Por Sylvia Ortiz Batallas.
Fotos Christoph Hirtz.
Edición 432 – mayo 2018.

A un año de inaugurado el primer Museo Arqueológico de Jama, en 2008, la revista Diners, en su edición 329 de 2009, publicó un artículo de Roque Iturralde. El autor relató lo deslumbrante de aquel pequeño museo, su impecable montaje y la entrañable temática de la colección conformada por personajes que describían las expresiones más cotidianas de aquella gente que habitó territorio manabita hace 2500 años (Diners Club del Ecuador, Save the Children, Élice e Instituto Benjamín Carrión se unieron a la Municipalidad de Jama para gestionar el museo de 2008).
El tema del Museo de Jama volvió a ser noticia, cuando con una fuerza implacable el terremoto del 16 de abril de 2016 destruyó el edificio que lo albergaba, la museografía de la exhibición y la mayoría de las piezas quedaron atrapadas por las vitrinas que se desplomaron o salieron despedidas de las estanterías de la reserva donde permanecía gran parte de este acervo.
Cualquier museo en situación de desastre habría llamado mi atención como profesional de la restauración, sin embargo, las 296 piezas que conforman esta colección tienen un lenguaje que traducido a sus características iconográficas, técnicas y estéticas, logra una aproximación eficaz al conocimiento de la cultura Jama-Coaque.
La cultura Jama-Coaque
Esta ancestral cultura habitó los fértiles valles de los ríos Jama y Coaque, al norte de Manabí, por más dos mil años y abarca dos períodos históricos: el de Desarrollo Regional y el de Integración, entre el 240 a. C. y el 1532 d. C., al inicio de la conquista española. No obstante, se sabe de su existencia hasta el 1640 d. C.
Dentro de la evolución de nuestros pueblos aborígenes, el período de Desarrollo Regional es de gran importancia porque en él los grupos humanos desarrollaron habilidades particulares que derivaron en el dominio de su medio y en el progreso sustancial de su sistema de vida. Además de Jama-Coaque, se incluyen en esa cronología: La Tolita, Bahía de Caráquez, Guangala, Jambelí, Tiaone, Tejar-Daule y otras culturas de la Sierra y la Amazonía.
Jama-Coaque fue una sociedad muy estratificada y con jerarquías bien diferenciadas. Su compleja organización sociopolítica estuvo liderada por caciques o señores principales, hombres y mujeres de las élites que lograron una importante influencia local y regional mediante el control de lo político, lo económico y, sobre todo, lo religioso.
Alrededor de grandes pirámides o tolas (la pirámide de San Isidro fue uno de los mayores centros regionales. Posee una secuencia estratigráfica de tres mil años que empieza en el año 1600 a. C., con Valdivia, luego Chorrera y, posteriormente, Jama-Coaque.), sus arquitectos construyeron áreas urbanas bien planificadas con calles, plazas y edificaciones donde habitaban los grupos de poder. Llegados los períodos rituales, los sacerdotes congregaban, a estos centros de carácter sagrado, a la numerosa población llana que vivía en núcleos dispersos, dedicada a las actividades productivas.

En la cosmovisión de Jama-Coaque los mundos material y espiritual estuvieron en constante interacción. El chamán preparaba brebajes medicinales, organizaba sesiones sanadoras con cantos y danzas y recurría a sustancias alucinógenas para tomar contacto con las deidades del inframundo y combatir, con su favor, los males del cuerpo y del espíritu. Por su lado, los sacerdotes y sacerdotisas se entrenaban en el conocimiento de los astros para intervenir sobre los fenómenos naturales y así obtener la abundancia del mar y de la tierra. Se encargaban también de organizar el calendario ritual y festivo.
La bonanza material permitió el florecimiento de las expresiones artísticas y artesanales. La metalurgia, por ejemplo, adquirió un alto nivel de especialización; se trabajaba en oro, plata, cobre, estaño y platino. El brillo metálico revestía al portador de la importancia y el poder emanado del resplandor de los astros. Por otro lado, las figurinas cerámicas muestran a hombres y mujeres vestidos con ponchos, tocados de plumas, turbantes de vistosos colores, prendas que reflejan la destreza de la producción textil. La pericia en la navegación les permitió, además, comerciar sus productos en sitios distantes, gracias a su conocimiento del mar y de la tecnología en la fabricación de embarcaciones.
La cerámica, producto de la transformación de la fuerza vital de la tierra por la energía cósmica del fuego, sobresale por su abrumadora producción que, en sus piezas utilitarias, nos enseña la cotidianeidad de la vida y, en las creaciones más elaboradas, inmortaliza a los personajes más representativos del mundo natural o ritual de Jama- Coaque. Los famosos sellos de cerámica se utilizaron, probablemente, para imprimir sus diseños en las telas de las vestimentas, para adornar sus cuerpos o como runas protectoras contra la adversidad.
El museo
La exhibición de 2008 supo resaltar en su museografía la grandeza de esta cultura y dio un especial tratamiento museográfico a los balseros de Jama: un conjunto de veinte figurinas, de no más de diez centímetros, que representan a una flota de navegantes modelados en barro. Unos reman hincados sobre una o ambas rodillas; otros de pie, con las piernas flexionadas, simulan empujar el agua con el remo que identifica su oficio. Vestidos con taparrabos, llevan cascos amarrados al cuello y adornos corporales vivamente coloreados.

