
“Preferiría no hacerlo” es la frase con la que el escribano Bartleby, personaje creado por Herman Melville, se deshace serenamente de las órdenes de su jefe, un abogado de Wall Street. Más que un “no” terminante, la expresión del personaje melvilliano es un enunciado dicho con voz suave pero firme, sorprendente y sin pretensiones, que descoloca a quien lo escucha y le impide seguir insistiendo.
Bartleby es un oscuro hombrecillo que, del modo más impasible, se resiste a obedecer. ¿Cuáles son sus motivos? En la obra no se dan explicaciones, en principio, parecería una simple falta de voluntad; sin embargo, conforme avanza la narración, el escribano que se niega a revisar documentos, sentado tras un biombo en su oficina, se vuelve cada vez más enigmático e incómodo para sus compañeros. Bartleby es un maestro del “no” que nos hace pensar en lo inquietante que puede ser que una persona se niegue a actuar y sucumba a la pasividad.
Podemos recordar el incidente de los Juegos Olímpicos de Tokio de 2021, cuando la campeona de gimnasia artística, Simone Biles, optó por un rotundo “Preferiría no hacerlo” y se retiró de la competencia final por equipos. El desconcierto generado por esta decisión se aclaró cuando la deportista dijo que lo hacía para cuidar su salud mental e incluso su bienestar físico pues, si continuaba compitiendo, podía cometer errores que la pondrían en riesgo. Esta muestra de vulnerabilidad fue recibida con empatía por parte del público, de los medios de comunicación y de otros atletas.
En una sociedad acostumbrada a los discursos de éxito y a las frases de coaching, admitir que se prefiere no llegar hasta el final requiere de mucho valor. En el caso de deportistas sometidos a la presión de competir y superar sus límites, un “no” oportuno puede ser decisivo para preservar el equilibrio emocional. Otro caso similar al de Biles fue el de la tenista Naomi Osaka, quien confesó sufrir de ansiedad y depresión, lo que le había motivado a declinar su participación en el Abierto de Francia por cinco ocasiones. En ambas historias la decisión de no hacer fue irrevocable y necesaria.
Enrique Vila-Matas explora anécdotas de escritores que, en algún momento de su vida, también prefirieron alejarse del camino del éxito y renunciaron a la escritura. Uno de los casos más conocidos es el de Juan Rulfo, novelista mexicano, quien en 1955 había publicado su obra maestra Pedro Páramo. Tras la gran acogida que tuvo esta novela, el autor, inexplicablemente, no volvió a sacar otro libro.
En Venezuela, en 1974, le preguntaron por qué había dejado de escribir y contestó: “Es que se me ha muerto el tío Celerino, que era el que me contaba las historias”. La simpleza, el sentido del humor y la originalidad de esta respuesta no evitaron que el público y los críticos continuaran cuestionando el silencio de Rulfo.

Quizás la voz de ese tío Celerino, quien le había llevado a recorrer México, era la que el autor había escuchado en el momento de inspiración que le impulsó a crear su novela, pues en un coloquio confesó: “Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules”. Pero sería impreciso decir que Rulfo perdió súbitamente la inspiración, pues se sabe que había empezado una novela llamada La cordillera, en la cual trabajó durante años y nunca terminó.
Cuando le preguntaban por qué ese proyecto seguía inconcluso, afirmaba: “No soy escritor profesional (…) simple aficionado (…) escribo cuando me viene la afición, si no, no”. Aunque dio varias excusas, tan originales como la del tío Celerino, Rulfo no había perdido el deseo de escribir si no el de publicar. La clave de esta decisión podría estar rebelada en la fábula El zorro es más sabio de Augusto Monterroso, en la que se cuenta el caso de un zorro que no quiso arriesgarse a producir un libro malo después de haber escrito dos obras brillantes.
El autor de Pedro Páramo prefirió no entregar al mundo una novela vulgar, pues, como recuerda Vila-Matas: “Ahora —decía— hasta los marihuanos publican libros. Han salido muchos libros por ahí muy raros, ¿no?, y yo he preferido guardar silencio”. Al parecer, no le encontraba sentido entregar al mundo un libro más si no era algo digno de ser leído, especialmente cuando ya había tanta oferta que consideraba mediocre. Cabría preguntarse si Rulfo confirmaría haber tomado la decisión correcta, especialmente ahora que vemos los escaparates de las librerías llenos de obras de youtubers y tictokers de moda.
El temor a no superar las expectativas, o a fracasar tras haber obtenido un éxito, puede hacer que cualquiera sienta la necesidad de decir: “Preferiría no hacerlo”. Elizabeth Gilbert, la autora de Comer, rezar, amar, el best seller que cuenta que, luego de haber triunfado con su libro, se apoderó de ella una parálisis de escritura que le costó mucho esfuerzo vencer. Gilbert volvió a escribir y a publicar, a diferencia de J. D. Salinger, quien prefirió no volver a hacerlo.
El autor de la famosa novela El guardián entre el centeno, aparecida en 1951, optó por recluirse y no publicar nunca más, no tanto por el temor al fracaso, como por el vacío y la falta de sentido que encontró en la fama.
Igual que Rulfo, Salinger no abandonó la práctica, se sabe que no dejó de escribir ni un solo día hasta su muerte en 2010, pero ya no le interesaban los resultados, solamente el trabajo: “En los últimos veinte años y más (…) he estado explorando cosas, mirando cosas a través de mi escritura y mi ficción. Cuál será el resultado no lo sé, no lo puedo decir y no estoy seguro de que sea algo que tenga que ver conmigo. Solamente me importa el trabajo. Tuve resultados antes y no me interesaron en absoluto”, le había escrito a su amigo Michael Mitchell en 1985.
