Alonso Florencia Inca, rey de los indios de Quito

Por Fernando Hidalgo Nistri.

Edición 467 – abril 2021.

A mediados del año 1666 hizo su entrada a Quito, procedente de Lima, el maestre de Campo Alonso Florencia Inca, un noble de alto rango y miembro de una de las más linajudas estirpes indígenas cusqueñas. Venía acompañado de “títu­los” que le habían sido directamente otor­gados por el virrey de Perú y que le confe­rían el cargo de corregidor de Ibarra, uno de los más emblemáticos de la Sierra cen­tro norte. En el palacio de la Audiencia, ante el presidente y los oidores, presentó credenciales y tomó posesión de su cargo. En Quito permaneció aproximadamente seis meses y se alojó en San Roque, en la casa de Isabel Atabalipa. El barrio, tam­bién llamado El Auqui, fue en la época un auténtico feudo de la nobleza indíge­na quiteña. Allí moraban señores étnicos descendientes de los incas, junto a sus pa­llas, collas y ñustas. Aprovechó su estadía en la capital para conferenciar y entrar en tratos con importantes y poderosos caci­ques locales, con el objeto de declararse “rey de los indios”. Estas pretensiones, desde luego, fueron vivamente alimen­tadas por su parentela de incas quiteños, que también querían afianzar sus poderes étnicos.

Si, tal como parece, eran verídicos los títulos nobiliarios que ostentaba, resulta que Florencia Inca descendía nada más y nada menos que de la estirpe de Huaina Capac y de Huáscar. De hecho, para que se le reconocieran sus derechos y pre­rrogativas llegó a alegar su condición de nieto legítimo de este último. Apelando a las líneas de parentesco que presentaba su cuadro genealógico, alardeaba de osten­tar el título de rey de los indios. Florencia Inca era en realidad mestizo, puesto que su abuelo había sido un “conquistador” compañero de Pizarro en sus campañas cajamarquinas. Como otros españoles con rango, se había casado con una prominen­te colla cusqueña. Los matrimonios mix­tos no eran raros y fueron el origen de las aristocracias criollas y hasta de las propias estirpes cacicales. Asimismo, su padre ha­bía sido un “español”, el maestre de Cam­po Alonso Arenas, también casado con una colla nieta de Alonso Titu Atauchi. Este último era un noble bien posiciona­do en la línea genealógica de los incas y fiel colaborador de los españoles. En su currículum constaba haber participado en las guerras civiles peruanas y defendido el blasón realista. Carlos V, en premio a sus servicios, le otorgó la vara de alcalde mayor de los cuatro Suyos y el derecho a usar un escudo nobiliario. Esta alianza con los príncipes ibéricos hizo de Atau­chi un hombre poderoso e influyente en la gestión de las complejas relaciones con el mundo indígena. Los honores y el poder que se concedieron reflejan, claramente, las estrategias que la Corona implementó con miras a formar una nobleza indígena a la que consideraron clave para la gober­nabilidad del territorio.

Hacia fines de diciembre de 1666 y precedido de sus chasquis, Florencia em­prendió su marcha hacia el norte para to­mar posesión de su cargo. En cada etapa del camino, la comitiva recibió honores y muestras de lealtad por parte de los caci­ques locales. Entre el ajuar que portaba el séquito, había un cuadro al óleo en el que aparecía representada su genealogía, una pintura que no tenía otra función que la de validar su pretendida condición de rey de los indios. A lo largo del recorrido, hubo manifestaciones de reverencia, se barría el camino y se le erigieron arcos ricamente adornados. En San Pablo tuvieron lugar festejos tumultuosos e, incluso, hubo un “besamanos”, un ritual, sin lugar a dudas, tomado de los protocolos españoles. Ahí mismo se organizó, “con mucho lucimien­to”, una procesión en la cual Florencia, acompañado de la palla, desfiló en calidad de rey inca. Estas escenas, sin embargo, no eran una novedad, sino que formaban parte de los festejos de bienvenida a las au­toridades. Así, por ejemplo, con motivo de la coronación de Carlos III, las autoridades étnicas de Licán y de Yaruquíes hicieron desfilar al inca y a la palla desde estas lo­calidades hasta Riobamba. Estos montajes, que fueron fomentados por los españoles, tenían como objetivo confirmar la autori­dad de las nuevas dignidades y ratificar los poderes de los caciques. Como dato curio­so a resaltar, esta costumbre pervivió en el Ecuador por lo menos hasta la década de 1940. Silvio Luis Haro ofreció un valioso testimonio de cómo este mismo ritual se llevó a cabo para celebrar la bienvenida al nuevo párroco de Licán.