A poco del sismo, estas figuras fueron la preocupación de Carlos Arcos, escritor quiteño que, luego de inspeccionar su malograda casa en Don Juan, acudió al museo para ver la suerte que habían corrido los balseros. Aunque la situación era alarmante, poco le tomó a Carlos y a otros cuatro voluntarios contactar con la encargada del museo para iniciar las labores de rescate. Desde Quito dábamos ánimo al grupo y algunas sugerencias técnicas para que, luego de recopilar los restos de las piezas, las registraran, embalaran y encajonaran con una cédula que permitiera su identificación. Sin embargo, al poco tiempo de haber iniciado se agotaron los insumos, de modo que hubo la necesidad de acudir al Instituto Nacional de Patrimonio Cultural que al día siguiente, 5 de mayo, tomó la posta a los voluntarios.
Una vez terminada esta fase inicial con un gran laso negro en señal de duelo por la caída de los balseros, prometí no dejarme ganar por la impotencia. En los meses que transcurrieron me concentré en elaborar un proyecto muy básico, con el fin de minimizar los daños; pero ni su bajo presupuesto pudo ser cubierto por las empresas locales ya que la Ley de Solidaridad por el Terremoto, vigente desde mayo de 2016, limitó esa posible ayuda.
El proyecto permaneció en descanso hasta noviembre de ese año, cuando una luz de esperanza lo iluminó intempestivamente. A finales de aquel mes, apliqué a la convocatoria del Fondo del Embajador para la Preservación Cultural (AFCP), un concurso creado por el Congreso de Estados Unidos en el año 2000; administrado por la Oficina de Asuntos Educativos y Culturales del Departamento de Estado, y convocado por sus embajadas, en más de 120 países del mundo. Este fondo apoya la conservación del patrimonio tangible e intangible y uno de sus objetivos es demostrar el respeto de ese país por las expresiones culturales de otras naciones.

Inmediatamente conseguí para fines administrativos la representación del Instituto Benjamín Carrión, a través de su director ejecutivo Juan Samaniego y con la colaboración de mi colega, la restauradora Ximena Samaniego, pusimos a punto la propuesta. Con la ayuda de amigos y familiares, tradujimos contrarreloj todo el dosier y logramos enviarlo el día señalado, a principios de enero de 2017.
Podía imaginar a los balseros entrando en una carrera de resistencia con la constancia de los que han vivido por más de dos mil años, paso a paso, hasta conseguir la victoria en esa primera etapa pues, de 56 propuestas nacionales, la del rescate del Museo de Jama había quedado finalista. En adelante el tiempo empezó a transcurrir lento, hasta el 15 de julio en que recibí la gran noticia: ya en Washington, la propuesta ecuatoriana había concursado con 107 proyectos a nivel mundial y había sido elegida para recibir el Fondo del Embajador, convocado en esta ocasión por el embajador Todd Chapman. Esta sería la séptima vez que el Ecuador obtenía este privilegio.
El proyecto
Una vez realizados todos los trámites que exige la Ley de Patrimonio, los balseros, junto con toda la colección, fueron cuidadosamente embalados. Llegaron a Quito el 6 de noviembre de 2017 al taller-laboratorio de restauración El Obrador, para recibir los tratamientos de conservación y restauración que les devolverán, en la medida de lo posible, sus características originales. Los restauradores participantes fuimos: Carla Freile, Elizabeth Velarde, Sylvia Ortiz, Ximena Samaniego y Víctor Ordóñez. Además, los arqueólogos Esteban Acosta y Diana Cordero levantaron fichas de inventario y las subieron al Sistema de Información del Patrimonio Cultural Ecuatoriano (Sipce), por lo que, en la actualidad, este repositorio ya entró a formar parte del Sistema. Han colaborado también con el proyecto: Cecilia Ortiz, Christoph Hirtz, Elvira León y Raquel Farías.
Al terminar ambos procesos, la colección retornará renovada a su lugar de origen, a estrenar el nuevo edificio del museo que está siendo construido por el Banco del Estado, por gestión del alcalde del GAD del cantón Jama, Ángel Rojas. Algunas piezas serán ubicadas en una reserva con todas las condiciones de seguridad ambiental y física, y otras serán exhibidas con modernos parámetros museográficos, en una muestra que será la pionera en la recuperación de los sitios culturales del área de Manabí, devastados por el terremoto de 2016.
Creo que ha llegado la hora de desatar el laso negro y empujar al mar las balsas con sus intrépidos navegantes. Seguramente, a su regreso al museo, los balseros de Jama volverán a contar sus hazañas a las futuras generaciones, por miles de años más.