Por Mónica Varea
“El hombre es esencialmente sociable, coma”, dictaba la doctora Álava. “No me parece”, respondía yo, un poco entre dientes pero con un tonito prepotente que lograba exasperar hasta al más tranquilo de los maestros del cuarto curso sociales. “¡Explíquese Varea!” Gritaba la profesora, y yo empezaba a defender mi teoría anteponiendo cual prefijo el consabido “o sea” y soplándome el flequillo. A renglón seguido, sin dejarme terminar ninguna de mis locas ideas, me echaba de clase por un día, una semana, un mes y hasta un trimestre en que yo pasé felizmente confinada en la biblioteca.
Más allá de la teoría que no recuerdo si era de Paul Rivet o de Augusto Compte y mi constante gana de fregar la pita, yo a mis 16 años estaba completamente convencida de que mejor se vivía solo.
Yo creía que en mi vida no había hecho muchos amigos, que los dedos de la una mano me sobraban para contarlos, mi familia no es muy larga y mi capacidad de estar sola es enorme; sin embargo, cuando salió a la luz mi primer libro infantil, entendí finalmente por qué la doctora Álava se salía de quicio ante mi irreverencia y se enfurecía ante mi afirmación.
Organizar presentaciones de libros o charlas es un trabajo al que hay que ponerle mucha atención y, sin importar cuantas veces lo haga y repita uno a uno los detalles, los nervios de última hora y el miedo de que no asista ni una alma son inevitables; pero organizar la presentación de mi propio libro fue un trabajo que me acarreó una serie de sentimientos encontrados, de emociones y de miedos nuevos.
El día escogido al parecer no fue el mejor, no recuerdo si había fútbol o sabatina presidencial en el estadio Atahualpa. El temor de que hiciera frío, hubiera lluvia y tráfico no eran especialmente favorables y, si a esto le sumamos que mi pelo estaba erizado que no cedía a ninguna crema de peinar; que derramé el maquillaje en una fina chaqueta recientemente heredada; que al vestido previsto para la ocasión le estalló el cierre y que el pantalón que podía reemplazarlo me quedaba muy largo, el mal augurio era inminente.
Llegué atrasada, aterrada, con el pelo parado y sin la ropa adecuada, sino con una ‘mala traza’ de última hora y me quedé paralizada al ver que, a pesar de todo, el local se desbordaba. Entré alelada, como quien entra a un sueño y el primer abrazo me despertó de golpe a la realidad, ¡cuánta gente, cuánta calidez y cariño, en ese día inolvidable!
“El hombre es esencialmente sociable…” y querendón y querible, repetía mientras sentía que necesitaba 15 manos para contar a los amigos, quienes con seguridad sí asistieron a clase, sí atendieron a sus propias doctoras Álava y no necesitan 150 abrazos en una sola mañana, porque desde siempre entendieron la importancia de tener amigos.