Por Pablo Cuvi
Fotos cortesía de Anahí Hoeneisen
De tanto mirar el rostro de Anahi Hoeneisen en los afiches de La llamada pegados en la Gonzáles Suárez decidí ir a ver la película. El argumento era bastante simple pero la protagonista, que aparecía casi todo el tiempo en la pantalla, sacaba adelante el asunto con buen oficio. Y resultó que el colegial rebelde que daba origen a la llamada del rector era también su hijo en la vida real. No, no era la primera vez que Anahi (que en lengua guaraní quiere decir corazón) y Nicolás actuaban juntos. Ya compartieron locaciones en Esas no son penas, película ‘artesanal’ que ella codirigió con su marido Daniel Andrade, así que eso de hacer películas era una cuestión familiar. Parafraseando el eslogan católico: Familia que rueda unida, permanece unida.
Eso lo compruebo el día de la entrevista pues, mientras conversamos en el comedor de su casa de La Floresta, Daniel trabaja adentro y Nicolás anda por la cocina. Ella parece habituada; soy yo el que no me acostumbro a ese pelo rubio que luce distinto de los afiches. Pero en realidad estoy pensando en la más reciente producción de la familia: Ochenta y siete, que aborda una vez más el paso del tiempo y la nostalgia de la adolescencia. Tema universal donde los hay, como lo sabe cualquier tanguero o pasillero. Ya llegaremos a eso; antes me interesa averiguar la relación con su papá, quien participó en el gran equipo internacional que indagó en la adolescencia del universo y descubrió la llamada ‘partícula de Dios’, con premio Nobel incluido.
—Tu papá trabajó en la búsqueda de la ‘partícula de Dios’, ¿no?
—Sí, entre otras cosas. Primero estuvo con lo del último quark. Él lleva trabajando unos treinta años en física. Siempre ha sido como una cosa mística en la casa, era un mundo de él y nosotros estábamos como muy lejos de saber lo que hacía o lo que entendía. Algo nos contaba, pero siempre ha sido muy callado: él es chileno, pero es medio una mescolanza, la mamá es estadounidense, y el papá es nacido en Chile pero de ascendencia suiza. El apellido Hoeneisen es suizo-alemán. Sí, sabíamos que hacía cosas grandes, estaba feliz, iba a hacer un paper, pero esto de la ciencia es también un montón de burocracia.
—¿Cómo te influenciaba esto en la infancia, en la educación?
—Estuve en el colegio religioso, me gradué en Los Pinos…
—(Sorprendido). ¿El del Opus Dei?
—Sí, pero a mi papá no le importaba mucho la religión ni tampoco imponía que no tengamos religión. Yo estaba en un colegio que me gustaba mucho, pero se fue al valle y me cambiaron al colegio de mi hermana. Ahí pasé varias etapas: primero, de rebelde a muerte; después, de religiosa a muerte, y después abandoné. Cuando llegué a cuarto curso dije: “A mí no me van a convencer de nada”. Después decidí que Dios existía, fue el año más tranquilo de mi vida, la vida con Dios se vuelve fácil, llevadera, porque yo siempre he sido de cosas existenciales, de hacerme rollos en la cabeza por cualquier cosa y cuando Dios está ahí…
—Ya es problema de él.
—¡Claro!, es como muy relajado, hasta que empiezas a encontrar huecos y te metes otra vez a pensar y a reflexionar; en sexto curso me decepcioné y ya.
—De lo que se ve en tus películas, esa época de la adolescencia te marcó. ¿Cómo era la onda?
—Creo que nos pasa lo mismo a Daniel y a mí. Daniel estudió en La Condamine, pero siempre nos sentimos como que el yo nuestro estuvo en esa época y ahora es un yo crecido pero no alejado, más bien tenemos la esencia adolescente, todavía sentimos un montón de cosas que empezaron en esa época y es como la película: cosas que no cambian con el tiempo, que se gestan ahí. Bueno, obviamente maduras pero hay esa nostalgia y nos conectamos bien con los de esa edad. Nosotros tuvimos un hijo bien temprano, el Daniel tenía veintidós y yo veinticuatro años, pero somos felices porque mantenemos una conexión, es una cosa que no hemos querido perder. Vemos la gente que está a nuestro alrededor y es como que madura, pierden contacto y eso siempre nos impresiona: ¿qué pasó con la persona que conocimos, dónde se quedó? Desapareció completamente.