Alonso Florencia, sin embargo, no fue una autoridad al uso y dedicada fielmente al ejercicio de sus responsabilidades. Lejos de ello, más bien se dedicó a subvertir el orden y a soliviantar a los indios. Sobre él recayeron las sospechas de estar tramando un levantamiento general contra las auto­ridades españolas. Su intención era hacer­se con “la vara de alcalde mayor de toda la provincia de Quito”, esto es, proclamarse rey de los indios, un título no reconocido oficialmente. Aquí hay que destacar cómo el ambicioso proyecto fue planificado con un buen tiempo de antelación entre la nobleza inca del Cusco y la de Quito. La novedad de la llegada de Florencia fue co­nocida por los caciques con anticipación. En Quito el centro de este insólito movi­miento fue Isabel Atabalipa, una colla, que había sido reconocida por las autorida­des españolas como descendiente directa de Atahualpa. Su papel fue crucial como nexo de unión entre Florencia y la extensa red de señores indígenas. Dos años antes de su llegada ya circulaban entre los indios noticias revestidas de profecía acerca de la pronta venida de un inca cuasi mítico, quien volvería a poner las cosas en orden. En Tumbaco tuvo lugar un curioso suceso que contribuyó mucho a potenciar el ca­risma mesiánico de este héroe étnico. Un misterioso mensajero venido del Cusco hizo correr la voz que anunciaba la venida de un inca para “liberarles de su cautive­rio”. Estas mismas noticias se dejaron oír en Ambato y en Urcuquí. Un indio, Mar­cos Chiquincho, confesó que los caciques García Ati y Gerónimo Cando estaban anunciando lo “poco que durarían los es­pañoles porque los descendientes de los incas estaban vivos” y que pronto “vendría su rey” para “sacarles de su cautiverio”. Ro­que Ruiz, un indígena influyente, advirtió que el tal mensajero de Tumbaco había sido enviado por Pedro Bohórquez. Este último era un conocido pícaro y hábil em­baucador que se había declarado rey de los indios de Tucumán y que organizó la bús­queda del legendario Pahititi, un reino en el que los últimos incas habían encontrado refugio seguro. Las evidencias indican que los señores étnicos quiteños plegaron al movimiento y hasta aceptaron atenderlo como a un rey. Como prueba de lealtad, el cacique de San Pablo aceptó de buena gana que su hijo entrara a su servicio en cali­dad de criado. El mozo le servía descalzo, algo que en otro contexto hubiera resul­tado una afrenta para quien, en derecho, podía vestir a la usanza española y portar daga y espada. Las exigencias de Florencia Inca, sin embargo, no ofendieron al joven, al punto que manifestó estar feliz de estar “sirviendo a su rey”.

Los problemas con el nuevo corregidor comenzaron propiamente en Ibarra. En el ejercicio de su cargo Florencia hizo caso omiso del cumplimiento de las normas acostumbradas, una situación que sembró el desconcierto y la desconfianza entre las autoridades y la población no indígena. Su comportamiento era inusual y a todas lu­ces se dedicó a violentar un orden jerárqui­co de obligado cumplimiento. La violencia que ejerció contra el esquema de cortesías vigente resultaba inadmisible. Los españo­les, por ejemplo, se quejaron amargamente de cómo Florencia atendía primero a los caciques “antes que a ellos”. También reca­yó sobre él la acusación de haber fomenta­do entre los indios el “orgullo y la osadía”, de tal modo que ya no querían hacer las cosas que los blancos les mandaban. Asi­mismo denunciaron sus comportamientos dictatoriales y violentos: concretamente había amenazado con “reventar los sesos contra la pared” a los “potentados” que opusieran resistencia a sus “decretos”. Todo apunta a que Florencia había creado un clima de hostilidad hacia el mundo blanco criollo. Como prueba de ello, varios testi­gos sacaron a relucir cómo en las fiestas del carnaval de Ibarra los indios habían tenido actitudes hostiles hacia los españoles. La situación había llevado a que estos últimos se vieran obligados a desenvainar sus espa­das. Asimismo, una imprudencia del hijo del cacique de Urcuquí reveló cómo los in­dios esperaban ese día en que “los españo­les no osarían mirarles a los ojos o cruzar los umbrales de sus casas sin pedir permi­so”. Por último, hasta fue acusado de hechi­cería y de alentar el retorno al paganismo. El cura de Tontaquí advirtió que Florencia hacía “movimientos ocultos” y ceremonias “secretas” que remitían a la “falsa religión del Perú”.

