
El vicepresidente Alfredo Borrero devela los hitos de una vida consagrada a aliviar el dolor humano, cualidad importantísima para alguien que podría suceder al presidente Lasso.
Es corto el trayecto físico y político que separa a la Vicepresidencia de la República del Palacio de Carondelet. Tan corto que, en lo que va del siglo, dos vicepresidentes, Noboa y Palacios, han pasado a ocupar el puesto de los destituidos mandatarios. Y tal como están las cosas, no sería raro que Alfredo Borrero Vega recorriera el mismo camino.
Sin embargo, este neurocirujano de origen cuencano, de sangre liviana y abundantes lecturas —descendiente del presidente Antonio Borrero Cortázar que sucedió a García Moreno, y familia del también presidente Manuel María Borrero—, es casi un desconocido para la mayoría de ecuatorianos.
Por esa razón he venido a entrevistarlo, para hablar de esa carrera que empezó en las aulas de los jesuitas de Cuenca y desembocó en la Vicepresidencia, donde ha trabajado sin llamar mucho la atención en su especialidad: la salud.
Con dos matrimonios previos y cuatro hijos, casado actualmente con la excomunicadora Lucía Pazmiño, Borrero fue uno de los mejores cirujanos de columna del país, presidió la Asociación de Hospitales y Clínicas Privadas del Ecuador y fue creador y decano de la Facultad de Ciencias de la Salud de la UDLA, donde dictó clases hasta 2020.
No, nunca ejerció un cargo público ni participó activamente en la política. Tiene fama de hombre alegre, respetuoso y buen conversador, pero la vorágine política le ha vuelto un hombre cauteloso que rehúye esas entrevistas orientadas a arrancarle declaraciones que hagan titulares.
Mi objetivo, en cambio, es indagar en la vida cotidiana de los personajes, en eso que les hace ser como son. Aquí me interesa sobre todo descubrir quién fue el médico que llegó a la Vicepresidencia y cómo le ha cambiado el poder y el glamur de su cargo.
Y percibir, más allá del alboroto político, cuáles son los valores del médico prestigioso que respalda lealmente al presidente Lasso y desea que salga airoso del juicio, pero que suena dispuesto a asumir la presidencia “si los conspiradores lo permiten”.

Sentado ante la mesa de vidrio, mirando a su alrededor, el vicepresidente dice con una sonrisa pícara: “Si estas paredes hablaran, ¡uuyayay!”.
Replico que la próxima vez haremos güija, y me traslado al siglo XIX.
—¿Hablaban en su casa de su bisabuelo presidente?
—Siempre se hablaba de política y del presidente Borrero, que murió en lo que ahora se llama parroquia Borrero. Ahí hay una casa con todos los recuerdos. De lo que le escuchaba a mi padre, era un hombre de un estoicismo y una vida muy austera. Estuvo como once años desterrado en Valparaíso, por Veintimilla, y se vendieron las haciendas para mantenerle. Después, el presidente Antonio Flores lo nombró gobernador del Azuay. Escribió Refutaciones al padre Berthe, ¿ha oído de Berthe?
—Sí, claro, el exégeta de García Moreno. ¿Y Manuel Antonio Borrero?
—Sobrino nieto de Antonio, también fue presidente en 1938. Mi padre no estuvo inmerso en la política, pero le encantaba. Tal vez ese fue el aguijón que me picó desde niño para interesarme en la política.
—Un Borrero por siglo, ya le toca (ríe). Si ya le picó la política, ¿por qué no se hizo abogado como la mayoría de sus paisanos?
—En mi familia todos han sido abogados, yo soy el único médico. Mi madre tenía una hacienda con raigambre indígena. Hablaba kichwa perfecto y me llevaba en las visitas a los huasipungos; ahí veía la dureza social y los temas de salud. Ellos me decían desde chiquito “doctorcito”. Eso me marcó muchísimo.
—¿Qué le atraía de la neurocirugía siendo tan riesgosa si se equivoca un poquito?
—Es una cirugía complicada, y larga la especialidad, pero la estructura orgánica más importante que tiene el ser humano es el cerebro. Es un órgano de emociones, no se quiere con el corazón sino con el cerebro, por los neurotransmisores y todas las estructuras que el cerebro produce y que conecta. Me encanta poder verle, tocarle.
