Por Anamaría Correa
Ilustración: María José Mesías
Edición 462-Noviembre 2020

Padezco el síndrome de la cabaña. Llevo siete meses de confinamiento más o menos estricto y un sudor frío mezclado con hot flashes me corre por el rostro cada vez que tengo que poner un pie en un lugar público fuera de mi casa.
Es que siendo animalitos de costumbres como somos, ya hasta a la pandemia y el encierro nos acostumbramos, o quizá solo soy yo. En estos días de truenos y tempestades, la seguridad del encierro, la ausencia del trayecto en auto en calles hipercongestionadas con conductores prepotentes lanzándote el auto, me ha traído una sonrisa: mi cueva es segura. Quizá demasiado. Veo la tormenta de rayos y truenos, abrazo a mi hija y vuelvo al capullo.
La pandemia es buena para las personas que padecen cierto grado antisocial. ¡Qué belleza, cómo terminaron las reuniones a las que ibas por obligación! ¡No tendré que poner un pie en alguna de aquellas fiestas de quinientas personas donde la sociedad se exhibe una vez al año! La pandemia, por lo menos, nos ha quitado ese ruidito social. Sé que ustedes lo extrañan, pero yo, francamente, he decidido que la hibernación social no solo que es obligatoria, sino que es refrescante y liberadora.
Del baile, sí, no me salvo. Es parte de mi rutina de sanidad mental pandémica, pero quién necesita quinientas personas para eso. Ahora solo me acompañan los oídos de los vecinos, quienes de vez en cuando soportan mi música a todo volumen. Tengo que sacar los diablos, me digo, mientras bailo por toda la casa como una desquiciada. ¡Que el coronavirus te pille bailando!, o algo así, ¿no?
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