Alzheimer: ¿quién cuida a los que cuidan?

El 70 % de cuidadoras son mujeres. Hijas, sobrinas, nueras, nietas… asumen el rol naturalmente. Atender a un paciente con Alzheimer significa, muchas veces, sacrificar los proyectos de vida personal. Hay que aprender a pedir ayuda.

Ilustraciones: Shutterstock.

Alzheimer

“Trastorno neurológico progresivo caracterizado por la pérdida de la memoria, de la percepción y del sentido de la orientación, que se produce ordinariamente en la edad senil”.

La definición corresponde a la Real Academia Española. Son dos líneas, que se leen en menos de un minuto. Pero para la persona que lo padece y para su familia, el diagnóstico significa un terremoto vital que, probablemente, solo lo entienda quien enfrenta esta situación.

Clasificado como el tipo más frecuente entre las demencias (el 60 % del total), el Alzheimer se produce por la muerte paulatina de las neuronas. El resultado es que el sistema nervioso no puede realizar su función con normalidad, y el futuro, sean pocos o muchos años, se advierte como un escenario de dependencia progresiva.

No es un sinónimo de vejez ni una consecuencia inevitable del paso de los años. Tampoco se trata solamente de la pérdida de memoria, “normal, porque es viejito”, como la juzgan incluso algunos médicos.

Es —lo explica a Mundo Diners, Cheles Cantabrana, presidenta de la Confederación Española de Alzheimer (Ceafa)— una enfermedad incapacitante. “No te olvidas solo las llaves de la casa; se altera tu carácter, tu sentido de orientación. Te olvidas de hablar, de comer, de caminar. Incluso puede que no recuerdes a tus familiares, aunque el sentimiento de amor permanezca”.

A los problemas de tipo cognitivo, es decir, a la capacidad de razonar adecuadamente, se suman los cambios en la conducta y el comportamiento. El resultado es una afectación que progresivamente merma la autonomía de la persona y su capacidad de desenvolverse normalmente en la cotidianidad.

En un estado más avanzado, la enfermedad limita las funciones físicas. Labores como la higiene, la movilidad, el control de los esfínteres, la capacidad de vestirse o desvestirse… se ven disminuidas, hasta el punto en que el paciente puede volverse completamente dependiente.

El Alzheimer afecta a más de cuarenta millones de personas en todo el mundo y constituye la primera causa de discapacidad. “En el Ecuador, no existen datos oficiales del Ministerio de Salud Pública, pero nosotros calculamos que hay cien mil adultos mayores con alguna demencia; 60 % de ellos tendría Alzheimer”, explica Cristina Calderón, directora de la Residencia de la Fundación TASE.

TASE es una entidad privada que trabaja en Quito y dicta charlas, conferencias y talleres, además de brindar una capacitación más formal para cuidadores en la Universidad San Francisco.

Si hay pocos datos sobre los enfermos de Alzheimer, los cuidadores y cuidadoras están aún más en la sombra. Y eso que se trata de las figuras familiares o externas, que pasan días, meses o años junto a los enfermos, atestiguando su deterioro y, muchas veces, su muerte. Pero, además —sobre todo en el caso de la familia—, entregando su propia vida, salud y estabilidad en el empeño amoroso de ayudar a su ser querido a vivir lo mejor posible con una enfermedad que, hasta ahora, no tiene cura.

Un binomio indisoluble

La familia de Eli Astrai, una estudiante y cuidadora catalana, de 35 años, conoce de cerca esta situación. “Mi abuelo tuvo Alzheimer. De alguna manera lo esperábamos, porque había casos en la familia. Cuando empezó con ciertos olvidos o repeticiones, sabíamos que se trataba de eso. Fue triste ver su deterioro, porque ellos no son conscientes de lo que les pasa, pero la familia sí. Los momentos en que tenía de lucidez eran un regalo”, dice esta joven que ahora, precisamente, cursa una formación sociosanitaria para atender a personas dependientes.

El 70 % de cuidadoras de pacientes con Alzheimer son mujeres, según un estudio de la Fundación ACE de Barcelona, hecho sobre una muestra de diez mil pacientes y sus respectivos cuidadores. Esposas, hijas, nueras —normalmente la pareja del hijo mayor— sobrinas… asumen el rol, casi como un designio natural.