—Ahí está el cielo y el infierno, ahí creamos a Dios y al diablo, todo.
—Y uno no encuentra la diferencia, no es que hay una partecita que dice: esta es la zona del habla, esta es la zona de la visión, esta es la zona de los movimientos; no, es una masa blanquecina grisácea con una serie de vasos que lo circundan.
—¿Cuánto tiempo estuvo en México?
—Desde 1983 hasta 1987, haciendo neurocirugía en el famoso Centro Médico Nacional del Instituto Mexicano de Seguridad Social. Pasé el terremoto de 1985, ¡tremendo! Me tocó en el metro, 7:19, se fue la luz. Cuando salí a la superficie, como andábamos con uniforme, una enfermera me reconoce: “¡Señor Borrero, terremoto, terremoto!”.

—Son cirugías largas las del cerebro, ¿no?
—Una de las cirugías más largas que recuerdo en el posgrado, terminando ya de cerrar después de estar doce horas, volvimos a abrir y nos pasamos como quince horas en el quirófano parados. Los cirujanos no nos podemos mover, salvo salir a hacer algún tipo de necesidad y regresar enseguida.
—¿Se usa la tecnología del láser y las cámaras?
—Sí, claro, la técnica robótica, la técnica tridimensional, las de acceso mínimo hacen que uno pueda precisar. Porque tiene que entrar con una absoluta precisión de relojero al sitio, que en ocasiones es profundo. La nueva tecnología permite tener una visión tridimensional de por dónde uno va entrando.
—Pero se necesita un gran pulso.
—Por eso me decían “no tomarás café” y no tomaba café y se me quedó: aunque ya no opero, trato de mantener el pulso perfecto.
—(Ojalá le sirva para la política, pienso, pero no quiero adelantar el tema). ¿Usted se especializó en columna en Nueva Orleans?
—Me voy a Nueva Orleans, al Ochsner Institute, que es una de las clínicas top. Hablan de la tríada de clínicas de Estados Unidos: la Cleveland, la Mayo y la Ochsner Clinic.
—En esa década empieza la pandemia de los opiáceos, que los recetaban sobre todo para los dolores de columna. ¿Cómo pudo suceder eso?
—Porque el dolor daña el cuerpo y daña el alma. El paciente con dolor crónico a veces se hace procedimientos quirúrgicos para eliminar el dolor, pero se ha visto que determinados opiáceos producen alivio. También derivados del cannabis son medicamentos que sirven para el control del dolor. El riesgo de los opiáceos es que pueden conducirle a la necesidad de ingerirlos así no tenga dolor.
—Conducirle a la adicción.
—A la adicción. Se ha visto en grandes personajes del mundo que comenzaron con un dolor, después se hicieron adictos, después se mataron.
—Van subiendo la dosis, una pastilla, dos, después los cantantes como Michael Jackson o Prince se tragaban… ¡55 pastillas!
—Es que el organismo tiene los receptores opiáceos, que en un inicio se llenan con poquito, pero después son ávidos, y necesitan más y más y más para combatir el dolor, y después ya es imposible salir de la adicción.
Ganaba menos pero vivía feliz
—¿Cómo fue su experiencia en Solca?
—Interesantísima. El general Solón Espinoza, que era el director, me invitó a que formara el servicio de Neurocirugía de Solca. Y fui por amor al arte, porque en esa época ganaba bien porque tenía una cantidad de cirugías y una cantidad de pacientes en el hospital Metropolitano.



Una de las cosas que he mantenido en mi vida es el tratar de curar, a veces, y aliviar siempre, el dolor humano. Eso me llevó a trabajar en Solca, a que haga brigadas médicas, a que recorra el país.
—Solca es una institución que tiene muy buena imagen. ¿A qué se debe, en comparación con el Andrade Marín, por ejemplo?
—A la rigurosidad del manejo de los directores, gente honesta, gente que ve en el servicio la razón de ser, que manejan lo poco cuidadosamente, y a la mística del médico que va a servir allá. Lamentablemente, a veces eso se va perdiendo y, en instituciones tan beneméritas como ha sido el hospital del IESS, han ido hacia abajo y hacia abajo…
—¿Cuál era la operación más común que usted hacía en Solca?
—Lo que más veíamos eran tumores cerebrales y, en esa época, como era el único, tenía que operar a adultos y niños. Cuando un niño se enferma me rompe el corazón.
