Esas callecitas tan vivas del barrio La Tola… Un niño más bien flaco, de cabellos rubios al aire, iluminados por el sol de agosto. Otros enanos de caritas pícaras, coshcos o greñudos; pantalonetas flojas y zapatos deslenguados. Todos corren en pos de un balón número tres, de esos hechos a mano en cuero vivo, a los que había que untar vela de sebo y ajustar el “poncho”, para que el inoportuno “bleris” no desbarate las jugadas.
Por canchas, el quebrado asfalto del tradicional vecindario; luego, el Parque Central de Los Laureles, al norte de Quito. Por arcos, los sacos y camisas de los pequeños peloteros. Alex Darío Aguinaga Garzón fue feliz así, con poco.
Pero con la pelota, pegada a sus pies como animalito cómplice e incondicional a su alegría. Y con el fútbol, que no los juguetes ni la ropa ni el remoto viaje a la playa, como inagotable exploración a los territorios de la dicha. Alex jugaba tres y cuatro partidos de aquellos de a diez goles primer tiempo, veinte se acaba. Hasta que el sol abandonaba el escenario y la cosa devenía en una épica de arcos abandonados y mete gol gana.
Caída la tarde, el pequeño no era el mismo. “Me encantaba comer chocolate y ver las películas de Frankestein, Drácula o La Momia. Pero llegaba la noche y yo –sonríe, consintiéndose- tenía miedo a la oscuridad”. Que ahí se esconden los monstruos, le decía a Marcelo, su hermano menor y compañero de cuarto.
Un beso de mamá y el ángel de la guarda cuidaban su sueño. Y Alex dormía a pierna suelta hasta el otro día en que, ni bien despachado el desayuno, “siempre había una pelota y niños con quienes armar un partido”, recuerda el campeón, quien de entre sus amigos de infancia conserva el recuerdo de Giancarlo y Jorge Almeida, un “carnal” a quien ve cada vez que la redonda lo lleva a los Estados Unidos.
Una de aquellas tardes, Alex fue habitado, para siempre, por una mágica sensación. “Hacía goles, pero no me di cuenta de todo lo que me ocurría, hasta la primera vez que vi como un tiro mío viajó por el aire y, finalmente, infló unas redes. ¡Uff! Eso de ver cómo el balón sacude la red es muy fuerte, la plenitud, el motivo”.
Mas, para Alex, la vida en rosa se le daba cuando, además de estar jugando pelota, su olfato detectaba esa inolvidable y romántica imagen que conserva de su madre. Doña Susana Garzón en la cocina, puesta delantal, toda ella azorada, horneando un pastel de vainilla. “Ese olor en toda la casa…Yo veía a mamá, olía la torta, me la imaginaba. Y salía corriendo… a jugar fútbol”.
Pero en el hogar del contador público Rubén Darío Aguinaga, el pastel de vainilla no fue cosa de cada domingo tarde. “Había que esperar el cumpleaños tuyo o el de uno de los hermanos, y a veces tampoco hubo pastel. Papá tuvo hasta tres trabajos, se sacaba el aire para sostener el hogar”, cuenta Alex, citando a su padre guayaquileño, actual director de deportes del Colegio Americano, instructor de fútbol y ex réferi de básquetbol.
La vida en familia, alimentada de armonía y cimentada en la decencia, constituye una de las certezas fundamentales del gran Alex con que hoy cuenta el país. De aquello, no olvida un sábado trascendental cuando todos embarcaron en el Subaru de papá y fueron de paseo a la campiñas de Machachi.
Alex Darío tendría unos doce años y su exhultante adicción por la pelota era motivo de charlas familiares. Esa tarde su madre reveló un secreto. “Te gusta tanto la pelota, mijito. No te compliques porque, sabes, yo, de niña, también jugaba fútbol”.
Desde entonces, Alex contó con el confeso acuerdo de su madre que, forjando con los tres hermanos y el papá, toda una cofradía de futbolistas, entendió de mil amores la resistencia que su niño tenía respecto de ir a la escuela y sacar puro veinte.
“Cuando estaba en el Borja no aceptaba eso de estar encerrado, aprendiendo cosas que no quería o que, de niño, uno no entiende”. Alex se asomaba a la ventana de la escuela y de reojo miraba la cancha de césped: verdecita, linda, tendida. “Lo que sí me gustaba era el recreo”.
Y claro, alentado por el Hermano Vicente, uno de sus primeros promotores, para cuando andaba en quinto grado, Alex y su hermano Marcelo eran una versión quiteño-futbolera de los espectaculares Globbe Trotters. La escuela, con su rector -el Hermano Francisco- a la cabeza, se congregaba para disfrutar malabares y golazos, de esos con que luego, durante el primer torneo interescolar junior, los naños Aguinaga reventaron a cada selección que se puso por delante.
Para 1980, Alex Darío ya suscitaba la alegría popular vistiendo los colores del Ciudad de Quito, el imbatible equipo infantil de la capital con que, en un campeonato sudamericano librado en la canchita de tabla del Coliseo J. C. Hidalgo, el precoz mediocampista ya se consagró como goleador y mejor jugador.
