Algo que suena a genocidio

La situación en China del pueblo uigur, de etnia asiática y fe musulmana, se deteriora cada día más.

Foto: Shutterstock.

La expulsión, a pesar de haber sido fulminante (“tiene 24 horas para irse”) y de haber sido transmitida por vías no oficiales, terminó siendo tardía: cuando John Sudworth, el corresponsal de la BBC en Pekín, se embarcó hacia Taipéi ya el mundo se había enterado de lo constantes y brutales que han sido los atropellos a los derechos humanos que sufre la minoría uigur que vive en la región de Xinjiang, en el extremo noroccidental de la República Popular China, y que incluyen desde violaciones sistemáticas de las mujeres y la separación de los hijos de sus padres hasta el internamiento de decenas de miles de personas en campos de reeducación. Todo lo cual, por supuesto, es negado con vehemencia por el gobierno chino.

“Mientras mi familia y yo salíamos al apuro, asustados y habiendo hecho las maletas a última hora, policías vestidos de civil nos vigilaron frente a nuestra casa, nos siguieron hasta el aeropuerto y se aseguraron de que nos embarcáramos en el avión”, según el relato de Sudworth, el periodista inglés que reportó ocho años desde Pekín y que es, por ahora, el último de los corresponsales extranjeros que han tenido que salir de China por el reforzamiento de la censura de prensa y el hostigamiento a los medios internacionales ocurridos desde 2013, cuando Xi Jinping asumió como líder del Partido Comunista. “Pero nunca pudieron desmentir mis reportes”.

De la opresión en China de los uigures, un pueblo de religión musulmana, que habla una lengua de origen túrquico y de alfabeto árabe y cuya etnia está emparentada con las naciones del Asia Central (en especial Kazajistán, Kirguistán y Uzbekistán), se sabía desde comienzos de este siglo, cuando el gobierno chino aseguró que activistas uigures colaboraban con la red radical islámica Al Qaeda, que por entonces había adquirido notoriedad mundial por los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington. Pero el tema se reactualizó y tuvo repercusión planetaria por una serie de informes de Sudworth sobre la construcción de unos inmensos campos para reeducar a los uigures, haciéndoles renunciar a su religión e instruirles en los principios del socialismo marxista.

De acuerdo con cifras del Congreso Mundial Uigur, que tiene la sede en Múnich, hay veinte millones de uigures repartidos por el planeta, entre ellos diez millones en China, números que, debido a la diáspora, son difíciles de verificar. A esa dificultad se suma el hecho de que en Xinjiang (la provincia más extensa de China, con más de un millón y medio de kilómetros cuadrados y unos veinte millones de habitantes) el gobierno ha efectuado asentamientos masivos de población de la etnia han, la predominante en China, para así terminar la supremacía de los uigures, lo que ya habría conseguido. (Algo similar estaría ocurriendo en el vecino Tíbet, donde la población de la etnia han también estaría siendo incrementada año tras año.) La diáspora uigur, concretada en comunidades muy nutridas en Estados Unidos, Alemania, Suecia y Turquía, tiene ya un largo recorrido: empezó en 1949 y no se detuvo jamás.

El “Turkestán Oriental”

En diciembre de 1949, en efecto, el ejército de la República Popular China, proclamada tan sólo dos meses antes, tras el triunfo de las huestes comunistas de Mao Tse Tung en la guerra civil, ocupó la región de Xinjiang, donde cinco años antes el pueblo uigur había establecido la Segunda República de Turkestán Oriental (la primera, muy efímera, había sido creada en 1933), con capital en Ghulja y con unos siete millones de habitantes. La toma de la región fue precedida por la muerte, en un muy extraño accidente de aviación, de los once líderes separatistas. Con la extinción de la república uigur comenzó el éxodo de sus habitantes, mientras su territorio era reincorporado a China.

A lo largo del medio siglo siguiente, el movimiento separatista promovió tumultos callejeros e incluso actos violentos, todos ellos reprimidos por la fuerza, lo que mantuvo en un nivel muy bajo el diálogo entre las autoridades chinas y los dirigentes uigures. Tras el ataque de Al Qaeda en los Estados Unidos, el gobierno de Pekín endureció su actitud frente a los uigures, vinculándolos con la red islámica y afirmando que sus activistas reciben entrenamiento militar en Afganistán, sobre todo en técnicas de sabotaje. Esa acusación se basó en que veinte uigures fueron capturados por el ejército estadounidense durante los primeros meses de la guerra afgana, en 2001, y llevados a la base de Guantánamo, en Cuba, donde permanecieron cautivos seis años y de donde fueron liberados sin cargos, para después reubicarlos en Albania, las Bermudas y la isla de Palau, por su negativa de volver a China.

