Ahora que tengo un hijo

El narrador de este texto tuvo su primer hijo cuando ya había pasado de los cuarenta años. Y ahora, que él es el padre, descubre que la vida y el mundo seguirán después de él.

Ilustración: Shutterstock.

Los últimos dos días los he pasado, doce horas cada día, montando en bici alrededor del Cotopaxi y, mientras más me dolían las piernas, la nalga y los brazos, más pensaba en mi hijo de cinco años. Siento que los hijos son de esas “cosas” extremas con las que estás todo el tiempo y que de tanto pensarlas, paradójicamente en su proximidad, no las ves ni comprendes bien.

Y no comprendo bien el vínculo del sentir y del pensar que despiertan los niños fuera de la cultura: es decir, en la cultura lo comprendo bastante bien en su perversión, pero fuera de ella, todavía me es misterioso. La pregunta no es qué implica ser buen o mal papá, sino qué puede hacer o agenciar un papá y por qué.

Tener un hijo, varón o no, abre la posibilidad de que algo de ti esté siempre en el mundo, incluso después de que mueras (incluso después de muerto el hijo del hijo). Esta imagen, que es de Robert Nozick, a quien leí antes de que naciera mi hijo para hacerme una idea que no fuera el cliché del maternar o del paternar, conceptos bacanes pero a mi juicio reduccionistas, se pelea con aquel concepto del desprendimiento, del deshacerse de un ser, del parir.

Creo que esta pelea, o contradicción, es necesaria, porque si se abre esta pequeña posibilidad de que parte de uno esté siempre ahí, también se abre la posibilidad de que la paternidad, o maternidad, sea menos importante y tenga menos agencia en nuestras formas de ser papás.

Comprar un libro sobre hijos antes de tenerlos, por otro lado, no sirve de nada. Lo he comprobado: me hice de algunos que no terminé de leer por ser reiterativos, unos; por plantear cosas de Perogrullo, otros, y por pendejos unos cuantos más. Paré de comprarlos hasta que leí un ensayo de una filósofa que decía algo así: “Es imposible reproducir los sentimientos y transformaciones que traen los niños a priori, porque es un acontecimiento demasiado fuerte que siempre está en el futuro”.

Claro, no hay preparación posible y, por eso, porque la preparación es imposible, la gente desvía su energía y recursos hacia lo material. Cambia la forma de entenderse uno, de cuidarse, y de cuidar y entender a la pareja y al bebé una vez nacido. (Al nacimiento no le gana nadie, es el horizonte de sucesos en la velocidad superlumínica de nuestro universo).

También quisiera decir que si bien, hoy por hoy, se vive en función de la criatura, se trata de algo natural y que por ello uno realiza cosas casi de modo automático, casi sin implicar sacrificio, algo ciertamente impuesto por la cultura. Así lo fue para mí, por lo menos. Así lo es para mí ahora, por lo menos.

Ser papá implica heredar un problema, o una serie de problemas, que para bien y para mal se han visibilizado en el mundo contemporáneo. Me supongo que a estas alturas del partido es irrelevante hablar de falsas dicotomías, padre-madre, trabajo-casa, disciplina-mimo, pero no estoy seguro.

Digo esto con cierto conocimiento de causa: parejas amigas de mi generación que no tienen hijos; otros que tienen tres; otros, como yo, que tienen un hijo y una hijastra y a las cuales estas falsas dicotomías no les calzan para nada. Veo a mis amigos y conocidos y todos ellos, sin excepción, son (excelentes) papás y aquí ya me pongo moralista, a decir lo que es ser buen papá: heredarle lo que valoro, lo que conozco y he hecho; enseñarle a repartir sus afectos a todos; alimentar toda su posible creatividad; no pensar que todo debe tener sentido inmediatamente.

Igual creo que nuestros padres han hecho estas cosas pero que, tal vez, su modo haya sido otro, su forma, que es lo que en el fondo amamos, haya cambiado. La forma lo es todo, en la forma se juega todo, se puede decir. Seguro es hora de pensar en entender a nuestros padres, desrealizar lo que sea que creamos haya creado traumas y no pasárselos al niño; o al revés, rescatar lo que sea que pensemos lindo y potenciarlo.

No importa mucho, desde esta perspectiva generacional, quién tiene razón o no en la pareja; quién se encarga de qué o cómo; lo que sí me parece importante es entender que es imposible participar en todo y que por ello hay que escoger en qué. Al escoger qué hacer con tu hijo, en mi caso leerle un cuento en vez de enseñarle a jugar fútbol, estoy desechando con conciencia lo que no quiero que él haga, a pesar de que tenga un costo, y en ese momento ya estoy envuelto en el paternar.

Yo estoy criando a un niño que quiero que entienda, desde chamo, que actuar de hombre o de mujer es eso, actuar, performar, intentar tener un comportamiento dictado por el determinismo falseado de la cultura, como dice Butler.

Y quiero, asimismo, que tenga total conciencia de la inteligencia manipulativa y contundente como estrategia de supervivencia, que grupos menos favorecidos han tenido que desarrollar para habitar el mundo, que es a veces un asco. Y quiero que mi hijo, de ley, aprenda a montar bicicleta y que venga conmigo en mis paseos por el páramo y que entienda, de algún modo sesgado, lo que es importante para mí.

A la séptima hora del pedaleo siento que no puedo más, quiero desmayarme, me tomo un gel de atleta salvaje, y pienso, por más cursi que sea, en él, en mi hijo, y en que esta cultura maldita, que dicta e impone lo que tengo que ser yo, y por ende parte de él, se diluya y se vaya al carajo.

Porque nuestro vínculo es lo que hay, supera a la cultura y al nacer él, me guste o no, ya lo amo y solo le puedo ofrecer este vínculo sustancial, viejo y pleno, y tal vez ser consciente de esto me haga ser buen padre. No lo sé. Queda abierta la posibilidad de que algo de mí, y de mi padre y de su padre, esté siempre en el mundo.

Te podría interesar:

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual

Recibe contenido exclusivo de Revista Mundo Diners en tu correo