—¿Cuáles eran tus sueños de adolescente, qué querías ser en la vida?
—Nunca he sabido mucho qué hacer, cosa que a mi papá le parecía desde chistoso hasta irritante. Siempre he estado abierta y lo único que siempre me ha gustado ha sido la actuación. En la Universidad San Francisco hice una subespecialización en teatro. No sabía qué estudiar y no quería encajarme, me gustaban muchas cosas, entré a Comunicación para tener la parte social, cogía desde chino hasta italiano, historia…
—¿Quiénes te enseñaban teatro?
—Algunos profesores, principalmente Roberto Carbo, que estudió en Brasil; Pedro Saad; Irina, su exesposa rusa…
—¿Cuándo conoces a Daniel?
—Él estudiaba Multimedia en ese tiempo porque todavía no había cine. Nos graduamos, nos casamos, tuvimos el hijo y el Daniel se fue a hacer un masterado en Los Ángeles, yo le acompañé y ahí nació la Maya.
—¿Qué te pareció Los Ángeles?
—Es una ciudad extraña, no es muy sociable, las distancias son grandísimas, la gente no camina en la calle, hay centros pequeñitos donde la gente medio se junta, en la playa, pero cada uno anda en su carro, hay mínimo transporte público. Allá tomé cursos de actuación también. Antes de irme había hecho talleres en Malayerba y cuando volví hice un año y medio más. Yo me siento hija de Malayerba, siempre me ha gustado mucho, me marcó, es mi escuela.
—Yo diría que en buena hora no es tu escuela, porque ese tipo de teatro para la TV o el cine es más bien sobreactuado.
—Claro, porque es otro medio. Después me puse a escribir Esas no son penas. No había escrito antes, no tomé curso de guion, originalmente era como un diario, un conjunto de escenas de un solo personaje. Luego aparecieron más y se juntó la acción en un día, porque no hay una gran historia sino sucesos de un solo día.
¿QUÉ ES UN HOMBRE?
—¿Cómo se convirtió ese texto en una película?
—Después de haber trabajado en proyectos de otra gente, teníamos muchas ganas de hacer nuestras propias cosas con el Daniel. El rodaje costó muy poca plata, fuimos convenciendo a todo el mundo y filmamos en enero y febrero que eran los meses que la gente no trabajaba. Nuestros colegas se pusieron para la cosa porque tenían tiempo y les interesaba el proyecto, solo éramos nueve en el equipo técnico más las actrices.
—Tú estás encinta allí.
—Originalmente iba a ser Marina, el personaje de la Maya (Merino, actriz española), pero me quedé embarazada, así que hice ese otro personaje que está embarazada.
—¿Por qué el título?
—Es una línea de una película muy famosa que se llama La vendedora de rosas, de Gaviria, una película muy violenta; es una línea que le dice uno de los chicos a la chica, “esas no son penas” cuando le cuenta alguna cosa.
—¿La idea sería que la situación de las mujeres de tu película no son penas reales comparadas con la penas de una chica de la calle?
—Sí, un poco banalizar. Pero que no pase nada muy grave no implica que estas mujeres no sufran. Alguien comentó que Esas no son penas es un pasillo y eso me parecía lindo porque yo siempre he sentido esa tristeza, hay una tristeza en los ecuatorianos, sobre todo en los andinos.
—La melancolía andina…
—Poder capturar un poquito de eso, que un espectador diga que es un pasillo era un piropazo. Es una visión bien pequeña, no habla de la mujer o cosas grandes, son estos cinco personajes muy concretos en un día muy concreto. Mañana o ayer puede haber sido diferente.
