Brasil, Colombia, Perú y Estados Unidos, en este último consiguió el quinto lugar en los 42 kilómetros del Maratón de Nueva York; entre sus preseas destaca una medalla de oro en los 2 500 metros planos en el Paranacional de Medellín. Dentro y fuera del país Ángel ha participado en un sinnúmero de competencias y completó tres carreras Ironman, un circuito que demanda el más alto rendimiento de los atletas de élite. “Llevar los colores del Ecuador por el mundo me enorgullece mucho. Puedo decir que no solo defendí a mi patria en la guerra, también lo hago en el asfalto”.

en un deportista de élite que ha dejado en alto el nombre del Ecuador en varias
competencias.
Después de veintitrés años de servicio, Ángel se retiró de la vida militar y la FAE le otorgó una beca de estudio. Ángel es ahora, a los 43 años, licenciado en Cultura Física y entrena a jóvenes que aspiran a ser militares y policías en su centro de acondicionamiento Héroes del Cenepa, en Machala. “Nunca pensé que diría esto: quedarme discapacitado me abrió puertas que nunca creí posibles. Encontré en el deporte una salida a mi alcoholismo, a mis traumas y problemas personales. Yo pensé que no volvería a caminar, mucho menos a correr, volar por los aires, representar a mi país y competir por medallas. Cada día estoy más convencido de que no existen cosas imposibles, solo personas incapaces. Tenemos que derribar esas barreras mentales y convencernos de que lograremos lo que nos proponemos. Es la única manera de vencer”.