Acantile duerme piloto es un libro gozoso, sobre el misterio, lo animal, el amor. Aquí, el placer y la celebración del cuerpo son espacios colindantes. La poesía ecuatoriana interrumpe al mundo con su aullido.
Andrea Rojas Vásquez
No sé coquetear, sé temblar. Creo en la sabiduría del estremecimiento. Creo en el sonido de mi respiración, que se agita, intuye ritmo. Creo en el temblor capaz de mover lo dormido. Mi cuerpo erizado dice que, cuando leo a María Auxiliadora Balladares, estoy temblando.
Si mi cuerpo temblanding no te convence (guiño, guiño), me gustaría contarte que la poesía latinoamericana y la teoría crítica son elementos que hacen match con Mariuxi. Lo curioso es que el lenguaje de Balladares, ensayista y catedrática de la Universidad San Francisco de Quito, podría ser humano, pero prefiere ser animal.
La escritora guayaquileña, nacida en 1980, parece montar el lomo de una manada: escribe la criatura, la monta, avanza, luego crea otra, y sigue. En 2013 compuso su primer cuentario y hasta el momento ha publicado siete libros de géneros diversos.
Acantile duerme piloto (Funes editora), su cuarto poemario y libro más reciente, es el aliento del riesgo. Una acude al encuentro de una voz lírica a la que, inicialmente, le brota un diente de leche con el que dice palabras, un diente que pronto se hace lengua-boca-mano-cadera, sobre todo cadera, y se mueve con hambre. Una llega a la última hoja pensando qué rico, en un estado deseante, alegre, receptivo a la idea de que el mundo es más luminoso cuando se ama. Es un hallazgo, quizá otro temblor, sentir las garras y decir estoy a tus órdenes.
—En el libro hay un yo lírico que explora las manifestaciones de cuerpos no humanos: animales, hierbas, árboles. ¿Por qué sostener la poesía desde un yo polifónico o múltiple?
—Para mí ha sido esencial hacer un descentramiento del yo. Esto decanta de una atención al mundo que me rodea, intento que esa práctica sea comprometida, hablo de una atención como la propuesta por Simone Weil y a la que Barthes hace alusión. Barthes dice que lo que hacemos es entender las funciones de un objeto. Cuando hablamos de esto con mis estudiantes, les digo que no hay nada más rico que comprender algo que antes no entendíamos, vivir una epifanía, una sensación absoluta y gozosa.
Entiendo que cuando me enamoro se desborda tanto el amor que amo todo, no solo el objeto concreto del deseo sino la totalidad.
—En tus libros hay varios elementos que persisten: el amor, la ternura, el cuerpo y el deseo. Diría yo que lo tuyo es una escritura que quiere follar, una pulsión deseante. ¿Cómo te vinculas con tu propio deseo en la literatura y más allá de ella?
—Bueno (ríe), el deseo siempre está. En mi poética están ocurriendo dos cosas: el deseo donde la consecución del amor no ha sido posible, y el deseo en el que acontece el acto amatorio. Mi escritura quiere, desea follar y también folla; allí está la atención hacia el deseo. En mis libros hay un desborde que gira alrededor de personas amadas. No hay forma que el deseo no se pueda sentir.
En este último libro hay un poema llamado “La casa” y se relaciona con un hombre con quien tuve una relación de siete años, sucedió antes de conocer a Alicia (también escritora), con quien estuve dieciséis años, y para mí fue importante que en ese poema pudiera restituir mi pasado.
Cuando vivo el hoy, siento que es tanta la fidelidad al acontecimiento del amor en el presente que el pasado desaparece, por eso, tengo la necesidad de devolverme mi historia amorosa.
—Dedicas parte de tu vida a estudiar la obra de poetas latinoamericanos. Tengo la sensación de que hay un proceso de investigación en tu labor poética. ¿Cómo se da esto y cuáles han sido tus principales hallazgos?
—Planeo publicar mi tesis doctoral, allí exploro una idea que se me instaló hace, casi, quince años, y tiene que ver con la metáfora, este recurso que atraviesa nuestra lengua y la generación del léxico.
Como lectora me interesó la poesía donde la metáfora se debilita, y ese debilitamiento acarrea algunas consecuencias éticas. Centro mi estudio en Roque Dalton, Claribel Alegría, José Watanabe y David Ledesma Vásquez. Pienso, por ejemplo, en el sujeto revolucionario de Dalton, la resignificación de los mitos y el lugar de la mujer en Claribel, en el sujeto homosexual en Ledesma y en los animales en Watanabe.
El caso de Watanabe es el más ilustrativo para entender mi propuesta. Es importante ver que cuando hacemos una metáfora del animal, este pierde su vitalidad en el universo del poema porque gana en simbolismo, pero pierde en materialidad, es decir, el animal deja de ser para convertirse en símbolo de algo.


Animal es una colección de poemas ilustrados
por jóvenes artistas.
—¿En qué se convierten esos animales?
—Lo que menciono se relaciona con la atención, porque estamos celebrando la capacidad de pensar metafóricamente. Sin embargo, me motiva más nuestra disposición para atender la materialidad del mundo y entender a los animales fuera de la lógica de instrumentalización que acontece cuando escribimos metáforas sobre ellos o cuando generamos una industria alimenticia que los hace padecer o cuando los violentamos de diferentes formas.
