
La sonrisa, enorme como una flor, achina el rostro de Sara. Linaaa, grita una y otra vez alzando el tono, mientras cruza la plaza ladeando al gentío. Lina no oye y más bien trota hacia uno de los buses. Sara corre tras ella gritándole, hasta que Lina oye su nombre por encima de la estridencia callejera. Vuelve a oírlo más cerca. Deja de correr y se voltea en busca de la voz que sigue llamándola.
Se queda clavada en la acera. Los ojos y la boca se le abren con desmesura. Sus dos manos se pegan a sus mejillas. Sara, no puede ser; eres Sara, grita, en medio del tumulto. Sonríe, emite chillidos infantiles, abre los brazos para recibirla. Se funden en un abrazo intenso, infinito, aunque cada tres segundos se separan a fin de mirarse, reconocerse y maravillarse del increíble encuentro.
Lina y Sara, las dos amigas íntimas durante los seis años de colegio, vienen de encontrarse después de no haberse visto dos décadas y más, una vida entera. Entre empujones del gentío, tomadas del brazo, riéndose, se guarecen en un café. La una pide un té, la otra un jugo, y empieza la remembranza, entre risas, del pasado colegial y del presente, con discreción y con hambre reprimida.
¿Cómo explicarse que hayan vivido sin haberse visto una sola vez? Claro, el mar de la vida las había englutido a cada una por su lado. El destino, en suma. Pero bueno, eso ya no importaba. En adelante se verían. Era inevitable y se lo juraron y rejuraron. Esa misma noche se telefonearían. Desde ya, Sara la invitaba a su casa el domingo.
Tenía que conocer a sus hijos, a su marido. Quince minutos después, salen del café ávidas de seguir hablando la tarde entera, la semana entera, la vida que les queda. Se sonríen, se besan en las mejillas, se abrazan como si nuevamente se despidieran para siempre. Lina se encamina hacia la parada, sube al bus, se abre paso a codazos por el andén.
Quisiera ver a Sara a la distancia, pero le resulta imposible entre el gentío. Asombroso, eso le parece, haberla encontrado tan joven, tan guapa, los años más bien la habían mejorado. Claro que, a su vez, la sintió artificial, ostentosa, quizá algo despectiva, tan distinta a la muchacha timorata que recordaba. Por su lado, Sara cruza hacia la acera de enfrente, se voltea y flamea la mano hacia el bus en el que va su eterna amiga. Cómo se puede cambiar tanto, piensa aún turbada.
De la Lina chispeante, que prometía abandonarlo todo para recorrer a dedo el mundo, no quedaba sino esa mujer opaca, avejentada. ¿Estaría enferma? ¿Sufriría o sufrirá mucho? De pronto, se le cruza una imagen como salida de un sueño: las dos estaban en los lavabos y de pronto se les dio por lanzarse agua entre risas, hasta que empapadas se juntaron y empezaron a besarse. Esa evocación la turba tanto que no se percata de la cercanía de una moto. De un zarpazo le arrancan su cadena de oro, al mismo tiempo se tropieza, cae en la calle y un auto la atropella. Está loca, que yo la llame o que conteste sus llamadas, se dice Lina, eso, jamás.