Andalucía. Una España con aires de ultramar.

Por Sandra Yépez Ríos.

Edición 421 / Junio 2017.

 

VIaje---Andalucia---1

En la región más austral de la península ibérica, ahí donde los atardeceres son rojos y todos los pueblos blancos, las huellas de otros tiempos y otros mundos sobreviven en cada rincón.

Comienza esta historia con una par­tida, arrastro mi maleta dejando atrás las ajetreadas calles de Madrid. En la famosa estación ferroviaria de Atocha me espera un tren que me llevará a los confines más australes del continente europeo. Parto rumbo al sur, tan al sur como se pueda lle­gar en Europa, tanto que hacia el final de mi largo viaje, de pie frente al mar, he de ver con nitidez la costa de Marruecos. Voy camino a las playas donde, según el mito, Hércules con su fuerza separó Europa de África y desde donde, según la historia, zarparon las carabelas de Colón para des­cubrir nuevos mundos. Arranca mi tren desde Atocha con destino a Andalucía.

Tengo veintidós días para explorar una de las comunidades autónomas más bastas de España; al cabo de un par de ho­ras ya he dejado Madrid y he arribado a mi primera parada. Son las 15:00 y Cór­doba me recibe dormida. Aquí en el sur la siesta es una costumbre que se respeta con rigor. A partir de las 14:00 la mayoría de los comercios cierra, las calles se vacían y todos se guardan tras sus puertas. Solo cuando dan las 17:00 la gente vuelve poco a poco a poblar la ciudad y llenarla de tan­ta algarabía, que solo se calmará otra vez pasada la medianoche.

Córdoba es bonita incluso cuando duerme, o especialmente cuando duerme y se escucha el agua correr por las fuentes de los múltiples jardines internos de sus blancas casas apretujadas entre callejuelas de piedra. El silencio pende en el aire y el aire huele a naranja, un aroma que se expande por todo lo ancho de Andalucía.

Cuando en el año 711 los califatos ára­bes comenzaron a conquistar la península ibérica y establecer un imperio musulmán en España, que duraría cerca de ocho siglos, una de las múltiples innovaciones que intro­dujeron aquí fue su experticia en la agricul­tura y la jardinería, y con ella un gran núme­ro de plantas como el robusto y pintoresco árbol de naranjo, que hasta hoy es una de las estampas clásicas de Andalucía.

Córdoba es una ciudad andaluza ubicada a orillas del río Guadalquivir.
Córdoba es una ciudad andaluza ubicada a orillas del río Guadalquivir.

En Córdoba los árboles habitan has­ta en los más apretados callejones de su centro histórico. Están siempre cargados, como si todos en la ciudad disfrutaran más de contemplarlos que de robarles un fruto. Siguiendo el hechizo de su aro­ma me dejo llevar hasta dar con el hogar de todos los naranjos: la mezquita de Córdoba o para ser precisos la mezquita-catedral de Córdoba.

El célebre edificio, que en su interior al­berga un bello patio lleno de árboles, es la evidencia de la intrincada historia andaluza. Fue una basílica visigoda hasta que en el año 785 los musulmanes erigieron sobre sus rui­nas tan enorme mezquita, que por muchos siglos solo fue superada por la Meca. Poste­riormente, cuando los cristianos recupera­ron estas tierras le agregaron decoraciones, imágenes católicas y la declararon catedral. Hoy los siglos de mutaciones se reflejan en su ecléctica apariencia: una espectacular mezquita islámica con cúpula de iglesia cristiana que convoca visitantes de todos los credos. La mezquita es una de las múltiples huellas del pasado musulmán de España, huellas que, como descubriré, se extienden por todo el territorio andaluz.