Habría que preguntarse si dejar la esfera pública puede considerarse realmente el síndrome de Bartleby, porque la verdadera esencia del personaje no era solamente retirarse del mundo y perder visibilidad, sino la completa inacción. Ni Rulfo ni Salinger renunciaron a escribir, a diferencia de Rimbaud quien, tras crear su poemario Una temporada en el infierno, a los diecinueve años, abandonó la literatura por completo y se marchó a recorrer el mundo en busca del desorden de los sentidos, dejando atrás sus días de poeta definitivamente.
Y qué decir de los escritores sin libros, aquellos que quisieron o debieron escribir pero que, finalmente, prefirieron no hacerlo, como Roberto Bazlen, quien se pasaba el día leyendo y fumando. Era un lector exquisito y tenía un acertado ojo crítico para descubrir talentos literarios. Todos sus amigos creían que publicaría su propia obra, pero Bazlen estaba convencido de que ya nada se podía decir: “Yo creo que ya no se pueden escribir libros. Por lo tanto, no escribo más libros.
Casi todos los libros no son más que notas de pie de página, infladas hasta convertirse en volúmenes”, había dicho. Mientras estuvo vivo, Bazlen jamás publicó, solamente después de su muerte se recogieron sus Notas sin texto en un libro, compuesto por los brillantes informes de lectura de grandes autores de su época que había remitido a algunas editoriales italianas.
También había dejado una novela inconclusa, El capitán de altura, de publicación póstuma. Aparentemente, su sensibilidad de lector anhelaba un lenguaje perfecto, lo que hizo que la escritura se convirtiera en una tarea imposible.
La obsesión por lograr una obra excepcional puede ser la causa de que muchos autores claudiquen. Recuerdo una anécdota que ilustra perfectamente esta dificultad para actuar, la escuché de Alberto Giordano, en uno de sus cursos virtuales sobre crítica literaria: un escritor —cuyo nombre, al parecer, prefiero no recordar— le había ofrecido a su hija escribir una nota para su profesora, por algún tema del colegio.
Esta tarea, aparentemente sencilla, se volvió complicadísima porque él estaba tan comprometido con encontrar las palabras adecuadas, que terminó demorándose horas para escribir una serie de borradores que terminaron en el cesto de la basura. Aparentemente, su esposa llegó al rescate y resolvió el asunto en menos de cinco minutos.
Saber cuándo renunciar a ese perfeccionismo y decir “preferiría no hacerlo” puede ser necesario cuando la escritura se vive como un tormento o cuando es consecuencia de una vida torturada. Vila-Matas recuerda que algunos escritores dejaron la literatura solamente cuando se volvieron locos.
El poeta alemán Hölderlin, por ejemplo, pasó encerrado 36 años en una torre, en Tubinga. Robert Walser pasó veintisiete años recluido en manicomios, mientras escribía frases incomprensibles. Por otra parte, David Foster Wallace empezó su actividad literaria a raíz de una depresión que lo llevó al suicidio. La locura y la muerte fueron las únicas formas que encontraron para escapar del éxito literario.
Mujeres que dejaron de escribir
En el libro de Vila-Matas una de las pocas mujeres mencionadas es María Lima Mendes, una escritora ficticia que se enreda en descripciones y no sabe por dónde empezar o cómo continuar su obra. Sin embargo, en muchos casos reales cuando las mujeres optaron por abandonar la escritura, se intuye una presión externa.
Por ejemplo, la gran poeta mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz, abandonó las letras y entregó todos sus libros dos años antes de morir, para sumirse en un completo silencio. Los motivos han sido fuente de especulación entre los académicos; sin embargo, se sabe que su “Carta atenagórica” había molestado a las autoridades eclesiásticas y que había presión por parte de su confesor para que dejase la escritura.
En el Ecuador, tenemos a Dolores Veintimilla. Nacida en Quito, en 1829, había contraído matrimonio, a los dieciocho años, con el doctor Sixto A. Galindo, con quien se trasladó a vivir a Guayaquil. En esa ciudad escribió sus primeros poemas, versos destinados a ser leídos en el ámbito privado, sin intenciones de publicación.
En 1854 la pareja se trasladó a Cuenca. Por asuntos profesionales, Galindo viajó a Centroamérica y nunca regresó. Dolores permaneció en una ciudad en la que no tenía familia ni amigos. Mujer culta, pronto trabó relación con poetas e intelectuales cuencanos como Antonio Marchán y Benigno Malo. En su casa organizaba tertulias literarias en las que posiblemente leía sus poemas. Son pocas sus obras, quizás la más conocida sea el poema “Quejas”, en el que revela su profunda tristeza por el desamor de su marido.
Según el biógrafo Rodolfo Pérez Pimentel, Dolores habría quemado gran parte de su producción, decisión que se entiende por lo ocurrido con su único texto público: Necrología. Tras el ajusticiamiento del indígena Tiburcio Lucero, Veintimilla había escrito tal Necrología, cuestionando la pena de muerte y su aplicación en los indígenas.
Eso bastó para desatar una campaña panfletaria en su contra, aparentemente organizada por un sacerdote, en la que se cuestionaba su honestidad, se criticaba su uso de la lengua y se la “invitaba” a ocupar el lugar que corresponde a una mujer: el silencio.
Veintimilla intentó una defensa por escrito, pero la respuesta fue aún peor. Abrumada por el escarnio público y el rechazo social, prefirió no hacerlo: no callarse, no conformarse, pero tampoco volver a escribir, se suicidó una madrugada, dejando dos cartas de despedida.