La Alameda dio al suelo urbano usos y funciones completamente nuevos, mientras que en el plano estético intentó ser un corrector de las fealdades de una ciudad algo destartalada y sin jardines.

Sin lugar a dudas el parque de La Alameda es uno de los espacios más singulares y más cargados de significados con los que cuenta la ciudad de Quito, y eso por no hablar del conjunto del país. Difícilmente se puede encontrar otro lugar que ofrezca lecturas tan variadas y tan representativas de la evolución del pensamiento, el gusto y las formas de ser y estar de las élites locales. Como el arte, la literatura o la arquitectura, estos espacios reflejaron el espíritu de los tiempos. Primero fueron los valores de la Ilustración, luego los del Romanticismo y, por último, hasta los del efervescente nacionalismo del entresiglo (XIX-XX). El recinto se inauguró en 1776 y es posible que la iniciativa se originara en los geodésicos. Los costos que demandaron las obras fueron sufragados por las más renombradas élites de la ciudad. Por muchos años, el parque supuso el más importante intento por repensar, reorganizar y transformar la estética urbana quiteña. De hecho, se puede decir que fue concebido como una forma de marcar la diferencia con la ciudad antigua. Desde un principio el proyecto puso en juego una manera, hasta ese momento, completamente nueva de entender los espacios públicos. Como parece claro, este fue el primer intento de efectuar el tránsito desde una ciudad barroca a una ciudad moderna, diseñada conforme los cánones del urbanismo y de la estética ilustradas.
Empecemos diciendo que la incorporación del arbolado como motivo ornamental ya de por sí fue todo un cambio en una ciudad de mentalidad barroca, urbanista y desde siempre refractaria al verde. Las tranquilizadoras formas de los jardines no tenían muchos adeptos. Una prueba del rechazo que provocaba es cómo todavía, en pleno siglo XIX, García Moreno fue objeto de duras críticas cuando resolvió ajardinar la plaza mayor de Quito. Por lo general, estos espacios públicos eran áridas y polvorientas explanadas donde se emplazaban los mercados de abastos, las fuentes de agua o los escenarios para los festejos populares. La Alameda, por el contrario, dio al suelo urbano usos y funciones completamente nuevos, mientras que en el plano estético intentó ser un corrector de las fealdades de una ciudad algo destartalada y sin el atractivo de los espacios ajardinados.

Aparte de lo dicho, la relevancia de La Alameda provino de haber propiciado una transformación integral de las formas de socializar, sobre todo de las élites y de la naciente clase media. Sus instalaciones respondieron a una necesidad de escapar de los ambientes urbanos cerrados, agobiantes y trillados que no decían nada a un público nuevo y portador de sensibilidades recién adquiridas. Un refinamiento del gusto y un mayor desapego a los viejos rituales del barroco indujo a las élites a buscar el aire libre, confort y espacios diáfanos para recrearse y matar el tiempo a gusto. Hacia fines del siglo XIX ya había un público que manifestaba un ferviente deseo de escapar de las rutinas que imponía una ciudad tediosa e implacablemente rutinaria. James Orton, un explorador norteamericano, declaró que Quito era la capital mundial del aburrimiento. Un periódico de la época exponía la fatiga psicológica y los sentimientos de rechazo hacia la vieja ciudad. “No hay quien viva encerrado en ella y que no desee salir siquiera de tarde en tarde a respirar aire más puro, a ver mayor extensión de cielo y justamente recrearse con las flores, los árboles, el agua y los pájaros cantores”. Con cierta sorna e ironía, el mismo articulista censuraba el amontonamiento y la situación de encierro de la ciudad, afirmando que cuando uno se moría y era llevado al cementerio, ello no significaba otra cosa que el “traslado de un nicho a otro”. Desde luego, la habilitación de La Alameda como espacio público tiene que entenderse dentro del marco del higienismo que en nombre de la salud demandaba espacios abiertos y aire puro libre de esos dos demonios modernos: las bacterias y los microbios. Gracias a los cambios de mentalidad y a las prescripciones de los salubristas, los jardines se convirtieron en una de las atracciones de los buenos y honrados habitantes de la ciudad. Adicionalmente, si algo refleja La Alameda, estas fueron las nuevas sensibilidades hacia la naturaleza. Un buen indicador de lo que decimos es un curioso acto organizado en el parque por La Fonda, una organización efímera y de la cual no sabemos nada. Ahí, sus miembros hicieron público un manifiesto que reclamaba la urgencia de evitar la deforestación. El encuentro celebrado en 1906 bien puede ser tenido como la primera manifestación de corte conservacionista que registra el país.