El exceso de ambición de nuestro inca y su intención de convertirse en rey de los indios rebasó peligrosamente los límites permitidos por el ordenamiento colonial. En el ejercicio de sus funciones, resultaba que las autoridades españolas estaban sien­do intencionalmente marginadas. Nues­tro regidor había dado por hecho que su condición de noble y de miembro de una panaca inca le daban derechos omnímo­dos sobre los indios. Este comportamien­to, desde luego, fue interpretado como un cuestionamiento en toda regla a la auto­ridad del monarca español. Las cosas se volvieron todavía más en su contra cuando se descubrió la correspondencia que había mantenido un estrecho colaborador suyo con un importante cacique de Riobam­ba. La misiva en cuestión revelaba que los indios de Quito estaban preparando una “conspiración general”. También resultaba inquietante ver cómo Florencia manipula­ba la historia, transmitiendo el mensaje de que el Imperio inca, lejos de haber desapa­recido con la conquista, seguía pervivien­do. Tal como era de esperarse, los jueces actuaron y terminaron destituyendo al des­venturado Florencia. Al poco tiempo fue enviado a Lima. Ahí, según comenta Car­los Espinosa, quien estudió el caso a fondo, se perdieron las pistas. Sea como fuere, lo cierto es que nunca más llegó a ejercer un cargo ni tampoco se le conocieron actua­ciones de relieve acordes a su rango. Con toda probabilidad fue perdonado y debió de morir sin pena ni gloria.

La actitud levantisca de Florencia hay que entenderla dentro del marco de los in­tentos de los caciques locales y de la nobleza inca quiteña de recomponer sus antiguos poderes. Desde mediados del siglo XVII, o incluso antes, los señores naturales de la tie­rra estaban perdiendo poder y prerrogati­vas de manera acelerada. García Ati, un importante cacique, es un buen ejemplo de quien vio cómo su autoridad era cada vez más cuestionada. Asimismo, las comunida­des estaban experimentando la merma de sus derechos ancestrales sobre sus tierras. Para estas fechas la Corona ya no era muy proclive a la formación de una nobleza in­dígena y eso se sintió mucho. A partir de este momento el prestigio de los caciques fue decayendo, una deriva que se acentuó con los Borbones y que finalizó en tiempos de la Independencia. Ya en los inicios de la época republicana, ya eran irrelevantes. Las actuaciones de Florencia no se relacionan, pues, con las conocidas revueltas indígenas que convulsionaron a los Andes del Perú. En Quito no se produjeron esos movimien­tos que los etnógrafos, antropólogos e his­toriadores han identificado bajo las deno­minaciones de Incarris, de Taki ongoy o de eventos del tipo Pachacutig. Las evidencias más bien permiten inferir que para conse­guir su condición de rey de los indios, Flo­rencia se valió de los procedimientos de le­gitimación que había impuesto el propio ordenamiento español. La restauración del Imperio inca, vale decir, no implicaba un Pachacutig, esto es el inicio de un largo ciclo de renovación del cosmos. Tampoco hay indicios de que se haya apelado a ese tiem­po mítico que en teoría determinaba los ritmos del mundo andino.

Felipe Guamán Poma de Ayala (1537-1616) fue un indígena conocido por denun­ciar los malos tratos de los españoles a los pobladores nativos de los Andes. Sus di­bujos constituyen la representación más exacta tanto de la vida incaica cuanto de la peruana colonial.
Un indio, Marcos Chiquincho, confesó que los caciques García Ati y Gerónimo Cando estaban anunciando lo “poco que durarían los españoles porque los descendientes de los incas estaban vivos” y que pronto “vendría su rey” para “sacarles de su cautiverio”.

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