—En un día puedes meter toda una vida o decir ‘a la mierda todo’. ¿Cómo fue eso de ir con tu primera película a varios festivales?
—Fue increíble porque con el primer corte aplicamos a San Sebastián, a Cine en Construcción, y nos escogieron y la película empezó a crecer y terminamos en cine, porque originalmente estaba grabado en digital con una camarita. Después fuimos a Toulouse y de ahí nos invitaron a muchos, muchos festivales.
—Tú dijiste algún rato que hay gente que pasa por problemas graves y no pierde la esperanza ni la alegría de vivir, y gente que no ha pasado por nada y está amargada. ¿Eso se aplica a esa película o es una reflexión general?
—Bueno, esa película no nace solo de mí, sino de la gente que está alrededor. Una cosa importante es el tema de qué es el hombre para la mujer, el hombre en general, el padre, el esposo, el amante, el hijo, el hermano. Es una pregunta que uno se plantea: ¿qué es el hombre o qué son estas mujeres con relación a esos hombres que están en sus vidas?
—¿Qué es el hombre para estas mujeres?
—No tengo ni idea. Freud, después de treinta años de estudios, todavía no podía responder una pregunta y era esa: ¿qué es una mujer? (Risas). Entonces, no sé qué es una mujer ni sé qué cuál es esta relación, pero esa relación existe.
—Pero, ¿qué aprendiste tú haciendo tus películas?
—Es chistoso porque las dos películas actúan como dos universos distintos, la una son las chicas y la otra son los hombres. Y es superdiferente tratar con ellos que con ellas. Filmando Esas no son penas, a veces las mujeres se ponían a llorar todas, había que parar; es un universo mucho más delicado y lleno de caminos, es como una maraña que uno tiene, increíble. Al universo masculino le siento más simple, más…
—Que no te lean los hombres.
—Tranquilo, son dos universos con sus reglas bien distintas. No digo que uno sea más sensible que otro, pero son procesos bien distintos de los dos.
—Quizás lo ves así porque eres mujer…
—Ochenta y siete lo escribió el Daniel también.
—Ya vamos a llegar a los muchachos, aunque ambas películas tienen la misma estructura, añoran la adolescencia. ¿Cómo fue la experiencia de trabajar en familia?
—Nos gusta un montón trabajar en cine juntos, es una cosa que tenemos aquí en la casa, los guaguas siempre han estado pendientes de cómo hacemos casting y escogemos a los actores. El Nico está más involucrado porque le gusta actuar y ha participado en las dos películas, pero los otros dos también. Siempre hemos estado con proyectos familiares, siempre.
EN EL AÑO 87
(En septiembre se estrenó Ochenta y siete, codirigida por Anahi y Daniel, que muestra un avance técnico importante en fotografía, ambientación y actuación de los personajes. Aunque ahora son muchachos en plena rebelión adolescente —que desemboca en un chico muerto—, el equipo se mantiene fiel a la idea de “trabajar la vida íntima de los personajes, las cosas chiquitas”).
—En Ochenta y siete son como dos películas: una que tiene más acción, que es la de los adolescentes; la otra, más intimista, es la de los grandes. Combinar eso nos llevó problemas, pero creo que conservamos esa visión íntima de respeto a la actuación, a que lo más importante es lograr estas atmósferas con los actores. Los dos dirigíamos a los actores. Técnicamente hay un cambio rotundo: Esas no son penas es una película artesanal, Ochenta y siete es una película filmada en 35 mm con todas las de ley; sentíamos que el formato digital era una debilidad de Esas no son penas y creíamos que la época de Ochenta y siete necesitaba del filme, que aporta un montón de matices.
—Mucha atmósfera. Yo soy defensor de la película frente al digital en la fotografía. ¿Cómo nació el guion de Ochenta y siete?
—Teníamos la idea de estos dos amigos que se encuentran y el uno tiene la vida que el otro siempre quiso. Es como que en la adolescencia te planteas un camino y te encuentras años más tarde y resulta que tomaste caminos distintos. Tú no te das cuenta del camino que tomaste hasta que te encuentras con alguien que estuvo antes y sabía por dónde ibas a ir. Y el amigo muerto, la gente que conoces en la adolescencia y no llega a ser adulta: son esas figuras que se quedan adolescentes para siempre, que no evolucionan, y eso es algo que nos movía bastante.
