Texto de José María León ///
Fotos de la Royal Academy y archivo ///
Una mañana de abril de 2011, el artista, arquitecto y disidente chino Ai Weiwei esperaba un vuelo a Hong Kong que nunca tomaría. Antes de abordar, un policía se le acercó y dijo que el avión despegaría del aeropuerto de Beijing sin él: “Hay otros asuntos que tiene que atender”. No era un operativo improvisado: la semana anterior, la Policía había ido a su estudio tres veces para, según decían, revisar que sus ayudantes y voluntarios extranjeros tuvieran sus papeles migratorios en orden. Unos minutos después de su arresto volvieron, por cuarta y masiva vez: eran cerca de veinte agentes sin uniforme. Tenían una orden allanamiento. Interrogaron a Lu Qing, su esposa. Se llevaron computadores, papeles, discos duros. Detuvieron a ocho de sus colaboradores y a un amigo cercano para investigaciones. Cuando el sol se puso en el cielo tóxico de Beijing, nadie tenía —ni ofrecía— noticias del artista nacido en 1957, barriga de tambor y barba larga y moteada de canas. Se lo llevaron a un prisión secreta, donde estuvo encerrado —sin que jamás le levantaran cargos por delito alguno— ochenta y cuatro días.
Ai Weiwei fue arrestado por decir lo que muchos en China no pueden o temen: que el boom económico del gigante asiático va de la mano con un profundo desdén por los derechos humanos, y que las condiciones de vida de sus habitantes son, en muchísimos casos, degradantes. Ai Weiwei había sido siempre un personaje incómodo para el Gobierno, pero la dictadura comunista dejó las apariencias cuando el artista les preguntó cuánta gente murió en el terremoto de Sichuan en 2008. Según Ai, la pobre construcción de las escuelas públicas fue responsable de los más de cinco mil niños muertos. Cuando el Gobierno se negó a entregar esa información, el artista inició ‘una investigación ciudadana’: durante un año, el estudio de Ai envió más de ciento cincuenta cartas a agencias gubernamentales pidiendo información de las víctimas.
Decidió publicar en Twitter —es un entusiasta de las redes sociales— una lista diaria con el nombre y la fecha de nacimiento de los niños que murieron en el terremoto que habrían cumplido años ese día. Además, se dedicó a comprar en el mercado negro ciento cincuenta toneladas de las varillas de acero de las que estaban hechas las escuelas que se cayeron y —durante meses— puso a su equipo a enderezarlas. Fue en ese tiempo en que fue secuestrado por la policía. Cuando fue liberado, se encontró con todas las varillas enderezadas. “Fue emocionante”, dijo en una entrevista, “nadie dejó de trabajar mientras no estuve”. Ai las juntó en una escultura llamada Straight, una especie de marea férrea que se presentó en la Bienal de Venecia de 2013. Ai no pudo asistir pues su pasaporte había sido confiscado y él seguía siendo un rehén de su propio Gobierno.
Fue en la misma bienal veneciana donde personas de todo el mundo vieron cómo habían sido sus tres meses de ilegal encierro. Ai presentó S.A.C.R.E.D. (en inglés, sagrado): seis dioramas que muestran escenas de su cotidianeidad carcelaria. Son unas cajas de hierro de más de dos toneladas con un par de ventanas por las cuales los espectadores se asoman para ver (en una escala de dos a uno) el interior de la celda 1135 de la cárcel —o sótano estatal, o cuartel militar, o quién sabe qué y dónde— en que estuvo preso el artista que diseñó el Nido de Pájaro, el estadio olímpico de Beijing.
Cada letra del título de la pieza representa una de las cajas y el momento que retratan. En [S]upper, se lo ve sentado en una pequeña y solitaria mesa mientras cena. Ai dice que la obra es, en cierta forma, un tributo a su padre, un respetado poeta chino que estuvo preso durante la guerra civil y que, después, en los años turbios de la Revolución Cultural, pasó dos décadas exiliado en el desierto de Gobi por sus opiniones. “Ahora, por fin, soy como tú. Usaré este tiempo como tú lo hiciste. Entonces memoricé cada grieta en el techo, cada marca en la pared”, contó en una entrevista. La obra muestra —con increíble detalle— los métodos de intimidación que padeció Ai: en [A]ccusers Ai está sentado frente a agentes de camisas blancas que lo señalan, amenazantes, con el índice, mientras toman notas en una computadora. Fue interrogado unas cincuenta veces. [C]leansing tiene una carga perturbadora: la desnudez total de Ai Weiwei bajo el agua de su ducha contrasta con los trajes y las corbatas bien planchadas de sus vigilantes: hay un desbalance de poder evidente, como quien mira a un siervo acorralado por los leones que se lo comerán.
