Los amores de Papá

Los amores de papá.
Ilustración: Miguel Andrade.

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Te quiero mi gorda linda mi amor mi culito hablador. Cosas así le decía papá a la señora Lucrecia, que vino a ocupar el puesto y la cuchara de mamá. Se reía y las ventanas temblaban más que cuando pasa el tren de la leche. Entraba al baño de perfil pero siempre acarreando a papá de la mano, para que la contemplara y le hiciera gracias y cosquillas y le besara en las orejas, en las rodillas infladas, en el sexo pelón. Todo el día la besaba y en la noche, mientras ella dormía y resoplaba con la boca abierta, le besaba el bigote y los mofletes y hasta los lamía.

Sería bueno que no inviertas tanto en ropa para la tropa, le dijo a papá, y los dos se fueron a Colombia de fin de semana y volvieron trayendo para cada uno de nosotros un par de overoles de lona de circo. Deberías hacerlos rapar y lavar la cabeza con sangre de cuy recién nacido, para que se les mejore el pelo que lo tienen tan hirsuto. Así le dijo o más bien le ordenó a papá.

Y esa misma tarde, los cinco vástagos volvimos a la casa uniformados de overol gris y con cabeza de huérfanos en guerra, además, manchada de sangre. Pero cómo despilfarras tanta plata en colegios y academias, déjalos que por sí solos se defiendan en la arena de la vida, dijo ella, eructando a pavo relleno y al lunes siguiente estábamos sin presente ni horizonte. Para ese entonces, papá ya nos saludaba desde lejos, aunque pasara al lado nuestro. Por poco no sabía quiénes éramos y corría a atenderle en aquello que doña Lucrecia pedía a gritos.

De allí que nadie discrepó cuando nuestro hermano Douglas, el de la voz de ultratumba y científico de nacimiento, explicó hasta con diagramas su plan titulado “Doña ballena electrocutose en la bañera”.

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Naturalmente, papá se hizo mierda. Después de romper muranos, espejos, cristaleras, piezas arqueológicas y la claraboya de la sección dormitorios en la que estábamos guarecidos, de emborracharse dos semanas e insultarnos como a perros, y de llorar como se debe y no se debe, y de dormirse tres días de un tirón, se despertó ahogándose de tos. Caminando con beriberi de grumete, llegó a la sección hijos. Con delicadeza de señorita golpeó la puerta y no le abrimos sino cuando nos dijo: gracias mis retoños, me estaba volviendo loco por esa loca, lanzándose como hijo pródigo a nuestros brazos. Bríndenme un cigarrillo encendido, nos dijo limpiándose lágrimas y mocos.

Entonces sí, entre todos, incluido papá, nos dedicamos a borrar del mapa a la occisa, que apestaba como cien zorros y que, sin ayuda de nadie, estaba deshaciéndose en la bañera. Naturalmente, papá vomitó hasta el apellido de su madre, ya que padre no tuvo.

Siete veces ocurrió exactamente la misma historia con las mujeres de papá. Hasta que, un domingo de mayo, llegó del brazo con un portento llamado Magaly. A partir de ese día, se podría decir, fuimos tan felices que incluso nos comimos como perdices. Y todo porque apenas ella cruzó el umbral, entendió lo que era simple de entender: madre, lo que se dice madre, hay una sola.

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