Poco a poco, el fútbol se fue llevando al niño y también al jovencito. “Ahora que me doy cuenta, no tuve ni las fiestas ni el desorden de la juventud. El único paseo de colegio que recuerdo fue a las piscinas del Castillo de Amaguaña. Añoro eso que no tuve, pero no creo que la vida me deba nada”.
Para mediados de la secundaria, Alex debió dejar el colegio Marista y graduarse en un nocturno, el UNP. Pronto, ya formó parte de las menores del Deportivo Quito. Luego vendrían las selecciones juveniles y su sensacional vinculación al Necaxa mejicano. Todo, hacia 1988, cuando apenas tiene veinte años de edad y, con el corazón a punto de penal, toma otra decisión de finales: las campanas de la Iglesia El Carmelo repican por Alex, quien -de a terno blanco- se casa con Mariasol Sánchez, guapa colegial de solo 18 años. Al día siguiente, se marcha al DF.
DESPUÉS DE DIOS, LA GUERRA
Alex acepta que esa transferencia, entonces se dijo que por 250 mil dólares, ha marcado su vida. Pero no cree en hitos, sino en las consecuencias permanentes de hacer las cosas lo mejor posible todo el tiempo. “Lo que quiero para mí, lo que me gusta, no se lo encargo a nadie: es mi lucha, es mi guerra, es lo mío”.
Agrega que lo que ahora le ocurre pasa por esa forma de encarar las cosas. “Soy demasiado exigente conmigo mismo, trabajo muy duro para que lo que haga pase por lo perfecto. No es tan bueno. Empiezas a actuar así con los que te rodean y eso puede distorsionar las relaciones con los que más quieres”.
Familia y compañeros incluidos, Alex…
– Pierdo y me enojo conmigo. Y esto es algo que quiero administrar mejor, pues incluso mi esposa sabe que por lo menos en tres horas no puede dirigirme la palabra. Pero, bueno, están los niños, que con su inocencia y cariño logran que uno acepte que sí, que esta vez perdió.
La tuya es la carrera más exitosa del fútbol ecuatoriano actual: no solo has llegado, te quedaste y hay futuro…
– “Siempre jugué y juego igual, honrada y apasionadamente. Las cosas van cambiando. Ahora, te juegas prestigio internacional, dinero y oportunidades. Y si bien, antes de saltar a la cancha, yo le ofrezco mi trabajo a Dios y le ruego por que al minuto 90 llegue ileso, una vez que he hablado con Él, no pienso en nada que no sea jugar ese partido como si fuera el último.
Que cada uno tiene su ser superior, dice Alex. Entre el talento de capitán del combinado nacional, la pelota y Dios existe una relación intrincada y tenaz. “Dios generoso me ha dado el talento de jugar fútbol. En la cancha, yo lucho por que lo que haga sean labores dignas de Él. A veces ganas, otras pierdes, pero yo me juego cada minuto”.
Mas, el fútbol se juega en la tierra y con mortales. La posesión de la pelota, el patear un penal, “constituyen un poder que se ejerce y se goza, pero que también pesa. Viene lo del respeto a la pelota, a tu trabajo, a tus compañeros, al rival. Jugar limpio y en las mejores condiciones, no esperar que el otro caiga. Crecer tú y el equipo, todo el tiempo”, sentencia.
A sus 32 años, fijo en el seleccionado ecuatoriano desde los Juegos Odesur del 84, tres veces campeón de México y uno de la Concacaf, dos veces nominado mejor futbolista de México y tres para mejor extranjero, una vez el mejor de todos, según el diario Esto y, de yapa, declarado el mejor jugador de la década en la liga de ese país, la vida de Alex parecería ser resultado de un plan ejecutado con obsesión.
Nada más equivocado. El zurdo es enfático en vivir el presente, pues el pasado es anecdótico pero ya no está y el futuro se construye, cada día. “El fútbol, cualquier rato te deja. De modo que desde muy chico yo siento que es el presente el tiempo en que se juega la vida”.
Ahora último te lesionaste en medio de duros partidos con brasileños y argentinos, ¿qué pensaste en esos momentos?
– “Pasa por ahí lo que digo: una lesión puede acabar todo en un segundo”. Alex se calla. Se viene la imagen del capitán, cojeando. O contra Argentina, desvanecido. Ese rostro tenso y angustiado. “Uno siente dolor y, claro, para consolarse, intenta comprobar, ilusionado, que puede seguir. Pero no siempre puedes seguir y tampoco sabes qué tan grave es la lesión. Esa duda mata”.
Patear un penal con un estadio y un país enloquecidos porque el balón castigue las redes…
– “Es una responsabilidad y un poder que te otorgan los compañeros y para el cual te has preparado. Están la suerte y la calidad, trascender las emociones cruzadas que asisten ese rato. El resto, son segundos…Yo, miro a la red.
¿Y fallarlo?