A partir de esa primera acusación de terrorismo, el gobierno chino ha mantenido un control férreo de los nacionalistas uigures, incluso, como sucedió en vísperas de los Juegos Olímpicos de 2008, en Pekín, disponiendo detenciones preventivas, lo que precipitó la huida al exterior de miles de personas. No obstante, la región de Xinjiang ha sido una de las más favorecidas por la ejecución de grandes proyectos de desarrollo, con el consiguiente crecimiento de la economía. Lo que, según los portavoces del gobierno, no destacan en sus informes los corresponsales de la prensa internacional, dieciocho de los cuales fueron expulsados del país en 2020. En marzo de 2021, el de la BBC, John Sudworth, fue añadido a esa lista.

Sudworth fue uno de los periodistas que, desde la segunda mitad de 2018, denunció el surgimiento de un sistema de campos de detención para los musulmanes de Xinjiang. En agosto de 2020 esa denuncia fue acogida por el comité de las Naciones Unidas para la eliminación de la discriminación racial, que expresó su “honda preocupación” por la situación en China de los uigures, que estarían siendo víctimas de detenciones en masa para internarlos en esos campos, a los que las autoridades locales describen como “centros de formación profesional”. El número de detenidos, según estimó el comité, podría ser de hasta un millón de personas.

“Transformar el pensamiento”

Xinjiang es una región autónoma de la República Popular China (un país inmenso, de casi diez millones de kilómetros cuadrados, divididos en veintidós provincias, dos regiones administrativas especiales —Hong Kong y Macao—, cuatro municipios bajo jurisdicción central y cinco regiones autónomas), por lo que tiene autoridades propias que, siguiendo la política del gobierno central, han afirmado una y otra vez que los militantes radicales uigures, a los que califica de “colaboradores de Al Qaeda”, mantienen activa una campaña de violencia cuyo propósito final es proclamar un Estado independiente, lo que exige el mantenimiento de controles constantes. Incluso el diario Global Times (dependiente del Partido Comunista, como toda la prensa china) aseguró a finales de 2020 que esa vigilancia estrecha de los líderes uigures había impedido que Xinjiang se convirtiera en “la Siria de China”. Los campos de detención servirían, entonces, para “combatir el extremismo a través de la transformación del pensamiento”.

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Su descubrimiento, según reportó la BBC, ocurrió el 22 de abril de 2018, cuando una fotografía tomada desde un satélite identificó “una enorme instalación de seguridad” que había sido levantada en el mismo lugar en el que menos de tres años antes, el 12 de julio de 2015, sólo había un desierto de arena, según constataron los investigadores revisando el sistema de mapeo global de Google Earth. La instalación, con un muro exterior de dos kilómetros de longitud y dieciséis torres de vigilancia, está ubicada en la localidad de Dabancheng, a una hora por carretera de la capital regional, Urumqi.

Cuando periodistas de la BBC llegaron a Urumqi con la intención de inspeccionar los lugares, unos diez o doce, en los que estarían ubicados los campos de detención, al primer lugar al que se encaminaron fue el complejo de Dabancheng: “es como una miniciudad que ha emergido de la arena, llena de grúas, con filas y filas de edificios grises, todos de cuatro pisos”. Sin embargo, la policía les impidió entrar y evitó que conversaran con los residentes de la zona. Pero la televisión, también dependiente del Partido Comunista, sí difundió entrevistas a ciudadanos de Dabancheng, que suenan como confesiones, con expresiones como “he comprendido cuáles son mis errores” y “ahora sí seré un buen ciudadano”.

Estos campos de reeducación, siempre según la BBC, son exclusivamente para los grupos musulmanes, lo que, de acuerdo con las autoridades regionales, se debe a que una de las materias básicas que se enseñan es el idioma mandarín, que la mayoría de los uigures no hablan. Las otras materias están encaminadas a “combatir el extremismo mediante una combinación de teoría y capacitación laboral”. Los videos de la televisión demostraron que a las mujeres, a pesar de su fe musulmana ortodoxa, no se les permite usar velo, pues, aunque no se lo diga, un objetivo fundamental de los campos es alejar al pueblo uigur de la religión y de los valores islámicos, porque —y esto se repite con frecuencia— “Urumqi está no sólo geográfica sino también culturalmente más cerca de Bagdad que de Pekín”.