“A mi abuelo lo cuidaba mi tía, que vivía con él. La familia decidió no llevarlo de casa en casa ni hacer turnos, para no desestabilizarlo más. Mi tía trataba de mantener las mismas rutinas siempre, pero tenía que estar pendiente de él las veinticuatro horas del día. Su vida cambió totalmente; no se podía descuidar ni un momento. Obviamente, lo haces con cariño, porque es tu padre y es lo que te toca; tal como ellos te cuidaron cuando eras un niño, pero no deja de ser un peso muy grande. Está mal decirlo y suena muy duro, pero cuando mi abuelo murió, a los dos años de estar así, para mi tía fue un alivio”.

“Nosotros hablamos del binomio paciente-persona cuidadora”, explica Cheles Cantabrana, presidenta de Ceafa. ¿La razón? “Los vinculamos así, porque el cuidador tendrá que estar con el enfermo todo el día. Probablemente, si es un familiar, renunciará a sus propios proyectos vitales, que después será muy complicado retomar. Si es un cuidador joven, reintegrarse será más sencillo, pero para una persona mayor que pierde al compañero o compañera de toda su vida, con quien esperaba compartir la vejez, será muy difícil”.

Atender a un paciente con Alzheimer no es solo pasar las horas haciéndole compañía. Es dedicarse completamente a su cuidado; enfrentar la impotencia de sus alteraciones de humor, sus palabras o silencios incomprensibles, su eventual agresividad; sus propios dolores físicos y emocionales, así como, paulatinamente, su desconocimiento de quienes lo rodean (incluido el cuidador, a quien muchas veces rechaza).

¿Cómo acompañas y atiendes a alguien que te echa de tu lado, porque no te reconoce? De ahí la dualidad, la culpa, el resentimiento, la rabia, el miedo, la pena… que pueden sumarse a la extenuación de los y las cuidadoras, quienes viven su propio duelo, pues han perdido a la persona que querían y conocían, y se enfrentan a alguien muy diferente.

“La persona que cuida tiende a volcarse en esa labor. Poco a poco se aísla, se descuida de sí misma, no comparte el cuidado y aparecen los problemas psicológicos y emocionales”, explica Cantabrana. A ello se añade el persistente estigma que prevalece sobre las demencias y que hace que muchas familias nieguen el diagnóstico inicial, y busquen más y más opiniones médicas, con la esperanza de que todo sea un error. Una vez superada esa fase de negación, muchos ocultan la enfermedad, por vergüenza. Vivirlo de esa forma complica las relaciones y, en muchos casos, impide que las familias afectadas tengan acceso a distintas ayudas (en los países donde el Estado asume su responsabilidad y las brinda) o apoyos para el enfermo y sus cuidadores.

La pandemia ha empeorado la situación de enfermos y cuidadores en todo el mundo. El Ecuador no es la excepción: “Nos ha afectado mucho porque hemos tenido que cerrar presencialmente nuestro Centro del Día al cual acudían diariamente alrededor de treinta adultos mayores con Alzheimer. Esto ha hecho que se mantengan en casa más tiempo sin una atención especializada y avance así más rápido el deterioro cognitivo. Además, el cuidador está agotado por el cuidado diario y permanente de su ser querido”, explica Cristina Calderón de TASE.

El “cuidador quemado” y el “nido vacío”

No hay horario que se cumpla a rajatabla, cuando una persona cuida a un enfermo de Alzheimer. Tampoco existe un día igual a otro. Con todo el cariño o la paciencia que se pueda tener, la demanda y el esfuerzo de esa labor consumen al cuidador o la cuidadora, si no se protegen.

Las jornadas junto al paciente son largas y las noches, muchas veces, son malas. El estrés, la tensión y la falta de tiempo terminan por “quemar” a la persona que se encuentra en esta situación, sobre todo si es un familiar que no tiene una formación para esta tarea.

Según la organización española Familiados, que trabaja el tema del Alzheimer, 40 % de los cuidadores no profesionales no recibe ayuda, ni siquiera de la familia cercana. También hay gente que no acepta ayuda, sobre todo esposos o esposas, que se sienten directamente responsables del paciente.