En [R]itual, el artista camina en el reducido espacio de la celda. En [E]ntropy, se lo ve dormir, boca arriba y siempre flanqueado por sus celadores, cubierto por una sábana rala que no alcanza ni a cubrirle los pies. No está claro si es una representación literal —y es poco probable que lo sea— pero los regímenes represivos lo observan todo incluso cuando parecen no hacerlo. Ai lo sabe: afuera de su casa en Beijing hay dos cámaras que graban las veinticuatro horas del día, su teléfono está intervenido y el blog que escribía, censurado. Al final, en [D]oubt Ai está sentado en el baño, pensativo, con los pantalones en los tobillos y la mirada fija en la pared, como preguntándose si todo aquello vale la pena. “Todo el tiempo que estuve ahí, pensaba que, si salía, todo esto pararía”.
La represión comunista
Pero siguió: S.A.C.R.ED., a fines de 2015, se exhibe en la Royal Academy of Arts de Londres, junto a otras obras de profunda carga política. Está la dolorosísima Straight, que tiene a izquierda y derecha dos marquesinas gigantes que cubren las paredes de la sala. Tienen escritos los nombres de los cinco mil niños muertos en el terremoto de Sichuan. Están las vasijas chinas del neolítico que Ai Weiwei profana pintándolas con estridente pintura industrial o escribiéndoles encima Coca-Cola. Está también el tríptico gigante en que se lo ve soltar una urna de la dinastía Han —una pieza (¿reliquia?) de dos mil años— para que se pulverice contra el suelo, mientras mira a la cámara, desafiante, irreverente. En el patio ha puesto un sillón hecho de preciosa cerámica china negra para enfatizar la idea de que el poder suele tener gestos, obras y palabras sin otra utilidad que la propia adulación.
Los políticos —especialmente los más autoritarios— jamás han podido lidiar con el arte. Ahí encuentran gente que utiliza recursos distintos a los que están acostumbrados, se desconciertan y reaccionan de la peor manera posible. Los enemigos de Ai no han sido excepción. Un año después del terremoto de Sichuan, en 2009, un grupo de policías irrumpió en la habitación de un hotel de Chengdu donde Ai dormía. La paliza le dejó un mes de intensos dolores de cabeza que terminaron en una visita de emergencia a un hospital de Múnich por una hemorragia cerebral.
Un año antes, el Municipio de Shanghái le hizo una oferta: financiarían la construcción de un estudio en uno de sus barrios. Querían replicar lo que había sucedido en Beijing con el distrito de Chaocangdi, al que Ai se había mudado cuando era un barrio abandonado. Muchos artistas lo siguieron. En pocos años, Chaocangdi se convirtió en una villa artística de generación espontánea. Los muy ricos funcionarios de Shanghái querían crear la suya. En octubre de 2010, el complejo de edificios de ladrillo rojo estuvo terminado. Ese mismo día el Estado central ordenó su demolición, alegando que la construcción se había hecho sin los permisos necesarios. La respuesta del artista fue organizar un festín público de cangrejos de río en el estudio que jamás se utilizaría. La palabra en mandarín para cangrejos de río es he xie, un homónimo de armónico, adjetivo que el régimen comunista chino utiliza en su propaganda y que los activistas utilizan como sinónimo de censura. A la fiesta asistieron ochocientas personas, menos Ai: cuando estaba por salir a Shanghái la policía le recomendó que no lo hiciera y, ante la insistencia del artista, lo declararon en un conveniente arresto domiciliario. Para entonces, Ai Weiwei tenía todavía su pasaporte, pero no podía salir ni siquiera de casa.
En 2015, el Gobierno chino se lo devolvió. Tal vez por la inminencia de la muestra de Londres, quizá comprendieron que cada vez que le aplicaban técnicas paramilitares a Ai, les terminaba jugando en contra: con los restos de la demolición del estudio de Shanghái, Ai hizo otra obra. Es un cubo gigante con pedazos de ladrillo y madera. Se llama Souvenir de Shangái. Es difícil enfrentar a un enemigo al que no se entiende y que no se reconoce. ¿Quién es el verdadero enemigo de la dictadura comunista china: Ai Weiwei o el arte Ai Weiwei? “A mí me puede pasar cualquier cosa”, dijo alguna vez Ai, “pero el arte quedará”. Es aún más difícil enfrentar a un enemigo que se perpetúa a través de objetos cargados de ideas.