Las sucesivas reformas efectuadas en el parque desde tiempos de García Moreno no fueron sino una respuesta a las nuevas demandas de unas élites que estaban en proceso de volverse más mundanas. La Alameda impulsó el paseo dominical, una práctica que denotaba costumbres más pulidas. Gracias a los nuevos atractivos que ofrecía el parque, la cultura del ocio y del entretenimiento sufrió una severa reforma. El parque marcó el paso a formas de diversión más elegantes y refinadas. Los encierros taurinos o las peleas de gallos ya estaban dejando de ser atractivas. De hecho, ya estaban siendo vistos como espectáculos más propios de un pueblo bajo, ignorante y con costumbres muy rudas y hasta violentas. Ahí la gente bien iba a ver y a ser vista. Las veredas del parque hacían las veces de pasarelas donde hombres y mujeres desfilaban frívolamente para lucirse y exhibir los últimos modelitos recién llegados de Europa. Este fue el escenario donde empezaron a aparecer ropas más funcionales tipo sport y donde verdaderamente triunfaron los sombreros de paja. Pero también es el nuevo paraíso de los novios, que descubrieron rincones secretos para hacer de las suyas. Los setos y el arbolado permitían a las parejas evadirse de las miradas indiscretas y curiosas de padres, parientes y amigos. Una observación que no puede soslayarse: La Alameda se convirtió en un recinto que dio más cabida y protagonismo a lo femenino. No solo porque la jardinería tenía connotaciones afines al género, sino que allí las mujeres encontraron condiciones más favorables para desempeñar nuevos roles. La infancia, asimismo, descubre un nuevo universo de objetos que diversifican las posibilidades lúdicas. La laguna y sus canoas y, cómo no, el Churo que diseña Fuseau, hacen sus delicias. El parque también marca el fin de las relaciones con sus antiguos camaradas: los hijos del servicio doméstico. Finalmente, a este recinto hay que verlo como el paso intermedio que dará pie a una costumbre que se irá afianzando a partir de la década de 1910: los paseos campestres y las comilonas al aire libre.
En otro orden de cosas, la personalidad del parque estuvo marcada por su estrecho compromiso con el mundo de las ciencias. Ya dice mucho el que la iniciativa de su construcción surgiera en el seno de la Academia Pichinchense, una corporación dedicada a fomentar las luces y el conocimiento. Sus socios, que no eran unos cualquiera, tenían algo de mundo y habían mantenido estrechas relaciones de amistad con los geodésicos. Inicialmente, el parque quiso combinar la función de paseo público con la de jardín botánico. La ciencia de las plantas era una disciplina que, hacia fines del siglo XVIII y comienzos del siguiente, había cobrado mucho prestigio en América. Este cometido siguió estando plenamente vigente en tiempos republicanos. William Jameson, un explorador escocés avecindado en el Ecuador, fue autorizado para plantar y aclimatar árboles autóctonos de nuestros bosques. Finalmente, el ilustre botánico Luis Sodiro continuó por la misma senda de su predecesor. Muy imbuidos del espíritu de la época, los naturalistas querían civilizar el bosque, reducirlo a un solo espacio, así como también mostrar las maravillas y el exotismo de la flora ecuatoriana. Marcados por el fuerte espíritu nacionalista que imperaba en el país, el parque fue pensado como un lugar privilegiado diseñado para que el público lograra descubrir y conectar con un Ecuador lejano y desconocido. Al menos en teoría, el programa botánico-iconográfico del recinto proponía un viaje estético y sentimental por un país que venía siendo idealizado por poetas y novelistas.