¡Genocidio…!

Ese desarraigo con respecto a lo chino ha determinado que en las zonas de mayor concentración de población uigur las autoridades estén usando en gran escala tecnología de vigilancia de última generación, incluyendo cámaras de reconocimiento facial, dispositivos capaces de leer contenidos de teléfonos celulares y de recolección de datos biométricos. En esas zonas, además de la prohibición del velo para las mujeres, a los hombres se les impide llevar larga la barba y está vetada la instrucción religiosa y el empleo de nombres musulmanes. “No es una cuestión de religión, sino de detener el separatismo y de fomentar el patriotismo”, de acuerdo con la versión oficial. Patriotismo que, según impuso el gobierno de Pekín a principios de 2021 para frenar el movimiento democrático de Hong Kong, implica pertenecer al Partido Comunista.

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Varios gobiernos occidentales, entre ellos los de Estados Unidos, Canadá y los Países Bajos, han calificado el tratamiento en China a los uigures de “genocidio”, debido a los programas obligatorios de reeducación, la prohibición de la práctica religiosa, la separación de niños de sus padres, las violaciones sistemáticas de mujeres, las esterilizaciones masivas y el empleo de personas como mano de obra esclava, además del uso de la tortura en los interrogatorios a los sospechosos de pertenecer a grupos separatistas o de tener vínculos con organizaciones radicales islámicas. “Todo eso es ridículamente absurdo”, según le dijo el canciller chino, Wang Yi, a la agencia Reuters. “El llamado ‘genocidio’ en Xinjiang es un rumor con motivos ocultos y una gran mentira”.

Más aún, para el gobierno chino, según declaró su canciller, genocidio es “lo que se cometió con los nativos norteamericanos en el siglo XVI, con los esclavos africanos en el siglo XIX y con el pueblo judío en el siglo XX, aparte de lo que está sucediendo en el siglo XXI con los indígenas australianos”. En todo caso, se pueda o no calificar de genocidio a lo que está ocurriendo con el pueblo uigur, parece evidente que la China de la etnia han, de los valores confucianos y de la ideología marxista-leninista-maoísta, que tiene al mandarín como lengua hegemónica, está tratando —y para hacerlo emplea cualquier método— de alcanzar pronto una unidad pétrea y sin fisuras en las creencias, el idioma y la identidad cultural, para así llegar a ser, como lo ha anunciado Xi Jinping, la primera potencia del mundo antes del año 2050.

Derechos humanos chinos…

Wang Yi.

Ocurrió en febrero: el canciller Wang Yi se presentó ante el consejo de derechos humanos de las Naciones Unidas y, para el desconcierto de muchos y el estupor de todos, planteó que en su país se aplican unos “derechos humanos con características chinas”. Ni más ni menos. Es decir la substitución de la universalidad de esos derechos, proclamada en la constitución estadounidense de 1787 y en las bases de la Revolución Francesa de 1789 y desde entonces aceptada y adoptada en el mundo entero, por una interpretación nacional subjetiva y arbitraria, contra la que no hay objeción posible.

Está claro que todo país puede exigir la no injerencia extranjera en sus asuntos internos. Y, por cierto, los “derechos humanos con características chinas” son asuntos internos. Pero, ¿no fueron también “asuntos internos” las leyes de la Alemania nacionalsocialista contra los judíos y los gitanos, y las confiscaciones de cereales en la Ucrania soviética durante el estalinismo, y las normas de “desarrollo separado” impuestas por los blancos contra los negros en la Sudáfrica del ‘apartheid’?

Ya Mao Tse Tung, en los años más duros del ‘Gran Salto Adelante’ y de la ‘Revolución Cultural’, habló de la “reforma del pensamiento” como el camino hacia el surgimiento del nuevo hombre socialista de la utopía marxista. Parecería que la reeducación de los uigures, con sus campos de internamiento, va en el mismo rumbo. El rumbo del gulag.

Y si esas ideas causan desconcierto y estupor, el silencio irrompible de algunos dirigentes musulmanes causa asombro y repudio. Como Recep Tayyip Erdogán, en Turquía, y como Imran Ahmed Khan, en Pakistán, tan ágiles para acusar al Occidente de islamofobia pero tan desentendidos del infortunio del pueblo uigur. En fin.

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