Ángel Pazmiño: Mid-Century Andean Modern.

Por Rodolfo Kronfle Chambers.

Fotografías: cortesía.
Edición 461 – octubre 2020.

Fotografía: Gonzalo Vargas.

Esas tres palabras resumen lo que aquí les contaré. El título va en inglés no solo porque “estilo andino-moderno de mediados de siglo” suena fatal, sino porque me resulta fascinante la paradoja que encierra esta descripción —referenciando localmente un canon estético internacional— como descripción certera de la obra que desde los años sesenta desarrolló este “mueblista” nacido en 1926 en Machachi (provincia de Pichincha, Ecuador). No estoy habituado a escribir una reseña en tono informal pero varios factores me empujan a ello: por un lado, haber investigado este tema tiene que ver con la esfera siempre vaporosa de los recuerdos; por otro, los datos disponibles —aún dispersos y recabados en plena pandemia— no me permiten afinar las cosas con un rigor mayor.

Si bien algunos me conocen como curador e historiador de arte, tengo varias aficiones relacionadas, una de ellas es por el diseño moderno. Y aquí les resumo la anécdota semilla que me hizo perseguir este hilo: en la segunda mitad de los ochenta, entre mis dieciséis y diecinueve años, solía visitar la Galería del Puerto del marchante Juan Hadatty; no era en realidad una galería de arte, sino un par de departamentos puerta-con-puerta en un edificio del centro de Guayaquil. Lo recuerdo como un sitio polvoriento repleto de cuadros en el piso (¡cientos!), arrimados a las paredes como si fuesen vinilos. Yo disfrutaba ir pasando uno por uno, atisbándolos rápidamente de manera oblicua. Si me detenía en alguno, Hadatty lo separaba y lo llevaba a la minúscula salita dispuesta en un claro dentro de un casi intransitable bosque de obras. Este ritual culminaba en una conversación sentados ahí. Más que conversación era una sesión de preguntas y respuestas que, vistas en perspectiva, fueron mis cursos introductorios al arte ecuatoriano. ¿Pero adónde voy con esto? El punto es que la salita aquella estaba compuesta de unas butacas que me llamaban la atención por ser modernas y rústicas a la vez, tenían un marco de madera visto de líneas escandinavas elegantes y un cuero crudo llano templado en el asiento y respaldo. Eran cómodas pero bulliciosas, dado que el cuero (que en ese entonces era de suela de zapatos) crujía sonoramente al estirarse con cualquier acomodo del cuerpo. Aunque me lucían extrañas en esa época, yo guardaba un vago recuerdo mucho más temprano de ellas: mis padres también tenían unas en casa cuando yo era niño.

Pero volvamos al presente. Durante los días de mayor impacto de la covid en Guayaquil, encerrado en casa y repasando los lotes por martillarse en casas de subasta internacionales, me encontré otra vez con estos muebles. Pero tenían algo distinto a lo que yo recordaba: en estos el cuero estaba repujado con motivos precolombinos. Un par de búsquedas adicionales me llevó a ver las ventas previas de varias creaciones del ebanista ecuatoriano Ángel Pazmiño, y por las cuales habían pujado coleccionistas de Europa y Norteamérica.

En mi sistema intuitivo de estar atento a coincidencias que no son tales, procuré comunicarme con algún familiar que lo sobreviviera para entender mejor cómo nació el diseño de este mobiliario de líneas danesas en el corazón de los Andes. A los diez minutos me encontraba al teléfono con Jaime, uno de sus cuatro hijos, que me dejó atónito cuando me dijo: “Mi papá sigue vivo y ya mismo cumple 95”.

Sillas de caoba, nogal o laurel dieron prestigio y fama a Ángel Pazmiño.

Rooms-to-go (o Ikea en las alturas)

Don Ángel se radicó en Quito a sus dieciocho años en 1944. Ante mi insistencia por lograr una cronología fiable, sus hijos comenzaron a organizar sus archivos, donde reposan plantillas, patrones, un sinfín de diplomas, recortes de prensa y fotografías con personalidades de varios países. En unas aparece recibiendo la bendición de Juan Pablo II, a quien le fabricó la silla blanca que usó durante la misa campal en el parque de La Carolina, y otra que le obsequió en el encuentro de la plaza de San Francisco durante su visita de 1985 (Pazmiño hizo una segunda como recuerdo para la familia, pero al papa le gustó tanto que se llevó las dos).

Nuestro tallador comienza a hacer muebles clásicos con gran habilidad desde inicios de los sesenta, pero a partir de 1967 reproduce diseños modernos que atrajeron tanto a los extranjeros en el Ecuador que estos le pidieron que los hiciera desarmables para facilitar su transporte cuando regresaran a sus países. Y es ahí donde se manifiesta su inventiva particular que la distingue de modelos afines como la Hunting Chair (1950) de Børge Mogensen, por ejemplo. Su sello personal fue el sistema de juntas vistas que concibe como parte del diseño mismo, y que se aseguraban con tacos cilíndricos cortos, muy fáciles de poner o remover. En sus propias palabras: “Este trabajo lo puede realizar un niño”, notando, además, que “por este motivo mi nombre ha sido muy comentado internacionalmente… en un cartón de 80 x 90 x 12 cm caben dos sillones, fáciles para las exportaciones”.