Aquí hay un aspecto que interesa poner de relieve. Más allá de las funciones prácticas del icónico Observatorio Astronómico y de la primera central meteorológica moderna del país, esta parafernalia tecnológica cumplió una función pedagógica concebida especialmente para seducir al público y para familiarizarlo con los prodigios de la ciencia. Detrás de este bien acondicionado tinglado había un profundo trasfondo retórico diseñado para convencer a los notables acerca de la importancia de aclimatar en el país la técnica y los recientes progresos que maravillaban al mundo. En paralelo, el parque también hizo las veces de un escaparate a través del cual se quería exponer y transmitir un mensaje muy claro: había terminado el tiempo del caos y de la anarquía, y comenzaba una nueva era para el país. Como si se tratara de un manifiesto político, todo fue hábilmente dispuesto para significar el comienzo de un ciclo de orden y disciplina. Había empezado la hora en la que la ciencia y los científicos virtuosos irrumpían en la escena pública para hacer frente a los caudillos revoltosos y a los militares levantiscos que mantenían caotizado al país. La Alameda, en este sentido, a la vez que adquirió la connotación de lugar del conocimiento, también adquirió la de un oasis moral. Los telescopios, los sextantes, los barómetros, etc., fueron instrumentalizados simbólicamente para expresar esa voluntad de orden que debía servir de contrapunto a la situación de anarquía que imperaba a lo largo y ancho de la república. El parque, pues, exponía subliminalmente la virtud y la filantropía del hombre de ciencia frente a las oscuras intenciones que embargaban a los revolucionarios. Un detalle que no puede olvidarse es que ahí también se instaló la Escuela de Bellas Artes, otro lugar emblemático con el que el Ecuador hacía méritos para ser considerado como miembro de pleno derecho del selecto club de las naciones más civilizadas.

Además, La Alameda quiso ser una respuesta a los nuevos criterios pedagógicos que enfatizaban en la importancia de lo sensorial (en particular del sentido de la vista) y del contacto con la naturaleza. Digamos que fue una respuesta a esa educación memorística, meramente teórica y libresca, que imperaba en el sistema educativo ecuatoriano de la época. Como se decía antiguamente, este espacio debía servir para “enseñar deleitando”. Teniendo en cuenta los valores en alza que, desde la aparición del movimiento ilustrado, empezaron a circular por el país, el parque transmitió esa vieja idea, con fuerte acento roussoniano, acerca de que el contacto con la naturaleza era un factor que ayudaba a moralizar y a hacer más buenas a las gentes. Frente a este escenario, el hombre aprendía a convivir en paz con ella, a refinar sus sentimientos, a ordenar su morada e, incluso, a hacerla más bella.
El programa simbólico-iconográfico se completó haciendo del parque un nuevo y privilegiado escenario para las liturgias y conmemoraciones cívicas. Desde fines del siglo XIX se consagró como un lugar dedicado a la memoria. Ahí el público podía honrar a personas y acontecimientos. Sus funciones simbólicas se diversificaron; ya no solo se buscaba familiarizar al público con el mundo de las ciencias, sino también rememorar los hechos y las glorias humanas. La Alameda fue elegida para exponer los bustos de una gama muy variopinta de personalidades, entre las cuales se destacan los geodésicos franceses, Manuela Sáenz y Francisco Suárez Veintimilla, un héroe ecuatoriano caído en la batalla de Beni Aros, actual Marruecos. El remate fue la instalación, en 1936, del gran ícono de la ciudad: el monumento a Simón Bolívar. Gracias a estos memoriales, el Ecuador podía sustentar un pasado glorioso y heroico. El parque, en definitiva, fomentó un gran abrazo entre naturaleza e historia.