—¿Cómo fue el casting?
—Hicimos un casting abierto que duró unos cuatro meses, vinieron como 600 chicos y nos quedamos con los cuatro y a ellos les buscamos los adultos. No se conocían pero debían tener química entre ellos y tener química con el grande.
—¿Es más fácil el trabajo con chicos que no han tenido experiencias antes?
—Me encantó porque estaban superdispuestos, les gustaba mucho el guion. Los chicos tienen mucha energía y le ponen muchas ganas al rodaje. Trabajamos eso de que en los años ochenta la ciudad funcionaba más con barrios, la gente no estaba tan aislada en estos condominios y ciudadelas de ahora, sino que se podían mezclar chicos de varios orígenes, los amigos eran de la calle.
—¿Por qué el eslogan dice: “La película que tus papás no quieren que veas”?
—Es una frase que desarrolló la agencia de publicidad. Decidieron que había que motivar a los muchachos y a la gente que fue adolescente en esa época que se iba a conectar con esa publicidad.
—Tú trabajas más con los actores y Daniel con la imagen porque es fotógrafo, pero los dos dirigen la película. ¿Cómo logran coordinar eso?
—Tenemos bastante claras las prioridades; en general, estamos de acuerdo y vamos decidiendo qué es lo que es importante, desde dónde nos ponemos con la cámara y rodamos.
—A partir de la película de las mujeres decías que hay que fajarse con el machismo.
—Nuestra sociedad es súper machista, súper racista, son muchas cosas que no me gustan pero no soy de gritar, de imponer mi punto a la fuerza, soy más bien suave. Entonces, sí es complicado porque hay bastantes hombres en los equipos, pero en general no tengo problemas, siempre me he llevado mejor con los hombres que con las mujeres.
LA VIDA SUPERA AL CINE
—Otro hombre, David Nieto, te dirige en La llamada. Vi que él había estudiado en NYU, en Nueva York. ¿Llegó con este proyecto y te propuso trabajar?
—Sí, caí redonda porque dijo que era un guion escrito para mí y para el Nico, nos conocía y le interesaban los personajes: la figura de la madre, de la mujer que trabaja y corre de un lado a otro. Era una propuesta increíble porque el personaje tenía el 80 por ciento en cámara, era un reto importante. Como era muy cercano, tuvimos que alejarle un poquito de mí.
—¿Cómo fue la filmación accidentada de la llamada del rector a la mamá del chico, que era la escena que daba nombre a la película?
—Fue en una oficina por la Orellana, donde se suponía que era el rectorado y hubo otras escenas. Yo había ido para darle los textos al rector sin salir en cámara. Empezó un ambiente un poco extraño, los policías que cuidaban la filmación, porque siempre hay patrulleros cuidando los rodajes porque tiene equipos caros, estaban como alborotados, empezaron a llamarse, a no saber qué hacer, nerviosos, de repente abandonaron la vigilancia y se fueron. ¡Era ni más ni menos que el 30 de septiembre cuando sucedió todo este quilombo de Correa y la policía!
—La verdadera película estaba pasando en la calle, en otro lado.
—Con todo este relajo en el equipo estaban discutiendo si suspendían el rodaje o no, si era tan grave, porque cuando uno filma pierde el contacto con la realidad. Estaban ahí encerrados filmando, yo ya me había ido a mi casa. Se oían los disparos del hospital. Con esa tensión no salían las escenas y finalmente decidieron suspender y venir corriendo a ver lo que pasaba en la televisión. (Ríe). Finalmente cambiaron y en la película quedó la escena de mi lado, de la mamá que recibe la llamada.
—Ahí tienes un lindo tema para una película: The making of… de cómo la realidad supera a la ficción. ¿Y cuál fue tu participación en El telón?