—¿Se debe tomar a veces decisiones como decir: este paciente es mejor que se muera que dejarle gravemente discapacitado?
—Es una decisión muy complicada.
—Pero es una que toma el doctor.
—Pero sigo creyendo que existe un ser superior. Voy a dar un ejemplo: mi colega y yo, neurocirujanos, recibimos a una chica de dieciocho años que sufrió un accidente feo y tenía un trauma de cráneo de esos terribles y con mi socio dijimos: “No hay nada qué hacer, cerrémosle y que salga”. Le dijimos a la familia que, si creen en la religión católica, pidan al sacerdote.
Pero al día siguiente que regresé a pasar visita muy temprano, la chica seguía viviendo y la volvimos a meter al quirófano. Resultado final: después de tres cirugías, es una chica que ahora hace diseño de joyas. Ahí es cuando usted se cuestiona, pues la limitación de la ciencia tiene una delgada línea con un ser superior.
—¿Por qué ese ser superior se preocupa por una chica y no se preocupa por los millones de gentes bombardeadas en Ucrania?
—Ahí está la gran incógnita. ¿O por qué simplemente existe tanta diferencia social de pocos que tienen tanto y muchos que no tienen nada? Pero es una explicación que no tengo que dar yo.
—En determinado momento usted se cansó de la cirugía y se dedicó a la academia. ¿Qué pasó?
—En el año 2008, más o menos, yo era director médico del Metropolitano y me llamó el rector de esa época de la UDLA y me dijo: “Quiero que me ayudes a formar una facultad de Ciencias de la Salud”.
—¿Era Carlos Larreátegui?
—Sí. Entonces estructuramos la Facultad de Ciencias de la Salud, que iniciamos con cuarenta estudiantes. Yo estaba, digamos, en el pináculo de la fama: operaba, dirigía el hospital, pero no podía dedicarme a tiempo completo a la facultad, que fue creciendo, creciendo.
Cuando cumplí sesenta años, renuncié al hospital, me retiré de la práctica, vendí mi consultorio, entregué todos mis pacientes a mi socio y me dediqué a la academia a tiempo completo. Ganaba menos, pero vivía feliz hasta cuando me metí en esta camisa de once varas que es la Vicepresidencia.
—¿Por qué se metió?
—Conocí al presidente Lasso hace muchos años, cuando me invitó a Guayaquil a una reunión de temas de salud.

—¿Al think tank que tenía en Guayaquil?
—Al think tank que se llama todavía Ecuador Libre. Luego me pidió que apoyara en la elaboración del plan de gobierno en el área de la salud en 2012 y 2016. Y al inicio de la pandemia me llamó: “¿Cómo podemos hacer algo en la situación de salud que estamos atravesando”.
Ahí fundamos Salvar Vidas, una organización que, con poca plata, porque llegamos a recolectar unos catorce millones de dólares, entregamos todo lo que se necesitaba en esa época: equipos, guantes, gorros, los ventiladores, que era como tener oro en polvo; no había las vacunas todavía. Me encargué de la parte médica y, aun arriesgando la posibilidad de contagio, íbamos donde nos necesitaban.
—¿Por qué los médicos se contagian menos que el resto de seres humanos?
—Porque desarrollamos un sistema inmunológico mejor. Está supercomprobado, por el mero hecho de estar en contacto con todo esto. Cuando me ha dado dos veces covid, ha sido de lo más leve.
—Pero está vacunado.
—Estoy vacunado, pero creo que la razón está probablemente en que los médicos tenemos un mejor sistema inmunológico.
Me he portado como un niño bueno
—Cuando andaba de candidato leía El príncipe y El arte de la guerra. ¿Cómo le ha ido con esos dos libros?
—Me encanta la lectura y sigue siendo mi libro de consulta El arte de la guerra porque, definitivamente, cuando uno está en este mundo tiene que pensar muy bien las cosas que hace. A uno lo golpean mucho las cosas sobre uno, porque no tengo plumas de pato en las que resbala todo, entonces me duele…
—Pero a usted no le han atacado mucho.