Tras algunos días de escénicas camina­tas junto al río Guadalquivir en Córdoba, el frío me espera en la serrana ciudad de Granada. Fría pero encantadora, Granada se expande entre colinas y pendientes. Día y noche está llena de turistas ansiosos por visitar la joya de la ciudad, aunque un buen número de ellos no llegará a verla. Para en­trar a la célebre Alhambra, emblema de la herencia árabe, hace falta reservar un cupo con varios días de anticipación y quien no lo sabe corre el riesgo de quedarse fuera. Así de estrictas son las cosas en el sitio tu­rístico más visitado de toda España.

Enclavada en la punta de una monta­ña que tiene Granada a sus pies, la Alham­bra es un fascinante conjunto de edifica­ciones: palacios, jardines y fortalezas de unos doce siglos de antigüedad.

Aunque hay evidencias de ciertas cons­trucciones previas a la llegada de los califa­tos, y aunque después de la reconquista la Alhambra pasó a ser usada también por los reyes católicos, su personalidad árabe se im­pone a través de la historia. Desde sus for­midables jardines llenos de piletas y flores hasta sus majestuosas fortalezas militares y sus muros cargados de poemas en árabe an­tiguo, esta ciudad palatina es el epítome de la arquitectura y el arte musulmanes.

Vista interior de la Alhambra.
Vista interior de la Alhambra.

Abajo, la Granada moderna tiene ya una personalidad más castellana y más católica, aunque su cotidianidad conser­va un aire ultramarino a consecuencia de los flujos migratorios desde África, de tal modo que no es difícil hallar casas de té con clientes hablando en árabe o restau­rantes ofreciendo comida magrebí.

Luego de la visita de rigor a la Alham­bra, continúo mi trayecto por el mundo andaluz. Paso de Granada a Málaga, de Málaga a Cádiz, de Cádiz a Sevilla, y en el camino me pierdo en el embriagador pai­saje de la sierra de Grazalema y el embrujo de sus encantadores pueblos blancos. Pe­netro en esta España y, paradójicamente, mientras más avanzo más cerca de otras costas me siento. Esa aura del mundo ára­be me rodea donde quiera que voy.

Cuando comparto mis reflexiones con mi buena amiga Teresa Iniesta, ella se apresura a aclararme las cosas: “Los an­daluces no tenemos ‘herencias’ árabes, los andaluces somos árabes. ¡Vamos!, los es­pañoles todos somos moros”, me dice con ese particular acento suyo que, a pesar de los años fuera de Andalucía, nunca perdió ese ritmo propio del sur.

El árbol genealógico de Teresa tiene todas sus raíces enterradas en Algeciras, la provincia más austral de la región an­daluza; pero, a pesar de sus comentarios, en ninguna rama de ese árbol hay rastros de antepasados árabes. Con todo, Teresa halla gracia cada vez que alguien la con­funde con marroquí (algo que sucede con cierta frecuencia) y no tiene reparos en admitir que se siente más en sintonía con sus vecinos de ultramar que con sus com­patriotas del resto de España.

Por supuesto otros en Andalucía no se sienten tan “moros” como ella. Al fin y al cabo, la historia de este lugar no se amasó solo con barro musulmán, Andalucía es el resultado de una amalgama de civili­zaciones: fenicios, cartagineses, romanos, bizantinos, visigodos, germánicos; sin embargo, las palabras de Teresa son la evi­dencia de que, de todos los lazos cultura­les que envuelven a los andaluces, hay uno que fue apretado con más fuerza y de ello los historiadores tampoco tienen duda.

“De entre los numerosos pueblos que ocuparon la península ibérica, los musul­manes fueron los que más influencia tu­vieron en la construcción de la cultura es­pañola. Dos de los signos más visibles son la arquitectura y el lenguaje”, me explica el historiador de origen español Kristian Brink.

Kristian, a quien recurro en busca de respuestas tras concluir mi peregrinaje, me explica que, incluso después de que los reyes católicos reconquistaran el terri­torio español en 1492, por largo tiempo continuaron siendo los árabes los encar­gados de los múltiples proyectos de cons­trucción que surgieron en una España que comenzaba a llenarse de riquezas venidas de América. “Surgió así el estilo mudéjar, proyectando la arquitectura típica árabe en los nuevos edificios cristianos”, detalla Kristian.