Incómodo para todos
¿Podría ser que la dictadura comunista está dispuesta a convivir con las incómodas preguntas —traducidas en potentes obras— de Ai? Es difícil saberlo. Mientras tanto, Ai insiste en incomodar a todos. Este año hizo ver muy mal al Servicio de Inmigración del Reino Unido. En su aplicación para una visa de seis meses —para poder asistir a su propia exhibición— declaró no haber cometido ningún delito. El diligente burócrata que la recibió, le contestó que, como un favor, le concedería diez días de entrada legal a suelo británico, pero que era público que había sido condenado en China y que su aplicación contenía, por tanto, hechos falsos. Pero Ai jamás ha sido sentenciado —ni siquiera acusado— por delito alguno. La secretaria de Asuntos Internos, Theresa May, tuvo que resolver el problema en persona, ante la avalancha de reclamos, críticas y declaraciones de vergüenza del público y la intelectualidad ingleses. Al final, le dieron la visa por el tiempo que había pedido.
Pero no es solo con los gobiernos con los que Ai establece relaciones tensas. En octubre de 2015 ha hecho que la multinacional de ladrillos de juguete Lego muestre su cara menos amistosa. Ai Weiwei empezó a trabajar en su próxima obra. La construiría con tres toneladas de legos. Hizo el pedido directamente a la compañía: se lo negaron. Lego dice que respeta la expresión creativa y que no censura el uso de sus piezas pero que no toma parte activa en proyectos o contextos con una agenda política. “Esto no quiere decir que censuremos, prohibamos o proscribamos el uso creativo de ladrillos Lego por artistas”, me dijo en un correo Katherine Bisgaard Vase, directora de comunicación de la compañía danesa. “Cualquiera puede comprarlos en tiendas de juguetes en otras maneras y usarlos para el propósito que quieran”. Nunca me contestó cómo es que comprar legos al por mayor podría verse como un gesto político de la compañía.
Ai resolvió el inconveniente —al que llamó un acto de “censura y discriminación” y dijo que podría estar relacionado con el parque temático Legoland que se construirá en Shangái— pidiéndole a sus seguidores en redes sociales que le donaran sus legos. La respuesta ha sido increíble: le llueven legos. Alguna vez le llovió dinero: cuando el Gobierno chino lo acusó de evasión fiscal por casi dos millones de dólares, sus seguidores aportaron para que el artista contemporáneo más poderoso del mundo —según lo nombró en 2011 la revista ArtReview— pudiera evitar la persecución tributaria.
Ese es el hijo del poeta Ai Qing que exhibe su obra por el mundo. Un artista incómodo para el poder político, comercial y, también, para sus espectadores. Él no se disculpa, sino que profundiza su trabajo: siempre está creando, parado sobre esa línea entre la estética y la militancia —tal vez uno de los ejercicios más complejos del arte contemporáneo. Hay una belleza formal en las obras de Ai que enmascaran conceptos demoledores. Uno, como espectador, se acerca maravillado al principio por la luz, la disposición de los elementos, hasta que se da cuenta de qué se tratan, en realidad, sus obras, pero es ya demasiado tarde para huir. La sensación ambigua entre lo que se ve hermoso pero habla de crudezas permanece a lo largo de la retrospectiva del que es, muy probablemente, el artista político más relevante de nuestro tiempo.
El candelabro de Hall Central de la Royal Academy es una muestra de esa incomodidad: un pieza preciosista hecha con bicicletas, en un guiño a la transportación de masas china, hoy relegada por el auto contaminante, en directa crítica a la falta de regulación ambiental, una característica de un desarrollo desordenado y devorador. En uno de los salones interiores está en el piso una máscara antigás tallada en mármol blanco —otro de los materiales predilectos por las antiguas dinastías chinas y la actual dictadura comunista— como un reflejo de la contaminación del aire en Beijing (donde respirar un día equivale a fumarse cuarenta cigarrillos). En el mismo material está tallada una de las cámaras con las que el régimen comunista vigila su casa-estudio.
La obra de Ai está atravesada por una convicción política que no es panfletaria, sino que nace de una reflexión intimista, personal. Ai Weiwei es un esteta de la política. Ai Weiwei es un político del arte. Él lo resume en seis palabras: “Todo es arte. Todo es político”.