– “Uno se hunde, siente cómo se hunde. Son segundos pero sientes que, increíblemente, bajas los brazos. Y ahí viene el resto: o te sobrepones o te abandonas”.
Ganar: cuestión de guerreros y generales, Alex
– “Ganar es sobreponerte a tus miedos, a tus fantasmas, a la hinchada, a ti mismo. Y, más allá, salir tranquilo con la relación que tuviste contigo mismo en los 90 minutos”.
¿Y perder?
– El precio de traicionarte a ti mismo. Ahora, las derrotas son aun más numéricas y anecdóticas que las victorias. Las lesiones, esas son las verdaderas derrotas.
Habrá frío en la soledad de la derrota…
– La derrota tiene un mérito: te abandona a solas contigo mismo y uno se va conociendo mejor, repasa lo que hizo, lo que no hizo, por qué y cómo lo hizo. Te acompaña un buen rato y duele. Duele, pero enseña.
Perder, en un país que asume el fútbol como una frustración colectiva…
– Hay un trabajo, unos jugadores, unas ciertas posibilidades, un sueño. Pero hay que ubicarse: estamos en una zona difícil y jugamos contra varias de las mejores selecciones del mundo.
Y para colmo, muletillas cursis como esa del “ni un paso atrás”…
– Una vox populi que unos tararean con más fe que otros. Que para unos es apoyar cuando las cosas van bien y dar con todo cuando no marchan. Acá, uno de los problemas es que cada quien maneja su verdad.
O aquella de que “todos somos la selección”…cuando conviene y en un país en soletas
– Un país en crisis donde quienes jugamos fútbol no estamos en una burbuja de cristal. Pertinente es revisar la historia y hallar que, desde que somos país, no ha existido un gobierno que no sea responsable de lo que pasa.
Un país fracturado con regionalismos a ultranza. Eso, ¿se expresa ahí dentro, en el combinado?
– El país fue históricamente fundado así y eso hay que considerar. En otras selecciones, debo decirlo, sí noté un fuerte racismo e incluso mediocres preocupados, no de surgir ellos sino de que tú caigas.
¿Y eso se repite en esta selección?
– Esto no pasa solo acá, sino también en Latinoamérica, donde los celos profesionales no se los encamina en positivo. Con este equipo, puedo asegurar que ‘la familia’ está unida y va bien. Se ha crecido, somos diversos y eso es riqueza. Imagínate, si todos fuéramos idénticos…
EL DF, ELLA Y YO
Sentado en la sala de su casa, en México DF, Alex y los suyos miraron los reportajes que la televisión difundió a propósito del homenaje que el fútbol de ese país, con 110 mil almas apretujadas en el Estadio Azteca, le rindió hace poco. Más que un tributo, Alex lo leyó como un reconocimiento a un trabajo serio realizado durante diez años.
– Cuando estuve en el estadio con mis hijos y mi esposa, apenas si asumí lo que estaba pasando: momentos de vértigo, flashes dispersos, desconcertantes. Luego vas a la tele y empiezas a entender. Esa vez, mientras veía tomas del estadio repleto de fanáticos, sí pensé en que ahí se han jugado dos finales mundiales de fútbol, que ahí mismo han sido aclamados jugadores como Pelé. Y que ese mismo estadio te quiere, te respeta y te aplaude.
Siempre expresas gratitud y cariño para tu esposa. Se casaron jovencitos, siguen juntos y felices…
– Cuando llegamos a México, con un pasado pequeño y un futuro brumoso, lo hicimos solos. Cuando nació mi hijo, estuvimos solos: ella y yo. Nosotros no tuvimos nadie a quien contar nada. Ella y yo. Eso nos ha fortalecido y nos ha hecho crecer como pareja. A Mariasol le agradezco la forma en que lleva el hogar, la alegría y la paz que me proporciona.
Alex chiquito, científico; Cristiani, actriz y Mariasol de peluchito. Bueno, estás hecho ¿no?
– Feliz es quien tiene un trabajo del que va y viene contento, porque deja allí todo su esfuerzo. Feliz es el que tiene una familia a la que ama y que le ama. Sí, mi Alex (10) me dice que será un científico. Cristiani (8) está feliz con su debut como actriz. Me fascina todo esto: la convicción del niño, la forma en que el equipo de Televisa trata a la pequeña. Eso, verlos a gusto consigo mismos, seguros y queridos.
Falta ir al mundial con Ecuador. Alex ¿ y si esta vez tampoco seda?
– Sea o no, la que corre es mi última eliminatoria. Para cuando termine, tendré 34 años y el físico no será el mismo. Ya no es como cuando tenía 23: me bajaba de un avión y jugaba 90 minutos. Ahora, cada vez, cuesta más.
Eres un jugador símbolo en México y aunque todavía no en el epicentro, sí estás en el mapamundi de los grandes…
– Para nadie es fácil la vida, solo que unas veces te llueve más que otras. ¡Ah! el fútbol, la pelota, la vida. Tan parecidos, tan duros: ahora te dan, mañana te quitan.