—He tenido suerte, porque tampoco he dado mucho que decir (sonríe), o sea, me he portado como el niño bueno de la familia. En los dos años que estamos aquí, ya he cumplido con lo que el presidente me encomendó y hemos hecho esfuerzos sobrenaturales por arreglar el tema de la salud, enfrentándonos a las grandes mafias.
—¿Grandes mafias dentro de las instituciones, mafias correístas…?
—Claro, y de todo tipo, acordémonos que hay algunos presos, que hay algunos escapados… Es una estructura que solo cuando uno la conoce y la vive se puede dar cuenta del peso que maneja y corrompe. Esas personas que uno cree que pueden servir se terminan deshaciendo por la influencia de aceptar coimas y dádivas.
En la Vicepresidencia hemos tratado de hacer las cosas con lealtad y honradez, dos palabras que los ecuatorianos nos hemos olvidado. Lealtad a un proyecto político, lealtad a una persona. La lealtad no puede tener techo, salvo cuando uno vea que las cosas que están haciendo no son las adecuadas y tiene que decirlo. Pero nunca seré, como decía el Profeta, un conspirador a sueldo.
—Pero el vicepresidente, por definición, está ahí para reemplazar al presidente. Una cosa es no ser un conspirador a sueldo; otra cosa es que los conspiradores destituyan al presidente y su obligación sea asumir la Presidencia.
—Si los conspiradores lo permiten. Porque hemos tenido episodios en la historia de la República en que a las personas que les correspondía no les han dejado.
Creo que la gente entiende muy poco que la Vicepresidencia es una institución que no ejecuta. En este período nuestro, se ha encargado de relacionar, de desatar los nudos, como en los gabinetes sectoriales de salud. Pero a veces me meto en temas que no son míos. Ahora, por petición del presidente, estamos ayudando a resolver los problemas de vialidad de todas las provincias del sur.
Hay una línea invisible de la lealtad, pero en un momento dado uno tiene que responder a las situaciones que le pone la vida. Usted acaba de mencionar una: lo digo desde el corazón, yo deseo que este Gobierno, cambiando el rumbo, enmendando, haciendo lo que tenga que hacer, termine el período para el que fue electo.
—¿Qué se debe cambiar? ¿Cuál ha sido el error fundamental del Gobierno?
—Yo nunca he ejercido cargo público, pero creo que uno de los problemas principales es perder la identidad con el pueblo. Hay que escuchar a la gente. Yo trato de caminar, de irme a los lugares más inhóspitos. Estuve en la isla Puná y me dio una tristeza infinita ver las cosas que vi. Me senté con la gente en el banco de la plaza a escuchar lo que decían.
—Ahí fue el epicentro del terremoto.
—Ahí fue. Entonces, el creer que todo está bien, a los Gobiernos les causa mucho daño. Hay que volver a la raíz, a los ciudadanos que eligieron este Gobierno.
Y probablemente uno de los temas que no se ha enfocado con la atención debida, hablo de los vecinos (lo dice mirando hacia Carondelet), es el tema comunicación, que es fundamental. Si no comunicamos, no hacemos. El presidente, que es un hombre honesto, recto, ha confiado mucho el accionar a gentes que le han terminado dando la espalda.

—¿Cómo le cambió el poder?
—Bueno, sigo siendo el mismo. Seguimos viviendo donde vivíamos siempre con Lucía, seguimos teniendo una perrita porque nuestros hijos ya están fuera; salgo a hacer ejercicio cada vez que puedo en el parque Metropolitano.
—Tendrá cuidado que ahí también asaltan.
—Antes me iba solo, ahora voy con un grupo de personas que me cuidan. Pero sí me ha cambiado la vida en el sentido de que he perdido libertad, porque para ir al baño alguien tiene que ir antes para ver que no esté ocupado. Pero trato de mantener la esencia, es decir, no utilizar el poder para servirme, sino para servir.
—Pero es difícil resistirse al adulo, a que ahora lo van a tratar de una manera distinta.
—No me gusta, la mayoría de gente me dice doc o doctor, porque son la gente que ha estado conmigo todo el tiempo. Cuando me toque irme quiero tener el lujo de decir: “Di lo mejor de mí para no hacer nada malo”. Ha habido y sigue habiendo gente que llega al poder para enriquecerse.
—De vicepresidentes médicos, usted tiene un tocayo: Alfredo Palacios.