Aquello explica que al andar por cier­tas calles de Andalucía uno sienta cruzar algún pintoresco callejón de Marruecos; sin embargo, la huella de los años de conquista musulmana no quedó impresa solo en las paredes, perdura con más in­tensidad y se extiende incluso fuera de las fronteras de España en algo que hoy com­partimos 500 millones de individuos.

Se calcula que cerca del 10% del léxico español tiene origen árabe. Como Kristian me explica, basta buscar en el diccionario todo aquello que comienza con el prefijo “al”. Palabras como almohada, alfombra, algodón o alcalde provienen del árabe, al igual que un sinnúmero de términos para denominar objetos cotidianos o alimen­tos: aceite, berenjena, limón, naranja, es­pinaca, sandía o zanahoria.

Pero según Teresa, aquí en el sur el árabe trasciende del vocabulario a la fo­nética. “El modo en el que los andaluces pronunciamos la jota es mucho más simi­lar al sonido del árabe que a la pronun­ciación del norte de España”, me explica, aunque mi oído es incapaz de percibir tal particularidad. Lo que sí me resulta obvio es esa musicalidad tan sabrosa que Teresa y los suyos le imprimen a las palabras cada vez que las pronuncian, una cadencia que hace parecer que te estuvieran invitando a la fiesta sin importar lo que te digan. Pero para ser francos, y la misma Teresa lo re­conoce, muchas veces cuando los andalu­ces te hablan, te hablan de fiesta.

Y es que Andalucía es mucho más que la hija pródiga de un pasado árabe, es en­tre tantas otras cosas la tierra de la mejor gastronomía mediterránea, la cuna del flamenco, el corazón del carnaval y el lu­gar donde siempre hay razones para estar de fiesta, aunque no siempre haya con qué pagar la cuenta cuando cierra el bar.

Siempre con la sonrisa puesta

Para cuando arribo a Cádiz ya vengo bien curtida en la cultura del sur. En el bar ya no pido cerveza, pido caña. En la noche a los amigos no les pregunto si han comido, les pregunto si han “tapeado”. De hecho, desde Granada me he vuelto ya ex­perta en el arte de las tapas, esos delicio­sos entremeses que acompañan la bebida y que en Granada aún mantienen la tradi­ción de servirse como un plato de cortesía con cada copa que pides. Desde Málaga me he acostumbrado a que la hora apropiada para cenar es a las 22:00 y que a veces para comer (sobre todo en Sevilla) hay que es­tar dispuesto a apretujarse sin lugar donde sentarse, con la copa en una mano, el plato en la otra y hablando a gritos para hacerse oír en medio de la multitud.

En mi peregrinaje calculo que reco­rro a pie al menos unos doce kilómetros por día. Para cuando llega la noche estoy exhausta, sin condiciones para enfrentar la marabunta de noctámbulos y hacerme un lugar en el bar o el restaurante, y, con todo, Andalucía me empuja a la calle. Sea lunes o domingo, haya un motivo o no, aquí en el sur noche es sinónimo de fiesta. Y en la porteña ciudad de Cádiz esa fiesta se traduce en interminables horas de vi­nos y tapas con el variado repertorio de la pesca del día. Aunque actualmente las tapas están de moda en todo el país (e in­cluso fuera de él), en Andalucía son una antigua costumbre y una indulgencia a la que cuesta poner fin, pues cuando co­mienzan a llegar los “pequeños” platos es difícil parar de ordenar más.