Aquí me gusta hablar de la anécdota de Nietzsche en Turín: él sale de su hotel y ve que un cochero azota a un caballo, el hombre no resiste ese acto, así que se acerca al caballo y lo abraza.
Trabajo la no metaforización, aspiro a despojarme de mi lenguaje humano y alcanzar una especie de grado cero de la escritura. En mis libros, siempre, está aconteciendo el devenir animal, o sea, mi yo autoral se contagia de mi yo poética, entonces, mi cuerpo, mi estructura psíquica y mi lengua están atravesadas de animalidad.
—¿Cómo ves el panorama actual de la poesía latinoamericana y ecuatoriana?
—Siempre con superbuenos ojos (ríe). Creo que Latinoamérica le ha dado al mundo los mejores poetas y en nuestra contemporaneidad conviven autores que sostienen proyectos increíbles.
En años recientes he estado leyendo a poetas de mi generación y más jóvenes, la de los noventa, que está atravesada por cierta militancia política que logra despojarse de las taras de la izquierda de antaño, entonces, hay formas de la libertad que atraviesan lo político, y, son políticos, no de forma obvia ni en el sentido tradicional, sino en el sentido micro y eso me parece fascinante.
Siento que hay un despojo de ciertas vestiduras, una honestidad tan brutal y tremenda, de riesgo. Me interesa esa poesía que se instala en el riesgo, como estar a punto de que ocurra la catástrofe y siento que eso pasa en Gabriela Vargas, Yuliana Ortiz, Andrea Crespo, Azael Álvarez, Olmedo Guerra, por mencionar algunos casos jóvenes. La actual poesía en el Ecuador exige nuevas formas de leer y nuevos lectores.
—Uno de tus poemas dice: “Heredamos formas de tocar/ el ritmo de la cadera sobre la cadera/ el lenguaje del vértigo/ el gusto por la sal/ Lo que ahora me das y lo que te doy nos lo dejaron otros cuerpos”. ¿De quiénes has heredado lo que hoy es tu escritura?
—Heredo de los poetas que amo, de mis contemporáneos. Algo que ha sido fundamental en mi escritura es mi anterior relación con Alicia, al ser la una lectora de la otra. Al final de “Herencia”, el poema que mencionas, se escribe: “Mi amor por el silencio/ y tu sintaxis/ hoy apenas nos pertenecen”. Pienso que mi sintaxis ha sido bañada por la de Alicia.
Heredo cierto tono bucólico de Cervantes, la sensibilidad de Roy Sigüenza, la conciencia de la morfosintaxis influenciada por Efraín Jara Idrovo y algo de César Dávila Andrade. De mis contemporáneos está la cercanía y sensibilidad de Gabi Vargas. Estoy atravesada por mi historia como lectora.
—¿Qué sucedía en tu vida mientras escribías Acantile duerme piloto?
—Los primeros poemas los escribí en el contexto pandémico, pero no tenía mucha fuerza para escribir poesía amorosa, en ese tiempo estaba desprovista de la vitalidad que exige esa poesía en mí. Luego fui escribiendo hasta poco antes de que el libro saliera. Hubo un fin de semana en el que escribí intensamente hasta cerrar el libro y casi me muero (ríe), se me iba la vida escribiendo porque la reconstrucción del pasado es hermosa y te restituye; sin embargo, es agotadora, porque la memoria se hace cuerpo y padece. Siento que en estos poemas estaba pensando en cómo en nuestros cuerpos se erige una comunidad de amantes.
—¿Cómo seduces?
—Creo en la seducción en muchos planos de la vida, no solo en el amatorio. Soy profesora desde hace más de veinte años y veo que lo que hago para seducir en clases es contar full historias, y creo que esa es la forma en la que suelo atrapar la atención. Mi poesía es profundamente lírica, pero siempre cuenta algo.
—Al preparar esta entrevista, conversé con una amiga acerca de tu poema “Cadera”. Dijo que tu voz tiene un ritmo jadeante, como si estuvieses a punto de morir, un orgasmo que parece desconcertarse a sí mismo. Pienso que hay algo de aliento a enfermedad en ese orgasmo. ¿Es el dolor un estimulante perverso del placer?
—Sí puede ser (ríe). Pienso que a partir de “Guayaquil” hay un trabajo con el ritmo. En “Cadera” se narra un acto carnal y es un poema instalado en el dolor físico de una cadera enferma, un padecimiento a propósito de la muerte del padre. “Cadera” nace del padecimiento que tuve; esto lo infirió mi madre cuando estábamos en consulta médica (achina los ojos), ella le dijo al doctor “Yo sé por qué Mariuxi se enfermó”; el médico: “Por qué”, y la man: “Es que mi hija acompañó a su padre a morir; por eso se enfermó”. Y claro (ríe), es una explicación poco científica, pero se impuso como una realidad.
Existe un jadeo, un dolor que es un aliciente para la poesía, pero no me interesa escribir algo que se regodee en la melancolía depresiva, aunque lo cierto es que en la poesía se vincula la muerte, el amor, la enfermedad. Todo.