— Ayudé un poquito en el guion.
—Pero esa película tenía un problema serio de guion.
—Así es, por eso me pidieron ayuda. Después creo que el Mauricio (Samaniego) y el Víctor (Arregui) siguieron y ya no sé cómo acabaron. Me gusta mucho actuar y como no tengo mucho chance, basta que alguien me diga “este es un papel para ti”. También influye mucho la relación que tienes con el director; yo con el Víctor me llevo muy bien, he trabajado con él y tenemos conexión.
—Una crítica generalizada sobre el cine ecuatoriano en este pequeño boom, no en calidad sino en número, son las fallas de guion. ¿Cómo ves tú ese problema?
—El guion es algo que tiene que ser más trabajado, pero creo que hay otras graves falencias, una de esas es la actuación; otra, la cuestión técnica, ha habido muchas películas que no llegan a los estándares, las personas están acostumbradas a películas de estándares altísimos, las películas de Hollywood pueden no tener contenido muchas de ellas, pero la técnica es impecable. Acá, el problema es que tenemos el ojo pelado porque somos un país muy pequeño. En otros países se producen cientos de películas y solo dos buenas, el resto son cualquier cosa, pero para que salgan esas dos buenas tienen que producirse todas esas películas, cada uno irá abriendo su camino.
—Muchos de los de tu generación están ahora en el poder y me ha sorprendido cómo se entiende hoy lo que es la izquierda comparado con mi época, cuando era lo contrario. Ahora, si eres de izquierda ganas un sueldo de seis u ocho mil dólares, andas en un carrazo y estás en un Gobierno que persigue a los estudiantes, o sea, a tus adolescentes, a los indios, a los maestros. Otro tema maravilloso para una película y no sales de tu generación, ¿qué opinas?
—A mí me da mucho miedo la política. Creo que hay gente valiosa que está trabajando; creo que hay otra que me daría susto acercarme. En general, más que la política el poder me da miedo, pues tiene el poder de dañar casi todo lo que toca, así que trato de no involucrarme.
—Le preguntaban a Daniel sobre Ochenta y siete y decía que uno de los objetivos es que venga gente a los cines. ¿Cómo?
—Ese fue un propósito final, digamos, no pensamos en eso cuando escribimos el guion ni cuando filmamos, no pensábamos en la taquilla, pero el rato que terminamos la película nos dimos cuenta de que había pasado este boom del que hablábamos, que fue también un boom de público que empezó con Qué tan lejos y no tenía comparación en Latinoamérica, otros países tienen un par de películas taquilleras, en Argentina va poco público, en Colombia igual, nosotros hicimos 45 mil espectadores con Esas no son penas, que es una película complicada, lenta, lo que quieras, hicimos más público que con Ochenta y siete. Ahorita, no importa si vas a festivales, las películas están haciendo entre siete y doce mil espectadores. Cuando terminamos la película dijimos: “hay que atraer gente”, y tratamos de meterle mucha promoción para que la gente se entere y venga a los cines, porque ya no está viniendo.
—Le han echado la culpa de eso a la mala calidad de las películas: te despiertan expectativas pero ves unas cosas mal hechas, desorganizadas, con problemas técnicos y más o menos sobre los mismos temas. Entonces dices “a mí ya qué me importa”.
—Ya basta. También era un fenómeno extraño y todo el mundo nos decía “eso les va a durar unos dos años y va a acabar porque ya no es novedad”. Antes la gente venía a ver cine porque era ecuatoriano; ya no.
—¿Y qué planes tienes?
—Me gusta mucho la actuación y me encanta trabajar con los actores, así que uno de mis proyectos es ese. Ahorita estoy dando unas clases en la Escuela de Cine de la UDLA para directores, guionistas, gente que quiere hacer cine. También estoy escribiendo un guion, y tenemos un proyecto de hacer un laboratorio de proyectos de cine, que no seamos solo nosotros sino más gente la que busca. Eso aparte de mi trabajito de publicidad en la UDLA, donde tengo la suerte de dirigir proyectos interesantes.