Cada ciudad tiene su tapa más tradi­cional, en Córdoba es el salmorejo, una sopa fría y cremosa de tomate, ajo y pan que se deshace en la boca, con una versión aún más deliciosa en la que el tomate es reemplazado por almendra. En Granada está el buen bocadillo de melva, una es­pecie de pequeño sánduche de pescado, pimiento y cebolla. En Cádiz la especia­lidad es la crocante tortilla de camarón o el “pescaíto” frito. Y cuando se terminan las tapas, los platos principales se ponen aún mejores: arroces, carnes, jamones, mariscos… y así se van las horas. Aquí en Andalucía, uno pasa al postre recién des­pués de medianoche y con el estómago así de lleno no es posible ir a dormir, de tal modo que la fiesta no ve hora de acabar.

Plaza de España, Sevilla
Plaza de España, Sevilla

Caminando por las abarrotadas calles de Sevilla, donde es particularmente evi­dente que no hay noche que bares y res­taurantes no estén a tope, no puedo evitar preguntarme cómo es posible mantener tal ritmo. “Los andaluces queremos estar siempre en la calle, el dinero que ganamos lo invertimos en pasarla bien. Nos gusta hacer gala de lo bien que vivimos”, me explica Teresa, aunque admite que aque­llo les ha merecido la fama de ser consi­derados los más licenciosos del país. “El estereotipo es que trabajamos poco y que nos lo gastamos todo en fiesta”, reconoce.

Gastarlo todo en fiesta se traduce en que, por ejemplo, este año la Feria de Abril, la celebración más importante de Sevilla, habrá recaudado unos 700 millones de eu­ros de todos los fiesteros que la visitarán. Por supuesto, un buen porcentaje del medio mi­llón de asistentes diarios que recibe la Feria, famosa por su colorido despliegue de trajes típicos y shows de flamenco, proviene de va­rios rincones de España y del mundo, con lo cual el evento representa un importante ingreso económico para una Andalucía que, a pesar de ser la más alegre, es también de las más pobres regiones del país.

Desde hace años Andalucía ostenta el título de ser la comunidad autónoma con el índice más alto de desempleo no solo de España sino de Europa en general. Las más recientes estadísticas señalan que 29% de la población adulta en Andalucía no consigue trabajo. De hecho, los núme­ros indican que el 40% de los andaluces vive dificultades económicas, tanto así que uno de cada cuatro pobres en España proviene de aquí.

El desempleo se ve en los portales de los edificios de Cádiz y en las concurridas calles de Granada, pero paradójicamente con él convive el optimismo. Como me aclara un sevillano a las 02:00 de un mar­tes en una discoteca ochentera en el cen­tro histórico de su ciudad: “Somos pobres sí, pero no vamos a dejar de divertirnos. Hay que disfrutar la vida a pesar de la crisis”, me recalca al tiempo que baila con gusto una vieja canción de Mecano.

Entre noches de fiesta, tardes de sies­ta y atardeceres rojos tan hermosos como ya los describiera Joan Manuel Serrat, mi tiempo en Andalucía se evapora. He con­sumido mis veintidós días entre la efer­vescencia de ciudades como Sevilla, que parece estar siempre cantando flamenco, y el silencioso encanto de pueblos como Ar­cos, Vejer de la Frontera o Grazalema, que de tan hermosos parecen salidos de un poema de Antonio Machado. Pero como lo había prometido, mi viaje no concluirá hasta no poner los pies en las arenas de Tarifa, una diminuta ciudad playera cerca de Cádiz.

Llego a la localidad más austral de Eu­ropa en pleno invierno cuando todos los locales están cerrados y arrecia un viento de 60 km por hora que hace difícil cami­nar. Avanzo con esfuerzo entre calles de­siertas hasta llegar al borde de la playa, y ahí donde termina el turbulento mar veo dibujada en el horizonte la silueta de Áfri­ca. El viento me empuja con tal fuerza que hasta los bolsillos se me llenan de arena, pero el escenario es inspirador. He llegado al final de mi viaje y a la vera de este viejo continente y, al igual que los exploradores de antaño contemplando estas mismas aguas, yo también me pregunto: ¿qué nue­vas travesías comienzan cuando se termi­na el sur?

 

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