La sobrecarga termina por pasar factura, en un desgaste físico y emocional, y en una situación de estrés continuado. La misma organización asegura que 70 % de quienes cuidan personas dependientes tienen algún tipo de sobrecarga y 30 % una “gran sobrecarga”. Por eso, la importancia de que los cuidadores no se aíslen, busquen ayuda para tener tiempos para ellos mismos y compartan sus sentimientos. En algunos países existen grupos de apoyo y, por Internet, se puede acceder a foros y material informativo.

“Todos los cuidadores, tanto los formales, como los familiares, necesitan apoyo y contención. Sin embargo, es muy distinta una cosa de otra. Un cuidador externo puede aguantar un año, dos… pero no quince o veinte, como lo hace un familiar al que le tocó esa situación. No todo el mundo tiene la posibilidad o fortaleza para hacerlo”, explica Cecilia Ordóñez, experta en el tema, quien dirigió hasta febrero pasado la Fundación TASE.

“Un alto porcentaje de las personas que cuidan tienen que ajustar su jornada laboral o dejar su trabajo habitual”, explica Cheles Cantabrana de Ceafa. Esto significa menos ingresos”. Así, a la carga emocional se suma el problema económico.

“Cuando la familia está unida y se divide el peso, el adulto mayor estará más tranquilo y en paz. Pero generalmente se encarga una persona. Hay que aprender a pedir ayuda”, dice Ordóñez. “La dedicación es tal que, una vez que el familiar enfermo muere, el cuidador o la cuidadora experimentan un síndrome exactamente igual al del ‘nido vacío’, que afrontan los padres y madres cuando sus hijos crecen y se van de casa”.

Cinco como un puño

María de Carmen Paz y Miño Riofrío y sus cuatro hermanos —“cinco como un puño”, dice ella, orgullosa— recibieron hace diez años una noticia “brutal”: el diagnóstico de Alzheimer de su madre, María Esther.

“Cuando el médico nos lo dijo, le pedí que lo deletreara. Aunque ya se hablaba de esta enfermedad, para nosotros era algo nuevo”, cuenta esta profesional quiteña que, por puro amor a su madre, se ha convertido en una experta en el tema del cuidado, área en la que se forma continuamente, trabaja como voluntaria y brinda capacitaciones.

La decisión de todos los hijos fue afrontar la situación con honestidad y apertura. “Nunca le ocultamos a mi mamá el diagnóstico y contamos lo que pasaba a la familia y amigos más cercanos, para que entendieran su comportamiento”. Lo hicieron así porque estaban —y están— convencidos de que es urgente luchar contra el estigma, que hace que muchas familias o cuidadores vivan años muy difíciles en soledad.

“Yo asumí el rol de cuidadora desde el principio, aunque mi mamá no vivía conmigo. Tuvimos la gran suerte de que ella tuviera un tratamiento paralelo y siempre tratamos de conservar su independencia, haciendo que conservara una vida normal hasta donde fuera posible”.

Primero se instaló en los departamentos de un condominio para adultos mayores, donde compartía actividades de ocio y recreación con personas de su edad. Sin embargo, no era un lugar especializado en Alzheimer, así que la cotidianidad empezó a tener algunas dificultades por los síntomas que su madre presentaba. “Estaba triste, al final ya no quería unirse a las actividades”, cuenta María del Carmen. Una caída con un golpe en la cabeza empeoró su estado rápidamente. Ahora se encuentra en una residencia, donde recibe cuidados especializado las veinticuatro horas del día.

Estos diez años han sido un aprendizaje para ella y sus hermanos. “Al principio no entendíamos lo que pasaba ni cómo actuar. Nos enojábamos con mi mamá. Creíamos que hacía cosas por molestarnos a nosotros o a mi papá. Yo le daba libretitas para que se anotara las cosas, en vez de sentarme junto a ella para que hablara de su angustia al darse cuenta de lo que empezaba a pasarle. Eso era lo que ella necesitaba”.

