El amor a las botas puntiagudas

Un sábado de diciembre se desfondó el cielo y toda el agua cayó en el Reino de Quito, especialmente sobre el mercado Santa Clara. Pese a ello, los camiones de alquiler y los tercos cargadores seguían esperando la posibilidad de una mudanza submarina. Un grupo de estudiantes se acercó al Kinkón a fin de proponerle no una mudanza sino un laburo.

Ilustación: Miguel Andrade

Con cara de buen alumno y lloviendo desde su altura, oyó menos la historia que la propuesta y su tarifa, que era una gamba: había un profesor cuya fama de cretino trascendía la Facultad de Arquitectura, y sus alumnos, por sartas, perdían el año y no pocas veces el porvenir. Esa noche había cierta reunión de profesores que incluía caja de whisky. El laburo consistía en propinar al cretino una paliza de advertencia.

Un hematoma a nivel facial y alguna costilla resquebrajada bastaría.

El Kinkón aceptó el encargo con gusto, pese a que le negaron el anticipo. A las once en punto de la noche estuvo en el lugar señalado, listo para ganarse la vida. Dos horas más tarde apareció tambaleante el profesor en busca de su auto, y el Kinkón, sin prolegómenos, cumplió su tarea hasta con creces.

Primero, por razones de responsabilidad con sus contratistas, y, segundo, porque apenas empezó la paliza recordó una borrosa escena de su primera infancia, que en fracciones de segundo se volvió nítida: su madre en el piso de tierra, con la cara ensangrentada y la ropa en jirones, luchando a manotazos y gritos contra un par de guardias borrachos encaramados sobre ella.

Al pie de su auto el odiado profesor quedó reducido a un monigote de huesos rotos y sangre. Con lo cual, ni siquiera se enteró de que la paliza, y en ese caso la muerte, era el cobro por su cretinismo.
Con los cien dólares, el Kinkón se permitió una comilona con sus amigos y la compra de ropa nueva, incluidas las anheladas botas vaqueras. Mientras tanto los estudiantes, acobardados con el desenlace y los noticieros, terminaron delatándolo y, en menos de una semana, la policía se dio el gusto de mostrar a la prensa el trofeo: un gigantesco asesino bien vestido, réplica brillante de Kinkón.

Mareado de disparos de flash y maltratos policiales, fue llevado al pabellón destinado a los criminales de alto riesgo en el penal García Moreno. Más que celda le tocó una jaula donde estaba metido un zoológico entero y solamente de fieras. Casi nadie lo tomó en cuenta, porque uwna jauría se estaba contramatando y el resto deleitándose del espectáculo. El Kinkón, sudando pepas, se escabulló en las sombras de un recodo con la intención de volverse invisible.

Me gustan tus botas, dijo la voz traqueotómica de un cadáver con patillas, estirado en la parte alta de una litera. Ya oíste al Mariscal, carbón, dijo un muñeco de ventrílocuo que se paró frente a las rodillas del Kinkón. Le hubiese bastado un salivazo para ahogar al muñeco, pero el Kinkón no dijo ni hizo nada del puro pasmo. Hasta cuando vio que un matón semidesnudo y cúbico como Hulk, se acercaba empuñando una daga.

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