Sus sillas de caoba, nogal o laurel gustaban tanto que su fama corría de boca en boca. Embajadores y diplomáticos de varios países, funcionarios de multinacionales y demás clientes llegaban a su casa o lo llamaban por teléfono para encargar no solo juegos de sala, sino dormitorios, bares y demás. Velasco Ibarra, Otto Arosemena, Bombita y León, todos se sentaron en su “mecedora presidencial” —de respaldo más alto— con el emblema patrio repujado.

A partir de 1969 añadió aquella segunda característica autoral, incorporando elementos gráficos de las culturas originarias del continente, reviviendo “el antiguo y aristocrático arte del repujado en cuero”, como lo describió una crónica periodística de 1970 en El Comercio, y que aprendió del maestro talabartero Ignacito Ortiz Jr., especialista en monturas. Esto tiene una relevancia cultural interesante como un paralelo —en artes utilitarias— al movimiento ancestralista de arte moderno que había cobrado auge en el país durante toda la década de los sesenta, y que aún se proyectaba con vigencia en aquel entonces. Artistas como Tábara, Maldonado, Villacís, Almeida y Espinel lideraban un movimiento estético portador de invocaciones al pasado remoto, ya sea reinterpretando las grafías encontradas en piezas arqueológicas, o mediante poéticas reminiscencias telúricas que, mayormente en lenguajes pictóricos matéricos, reconfiguraron con propósitos identitarios propios las tendencias informalistas europeas.

La actividad gremial como artesano marcó la trayectoria de Pazmiño no solo como dirigente destacado, sino también en la dinámica comercial que posicionó sus creaciones. Desde 1967 en adelante llevó una agitada actividad en ferias, cosechando premios y diplomas en casi todas ellas. En 1970 viajó a México a una feria internacional por el Mundial de Fútbol y aprovechó para visitar el Museo Antropológico, ampliando su interés por las culturas precolombinas más allá del Ecuador, lo que lo llevaría a ya no solo reproducir elementos cañaris o manteños, sino figuras y símbolos aztecas e incas.

Los viajes se multiplicaron y en todos ellos mantuvo un ojo atento a las culturas locales buscando nuevas fuentes de motivos indígenas. En 1971 fue para Argentina, donde entregó una silla al dictador Alejandro Lanusse en la feria de Córdoba; en 1971 a Lima, en 1972 y 1974 a Colombia, en 1978 a Venezuela. Su talento llamaba tanto la atención que en 1973, estando en una feria en Alemania, “fue requerido por la Escuela de Bellas Artes de Berlín para ser profesor de ese instituto”, según recoge diario El Tiempo el 18 de octubre de ese año. Santiago, Washington, Miami y hasta Nueva York, donde fue invitado en 1970 a una exposición organizada por Galo Plaza Lasso en la Organización de Estados Americanos (OEA).

En una nota de diario El Comercio del 4 abril 1971 se relató la adquisición que hizo en el hotel Quito el presidente de la República Federal Alemana (RFA), Gustav Heinemann, de un juego de muebles “primorosamente tallados a mano por el maestro Ángel Pazmiño”. En esa misma ocasión, el entonces vicecanciller Walter Scheel, presidente de la RFA entre 1974 y 1979, no se quedó atrás y también se llevó los suyos. El encargo y las demandas del mercado fueron ampliando el repertorio simbólico que reproducía con la técnica de repujado que había aprendido para solucionar el problema del ruido del cuero en sus primeros diseños. Aparecen entonces motivos orientales, escenas bucólicas o de folclore costumbrista, escudos nacionales y hasta una mecedora comisionada con el logo de la NASA. Los caprichos del comprador dictaban las pautas.

Los hijos de don Ángel —todos profesionales formados gracias al tesón de sus padres— ponderan la labor de su madre Ana Julia Santos como indispensable en esta historia. Ella fue modista de alta costura (hacía los vestidos de las esposas de miembros del gabinete) y aún lo acompaña con sus 93 años. Doña Julia se encargaba de las relaciones públicas y de las negociaciones con los clientes.

Aunque la obra de este personaje requiere aún de una valoración e investigación más dedicada, lo que se hace evidente es que varios de sus diseños merecen estar exhibidos a la par que nuestras colecciones de arte moderno: ya es tiempo de que haya departamentos especializados en artes aplicadas en los museos locales que amplíen y promuevan registros creativos pasados por alto.

No sé cómo lo hizo, pero en plena pandemia y con las restricciones de circulación, mi amigo, el fotógrafo Gonzalo Vargas, se trasladó con cámara, trípodes, luces y telón para sacarle un magnífico retrato a don Ángel. Le había pedido que con urgencia le tomase una foto sentado en una de sus sillas. Aunque su mirada ya puede parecernos perdida, creo que en la imagen destacan más las manos, tal vez esas sean el verdadero depósito de sus memorias, que quedan, además, escritas de su puño y letra en las páginas de un sencillo cuaderno.

Don Ángel, acompañado por su esposa, obsequió en Quito al papa Juan Pablo II una silla construida especialmente para el pontífice.
Bar diseñado por Pazmiño.
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