El diagnóstico aclaró el camino y, durante todo este tiempo, la familia ha hecho un gran esfuerzo porque María Esther esté siempre acompañada y estimulada, aunque conscientes de que no podían detener la enfermedad que se encuentra en una fase avanzada. “Mi madre ahora tiene su propio lenguaje, que ni siquiera yo entiendo. A veces parece que canta o que reza. El resto son murmullos. Pero, aunque esté en su propio mundo, ella sigue siendo luz”.

La pandemia ha impedido que los hijos de María Esther la vieran por muchos meses, excepto por videollamadas. “Solo un día pude reunirme con ella”, cuenta su hija. “La abracé usando esos plásticos que separan a las personas, pero dejan libres los brazos. No sé si me reconoció, pero cuando le canté una canción que nos cantaba de niños, sus ojos brillaron de nuevo”.

(Testimonios). Recuadro 2.

Las cuidadoras externas también se implican
“Nunca te recuperas, cuando los pierdes”.

“Yo tenía treinta años y ella 73. Se llamaba Encarna. Era un encanto de persona. Cuando empecé a cuidarla estaba bien, pero poco a poco perdió capacidades. Todo iba muy rápido, incluso con medicación. Llegó un punto en que no conocía a nadie, solo miraba. Le costaba hablar. Veía arañas en las paredes. Estuve con ella dos años, trabajando diez horas diarias, incluidos los fines de semana. ¡Imagínate cómo acabé! Intentaba desconectar al llegar a casa, pero siempre estaba con eso en la cabeza. Aparte del agotamiento físico, está el psicológico, que es tremendo. Con el tiempo, perdió la movilidad y dejó de comer. Al final, solo estaba con morfina. No le pusieron sondas para alimentarla; la familia decidió acabar con su sufrimiento. Si eres una buena persona, no te recuperas nunca, porque tú lo das todo para que el paciente esté bien cuidado. Sin embargo, con el tiempo se va superando”. (Rosario, enfermera, 45 años)

“Si hay agresiones, te quedas muy tocada”

“El primer paciente de Alzheimer que cuidé fue mi exsuegro. Fue muy duro porque vivíamos con él. Vi a su propio hijo, que era médico, perder los estribos cuando su padre repetía las mismas cosas mil veces o no controlaba sus esfínteres. Cuidar a una persona con Alzheimer es una responsabilidad muy grande. Te sientes impotente, no puedes hacer nada y te sobrecargas moralmente. Hay familiares que no toleran la situación. Como cuidadora formal, tienes que tener conocimientos, aunque la familia te dará las pautas hechas por los médicos. Si una persona no se siente capaz de cuidar a un paciente así, es mejor que no lo haga, porque terminará perdiendo los estribos, botando la toalla o haciendo cosas que no debe hacer. No todos los casos son iguales. Hay algunos pacientes que están medicados y eso ayuda un poco. Pero otros no y, si son agresivos, es muy duro. Si no te reconocen, te pueden arañar, pegar. Después de una agresión, te quedas asustada, nerviosa, con mucha ansiedad. Para curarte tienes que hablar con alguien más, contarle lo que te pasa. Tienes que desahogarte”. (Dulce, enfermera, 38 años)

“Hay historias impactantes”

“En el centro en el que yo trabajaba, en Australia, había personas enfermas y otras que simplemente iban a pasar el día con nosotros. De los que estaban enfermos, la mayoría eran pacientes de Alzheimer leve, I y II. Hacíamos paseos con todo el equipo y la mayoría de veces todos lo pasaban bien. Había días en que uno de los abuelos se encontraba más desorientado o confundido, preguntando muchas veces la misma cosa: nuestro nombre, dónde estaban… Nunca se pusieron agresivos, pero sí había quien se ponía a llorar. Recuerdo a un señor con 55 años que acaba de ser diagnosticado con demencia. Este paciente tenía momentos de rabia, de mucha confusión y a veces de apatía. Su adaptación a su nueva realidad fue muy difícil. Su mujer nos contó la historia y era impactante, por tratarse de alguien tan joven y activo. Había sido informático y tenía su propia empresa. Creo que ese ha sido el paciente que personalmente fue más difícil para mí, con un comportamiento lleno de rabia. (Lucía, cuidadora profesional, 52 años)

MÁS SOBRE EL ALZHEIMER.

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual