“Es solo un trabajo. La hierba crece, los pájaros vuelan, las olas golpean la arena… y yo pego a la gente”.
Alí
El boxeo es arte de gladiadores, de bestias criadas para la batalla. Oficio solitario como la escritura: el boxeador está solo y en la lucha pone en juego su humanidad entera, no solamente su físico. El deterioro al que el gladiador se somete inicia en los golpes en la cabeza y alcanza a la moral. El boxeador se apropia de su espacio sobre el cuadrilátero o en su carrera pugilística pero nunca está seguro de sí: aunque haya aprendido los trucos del oficio, propinar golpes con elegancia y cálculo, todo empieza siempre de nuevo en cada combate. El box es la reminiscencia del mundo de guerreros y titanes, una rudeza que apenas alcanza a una explicación racional. Es, como alguna buena literatura, irracional y enigmática. Aunque no coloque de modo fortuito e instantáneo a la muerte frente al hombre como ocurre con el toreo, en el box la muerte asecha, lenta e implacable. Pero los boxeadores nunca ganan nada —más que las decenas o centenas de millones de dólares por peleas legales y amañadas que se acumulan en el banco—, los boxeadores todo lo pierden en su empeño: la dignidad, la belleza, la cordura y hasta la vida.
El boxeo es el antideporte por antonomasia. La lucha de los gladiadores en una lid reglamentada a la medida de las contemplaciones de la vida y las licencias de la muerte. No hay otra cosa que locura en el acto de ser golpeado decenas de veces en la cabeza y luchar por no caer, por resistir, dominar el cuerpo y vencer al oponente. En esa batalla de la perseverancia del cuerpo y lo que supone adiestrarlo para no caer reside la agreste fascinación del boxeo. Aplicarse en convertir la humanidad en fortín ante el incesante acoso de los guantes del adversario es el fin de saltar a la cuerda, correr kilómetros y más kilómetros, pegarle a la pera, trabajar el abdomen o controlar el peso en onzas para estar a punto en la báscula.
Quienes admiramos el boxeo somos los modernos espectadores del circo romano. Se han perdido las armas y nos han quedado las reglamentaciones de la lucha moderna de gladiadores caballeros. La mesa ha quedado puesta para el servicio de la derrota y las lecciones que deja a los hombres. El boxeo es la suprema lucha del fracaso que llega más temprano que tarde pero siempre llega. En la era moderna del boxeo no ha habido gladiador más grande que Muhammad Alí, el que volaba como mariposa y picaba como avispa, el poderoso gigante de la esgrima con fuerza de acero y el espectáculo de la provocación a prueba de toda resistencia. Alí representa en la lucha contemporánea del box el puño de la rebeldía y la justicia, y la interpretación del dolor en su simpleza: una comedia de resolución previsible y prolongada. En Alí ello se extendería de la gloria de la década de 1960 al Parkinson de 1980 y posteriores. Y en medio, el pináculo, la gloria, la perennidad y el rastro eterno del rebelde por antonomasia del deporte. El suyo fue un espectáculo de vigor, arrogancia y carisma, el más estrepitoso que han conocido los deportes, Alí fue el sumo sacerdote de la fuerza animal dentro de un hombre.
No fue solamente la sumatoria de talento deportivo, técnica impecable, fuerza descomunal, convicciones radicales y gran ascendente social los que hicieron de este gigante algo de excepción, sino un componente aliado de su supremacía competitiva: el ser el símbolo del equilibrio estético en su combinación de mariposa y avispa, gracia y ligereza, inoculación implacable. Ello ha comunicado a la imagen de Alí con la de los héroes de todo tiempo y lugar. El ensayista George Steiner lo ha dicho: “Mohammed Alí era también un fenómeno estético. Era como un dios griego. Homero habría entendido a la perfección a Mohammed Alí”, y con ello sugiere que deberá ser escrita la epopeya de Alí en su gloria y tragedia.
Desde la infancia Alí se había declarado el “más grande”, una manera de establecer su superioridad desafiante ante el adversario. La historia cuenta que este titán, suma de inteligencia y provocación, este dios negro de la agudeza y la fuerza indomable, fue un muchacho al que los malandrines de la esquina robaron una bicicleta. Corría el año 1954 y el boxeador de nombre Cassius Clay habitaba una barriada pobre de Louisville en el estado de Kentucky. El oficial de policía que lo consoló impulsaría al niño Clay a defenderse en el aprendizaje del boxeo y él seguiría el consejo al pie de la letra hasta escalar posiciones en el reñido escalafón boxístico americano y llegar a ser el mejor púgil amateur del país. Su estado se engrandecería con las preseas obtenidas por el hijo más famoso hasta lograr la medalla de oro en las Olimpiadas de 1960. Esas serían las bases del descubrimiento del monstruo.
¿Pero qué hizo de Cassius Clay un fenómeno de la naturaleza en estado puro? Idear una técnica que combatía expresamente la ortodoxia de los principios del boxeo clásico, así como venía practicándose desde el siglo XIX. Clay tomó como modelo a Sugar Ray Robinson pero con una variación que sería definitiva y marcaría un estilo que ha sido pasto de la crítica de los defensores del boxeo más callejero —estilo que hoy en día encuentra su consumación en un púgil tan perfecto como escaso de carisma, Mr. Floyd Mayweather—: extremar hasta límites de extenuación el juego de piernas, esquivar los golpes y contraatacar aprovechando el agotamiento del contrincante. Una mezcla de desconcierto psicológico y agotamiento físico al que es sometido el contendor de tan impresionante método. Una fórmula compuesta por reflejos de bateador de béisbol y ataque de “electricidad” y “trueno”, como William Hazlitt, el ensayista inglés, describiría la pegada de viejos boxeadores de dos centurias atrás. En lugar de levantar la guardia y resistir el embate, Clay enseñaría a huir del impacto a la velocidad de la luz y contraatacar con una enloquecida batidora de golpes que podrían cegar al más pagado. De ese modo sería patentado el famoso “vuelo como una mariposa, pico como una avispa” de la factoría Clay/Alí.
Alí llevó al límite el método de su maestro Ray Robinson al luchar como un peso medio en la masa de un gladiador de todos los pesos. En los primeros sesenta se instaló como el mejor combatiente de peso completo —recordemos que en ese tiempo ostentaba más de 90 kilos— que atacaba como un técnico más ligero por su velocidad, agilidad y prestancia. Alí edificó su carrera como un impecable matemático de la rapidez, unido al genio de un estratega de guerra. La primera gran batalla que debió librar este dios olímpico impuso también su gran capacidad de provocador, un payaso camorrista a tiempo completo, enfrentado al campeón reinante Sonny Liston. La destreza de Alí para volver loco a sus rivales sería su sello de fábrica, la amenaza previa al rival para sacarlo de quicio y destrozar su seguridad, un método que en aquellos años era más que novedoso. Ya desde los inicios Alí desafiaría a sus contendores con la intimidación de hacerlos caer en el episodio tal del combate… y solía cumplirlo. Con Liston, un exconvicto con todo el furor del crimen en los ojos, parecía que a Alí se le vendría un panorama casi infranqueable. La seguridad de Liston provenía de su leyenda en la cárcel, de sus orígenes desconocidos y oscuros, y de su fama de invencible. Por lo demás estaba muy pagado de su paso por el reclusorio. Pero no podía contar con la chispa enloquecedora del retador que lo perseguía en las apariciones públicas previas, le disparaba osadías a quemarropa y le recitaba poemas que satirizaban la aparente cobardía de Liston. Pese a las trampas utilizadas por el campeón reinante en la pelea —había impregnado de sustancias irritantes sus guantes para cegar a Alí— el monarca de todos los pesos reduciría al convicto con la clase que haría de él una leyenda.
Era la década del sesenta, recordémoslo, y todo estaba para ser cuestionado. Alí vencía a Liston y se inclinaba por la causa más radical de los negros americanos de la mano del carismático y elocuente líder de la Nación del Islam, Malcolm X. Una vez que obtuviera el campeonato mundial en la contienda contra Liston, Alí se uniría a un grupo extremista que proclamaba la separación de los negros estadounidenses bajo la bandera islámica, aislados de unos blancos que permanecerían bajo la creencia cristiana. Para operar su consigna radical echaría a la basura su nombre de “esclavo”, Cassius Clay, y lo mudaría por el nombre eterno de Muhammad Alí. De ese modo todo tomaba un cariz más serio en la vida de Alí, de las declaraciones públicas a la génesis de sus apoteósicos combates con Frazier y Foreman —Kinshasa, 1974—, más la revancha con el mismo Frazier en Manila en 1975. Alí iba tomando el cuerpo y la forma de una leyenda en la aspereza de sus declaraciones políticas, en la coquetería de sus actitudes —mítica es la fotografía en que el campeón desploma de un solo golpe a los Fabulosos Cuatro, los Beatles, escarabajos provenientes del mismo laboratorio de desplantes que el Grande—, en la convicta pasión de sus rechazos. El mayor de ellos lo condenaría a un exilio de nada más y nada menos que cuatro años de los cuadriláteros: su negativa a reclutarse para la guerra de Vietnam en el momento más alto de la contienda. Alí diría: “ningún Vietcong me ha llamado nunca negrata” con su sonrisa despierta y socarrona, pero su actitud no haría mucha gracia al establishment norteamericano: en lugar de enviarlo a la chirona lo despojarían del título a pesar de ostentar un registro de marca insuperable, veintinueve peleas con veintinueve victorias, de las cuales veintitrés vinieron por la vía del knock out. Alí debería aguardar a 1970 para volver a disputar su corona, pero ya las fuerzas del sistema habrían complotado contra él arrebatándole lo más preciado: su juventud de espíritu libre e ingobernable.
El resto quedará en la retina del ojo de nuestro tiempo. El combate con Foreman en Kinshasa, Zaire, será recordado por siempre como la gran pelea de todos los tiempos. Para la simbología de los gladiadores Kinshasa sería la prueba de que en la tragedia también puede despertarse la gloria si viene de la mano de un elegido, de un coloso. A su retiro, en 1981, Alí ya manifestaría los síntomas del Parkinson, mal que terminaría por doblegarlo muchos años después. Pero la imaginación ya estaba hecha para bienestar eterno de los combatientes. Aquí tenemos al gran campeón en la oscuridad de la vida eterna. Aún echa en falta a su poeta inmortal, su Homero. Aguardaremos con paciencia por su arribo.