Alicia en el país del oro

Diners 466 – Marzo 2021.

Por Mercedes Mafla.
Fotografías: Cortesía

El Ecuador es un país de viajeros, muchos célebres y otros discretos. El interés del poeta Roy Sigüenza, por lo que él llama su comunidad, es decir, el pueblo de Portovelo, está seguramente asociado al hecho indiscutible de que la memoria es la fuente esencial del conocimiento del mundo y de uno mismo. Indagar en el pasado histórico es una operación impulsada por la curiosidad sobre los orígenes, y es esta curiosidad la que hace que se propicien encuentros tan favorables como el que ha dado nacimiento a la versión en español de las memorias de una singular viajera neoyorquina. El libro, recientemente publicado por la editorial de la Universidad Católica, gracias al buen criterio de Santiago Vizcaíno, y titulado Alice Lovell Kellogg, viajera. Memorias de una neoyorquina en el Ecuador de principios del siglo XX, Portovelo 1916/1928, es prueba de esa conjunción tan favorable. El propio Sigüenza cuenta que el libro en inglés le fue regalado por la geógrafa Andrea Carrión, quien hacía estudios sobre legislación minera en Estados Unidos y, junto a la catedrática ecuatoriana, en ese momento profesora de la Universidad de Utha, Betty Aguirre, se unieron para traer a la vida la fascinante historia de una mujer que vivió más de una década en el Campamento Minero de Portovelo. Fue Betty Aguirre quien se encargó de la impecable traducción y junto a Roy iniciaron un idilio con el personaje descubierto. Alice no solo vivió allí, sino que, al volver a su país, se dio a la tarea de rememorar su paso por el insólito lugar. Editó privadamente estas memorias llamadas originalmente Portovelo y las compartió con sus amigos, como si los invitara a una sesión de fotos para celebrar o presumir las fantásticas experiencias de su paso por las tierras ecuatoriales.

Lo que deslumbra de estas memorias es que van en contra de todo prejuicio. Lejos de presentarnos un calvario de sufrimiento por el desarraigo, enfrentamos la voz de una testigo admirablemente jovial y dueña de una curiosidad inagotable, propia de la visión anglosajona, pero, además, conocemos a una madre de cuatro niños pequeños que tiene la alegre habilidad de disfrutar de sus dioses domésticos, sin drama, a pesar de las dificultades. No puedo sino recordar al gentil lector que esta aventura sucedió a principio del siglo XX, en un momento en el que el llamado espíritu de la época no era precisamente alentador. Pero Alice Lovell Kellogg está hecha con los materiales de una mujer actual, esa tercera mujer de la que habla el filósofo y sociólogo Gilles Lipovetsky, es decir, una mujer que logra equilibrar con gracia la vida privada y su paso por lo público. Digo esto porque pienso en la poesía que se estilaba por entonces en nuestra melancólica literatura (reflejo de ciertos modos de vivir, sin duda). Recuerdo el poema de uno de nuestros trágicos modernistas: Arturo Borja, quien le daba a su musa el nombre de Misteria (la primera mujer, según el filósofo francés), es decir, la encarnación de la femme fatale, heredera de la terrible Eva, esa que calla y existe exclusivamente a través de la visión idealizadora o violenta del hombre.

Alice, quien había hecho estudios superiores (algo inimaginable por estas tierras, en esos años) se convierte en la mirada perfecta para desautomatizar todo cuanto imaginamos, gracias a nuestra melodramática literatura de entonces. La clave de la frescura de estas memorias radica, desde luego, en el tono de Alice. Deducimos, sin esfuerzo, que estamos ante un espíritu libre, generoso y aventurero. Su buen humor es un remanso de constante dinamismo. No hay ni prejuicios ante el mundo que visita, ni tampoco discurso reivindicativo alguno, de esos que han hecho, de buena parte de la llamada literatura testimonial actual, una colección de manuales de catecismo, tediosos y carentes de riesgo.

Alice recuerda, ya de regreso en Nueva York, su salida, junto a la familia “como una caravana de gitanos”, de una ciudad que imaginamos, quizá como lo hizo Kafka: desenfrenada y en pleno auge de migraciones e ímpetus constructores. Acompañamos a Alice por Panamá o navegando, siempre agradecida y de insólita y envidiable buena disposición; navegando por el río Guayas, alejándose, con educación de los dudosos baños, pero también proyectando su admirable entusiasmo y vitalidad por los “alegres monos” selváticos, y actuando con entrañable precisión científica al nombrar los árboles de lulupa o los ceibos; además de hacer lo que todo viajero que se respete hace: comparar. Entonces el camino a Portovelo se transforma en un campo de arroz chino, por ejemplo; pero también ella constantemente nombra el lugar donde fue feliz por tantos años. Conocemos así palabras perdidas como La Escalera o Ayapamba, entre muchas otras.

Capítulo aparte es la relación de Alice con sus trabajadoras. Así se refiere a ellas: “Creo que les caía bien a mis empleadas, espero que sí, porque a mí me caían muy bien, con muy pocas excepciones. Les pagaba un poco más del salario establecido, les daba buenas habitaciones y muchos privilegios. Algunas de ellas fueron mis buenas amigas y mantuvimos correspondencia por algunos años después de haber abandonado el campamento definitivamente”. Si la mirada de quien observa incide en lo observado, a través de los ojos de esta joven de veinticinco años (edad en la que llegó al Ecuador), el lector mira, como por primera vez, aquello que daba por sentado, llevándonos a recordar que quizá todos seamos extranjeros en este mundo. Ese es el mensaje de oro que puede entrañar la historia de Alice Lovell Kellogg y su feliz paso por Portovelo.

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