—Que es mi amigo, claro, mi tocayo. Como médicos, tenemos al gran Isidro Ayora, pero él fue presidente directamente, no fue vicepresidente.
—Él culminó la Revolución Juliana, subió en 1926 y transformó el Ecuador.
—Así es, fue un tipazo, se formó en Alemania, en ginecología y obstetricia, y puso una clínica, la clínica Ayora.
—Otro médico fue Mosquera Narváez, pero él se suicidó, mandó a preparar la receta en la botica Alemana. ¿Qué parte de la formación médica sirve para la política?
—El deseo de servir a la gente, conocer las realidades del país, visitar los cantones, las parroquias, los caseríos. Le contaba que yo hacía las brigadas médicas con los médicos del Metropolitano, que son “los pelucones”, con ellos nos íbamos al Oriente. Eso le permite tener más acercamientos con la gente, yo soy muy expresivo de abrazos y de afectos.
Aborto, drogas y popularidad
—¿Qué piensa del aborto?
—Desde hace años mi posición ha sido única, o sea: embarazo por incesto en niñas menores y las malformaciones congénitas deben ser tratadas de manera especial. (Sobre otros casos dice que hay que manejarlos con el debido respeto).
—Las feministas cuestionan que somos hombres decidiendo sobre el cuerpo de las mujeres.
—Sí, creo que es un tema que nosotros los hombres debemos tratarlo de lado; que debe ser manejado por las mujeres porque ellas sufren el abuso, el abandono.
—El otro problema es la legalización de las drogas.
—Según las evidencias científicas que tenemos hasta el momento, la única que debe despenalizarse es el cannabis, porque se ha visto que tiene reacciones positivas para el tema del dolor.
Soy un enemigo acérrimo de todo tipo de droga que subyugue a la persona y ahí le podemos poner desde el alcohol hasta el LSD. Si este momento hay que tomar una definición de legalidad sobre las otras drogas, no estaría de acuerdo.
¿Sabe qué nos hizo un gran daño? La tabla de consumo, porque decían: “Yo tengo esto porque es para mi consumo” y vino el microtráfico.
—Un especialista decía que controlar las drogas quitando la tabla del consumo mínimo es como controlar la fiebre botando a la basura el termómetro.
—Puede ser, pero por algo comenzamos…
—¿Qué hobbies tiene?
—Mi hobby hobby es la lectura: todo lo que cae en mis manos lo leo, también por el celular o por Kindle. Ahora estoy leyendo una biografía de John F. Kennedy, siempre lo he admirado porque era un ser humano muy enfermo.
—Y drogadicto.
—Porque le tenían así.
—Vos que me empujas, yo que me caigo.
—Tenía la enfermedad de Addison; de la columna le habían operado varias veces. Este libro es una maravilla. (Me lo muestra). Kennedy tenía muchos defectos (sonríe), no sé si la afición a las mujeres era una virtud…
—Era así porque también le daban testosterona. De yapa, el doctor Feelgood llegaba todos los días y le inyectaba esteroides y anfetaminas.
—A Hitler le tenían igual. Por ahí llegamos a la conclusión de que los médicos tenemos un gran poder, hasta sobre las autoridades. Y así es.
—¿Fue un error ponerse a arreglar la casa descuidando lo social?
—Yo sí creo que tenemos que arreglar los recursos. Pero una de las cosas que se debería enmendar es tener una visión mucho más orientada al tema social. Aunque se han hecho cosas: se han terminado de construir hospitales, el programa de desnutrición crónica infantil… es el único Gobierno que lo ha instalado.
—También ha habido errores de comunicación en la Vicepresidencia: su popularidad está bajísima.
—Si le quieren bajar al presidente, también tienen que decir los señores que publicaron las encuestas de ayer, que son correístas abiertos que al vicepresidente nadie lo quiere. La verdad, cuando salgo, es diferente: la gente me quiere, yo le escucho. Tampoco el vicepresidente puede convertirse en la luz que ilumina y enceguece al presidente.
—Eso pasó con Lenín Moreno y la campaña Manuela Espejo. Eso nunca le perdonó Correa, que fuera más popular que él.
—Y pasó cuando el vicepresidente Sonnenholzner tenía muchísima más popularidad que el presidente Moreno, cuando salía por la pandemia y se preocupaba de todo. Hay celos también, como es obvio, pero uno tiene que mantener una posición coherente.