Por Jorge Ortiz.
Edición 431- abril 2018.
Con “armas invencibles” y medios de propaganda, la Rusia de Vladímir Putin desafía al mundo.
Vladímir Putin no añora el socialismo, que fracasó sin atenuantes y terminó colapsando en 1998. Pero sí extraña, y mucho, el esplendor imperial de los tiempos soviéticos, cuando su país era temido y respetado en el mundo entero por su ejército poderoso, sus aliados sumisos, su política agresiva y su vocación expansiva. También tenía, por cierto, una economía ineficiente, una ciencia atrasada y una tecnología mediocre, pero aun así se las arregló para dominar medio planeta, desafiar a las grandes potencias capitalistas y tener en vilo al Occidente durante tres cuartos de siglo. Sí: Vladímir Putin añora las épocas imperiales y, claro, quiere recuperarlas. Con él al mando, por supuesto.
Es que cuando el socialismo se hundió bajo el peso inaguantable de su fracaso, las catorce repúblicas que, junto a Rusia, formaban la Unión Soviética se fueron cada una por su lado, rescatando su independencia. Rusia perdió, entonces, 23,8 por ciento de su territorio (o, mejor dicho, el que sentía que era suyo porque era el territorio soviético), 48,5 por ciento de su población, 41,1 de su producto interno bruto y 39,4 de su capacidad industrial. Para Putin, que fue un combatiente resuelto de la Guerra Fría, la derrota de la Unión Soviética y su desintegración fueron “la mayor catástrofe política del siglo XX”. Una catástrofe que desde que asumió el poder, en enero de 2000, se dedicó con pasión y convicción a tratar de repararla.
En los últimos años, dotado de los ingresos enormes del petróleo y el gas y aprovechándose de la fragilidad desconcertante del liderazgo político occidental, Putin dio pasos largos hacia la recuperación del protagonismo ruso en la política internacional. Y ahora, reforzado por el mandato incontrastable que le dio su reelección presidencial del 18 de marzo, se apresta a apoderarse del timón del mundo, para lo cual anunció ya que su país dispone de “armas invencibles”, todavía secretas, que inclinarán a su favor el equilibrio estratégico global, por encima de Estados Unidos y sus aliados. “Ahora tendrán que escucharnos”, según proclamó Putin, triunfante y desafiante.
Tal vez el reclamo de Putin sea comprensible, aunque sus formas sean excesivas: durante largo tiempo, Rusia no fue escuchada. No lo fue, en concreto, al finalizar la Guerra Fría y disolverse la Unión Soviética, cuando en vez de ser entendido como un país sabio y valeroso, que se había librado del régimen socialista sin golpes de Estado, gulags ni guerra civil, Rusia fue vista como el sucesor peligroso de un imperio opresivo y agresivo, que a lo largo de setenta y dos años (desde la Revolución Rusa de 1917 hasta el desplome del socialismo en 1989) amenazó con trastornar el orden mundial y con imponerle a la humanidad una ideología totalitaria, dispuesta a sojuzgar al individuo en nombre de la clase, el partido y el Estado. El ostracismo y el silencio que le impusieron las potencias occidentales fue, sin duda, un detonador del nacionalismo rencoroso y de la añoranza imperial que tan bien capitalizó Vladímir Putin.
“Existen y funcionan bien”
Diez días antes de las elecciones, como para terminar de aplastar a sus seis débiles e inofensivos contrincantes por la presidencia, Putin hizo un anuncio que, en Rusia, inflamó el orgullo nacional y, en las capitales occidentales (tal vez incluso en Pekín), causó sorpresa e inquietud: su país dispone de una nueva generación de armas atómicas, a las que describió como “invencibles”, que fueron desarrolladas “en respuesta a la salida unilateral del tratado de defensa antimisiles por parte de Estados Unidos”. Y si bien no exhibió ninguna evidencia de que en realidad disponga de esas armas, Putin no sólo dijo que esas armas “existen y funcionan bien”, sino que aseguró que “nadie en el mundo tiene algo igual”.
Pero quedaron dudas, desde luego, sobre todo porque el mando militar estadounidense reaccionó con mucha calma, asegurando que “nada de lo anunciado impone un cambio de nuestro sistema de disuasión” y que “la mayoría de los sistemas presentados están en una fase temprana de desarrollo”. Sin embargo, muchas veces, demasiadas, la CIA se equivocó en sus averiguaciones secretas sobre las capacidades militares ajenas (empezando porque no detectó el empeño soviético por dotarse de su propia bomba atómica, que causó un gran desconcierto a los americanos cuando fue detonada en agosto de 1949). No sería extraño, por lo tanto, que una vez más se hubiera equivocado.
No obstante, la economía rusa —dependiente, como la de cualquier país tercermundista, de sus exportaciones primarias: el 80,1 por ciento corresponde a petróleo y gas— no parece estar en condiciones de financiar un programa armamentista tan innovador y ambicioso. Al fin y al cabo, el presupuesto militar ruso apenas supera al de Francia o al de Arabia Saudita y equivale a menos de la tercera parte del presupuesto militar chino. Pero, por otra parte, el regreso al esplendor imperial y al papel protagónico en los asuntos mundiales es una inversión que los rusos valoran y justifican, como lo demuestra la popularidad inmensa de Putin, aunque eso signifique la depresión de los niveles de vida de la población.
Sea que “existen y funcionan bien”, como afirmó Putin, o que “están en una fase temprana de desarrollo”, como replicó el gobierno americano, el anuncio ruso confirmó la magnitud de su intención de recobrar un protagonismo internacional que ya empezó a exhibir con la ocupación de Crimea y del este de Ucrania en 2014 y con su intervención decisiva en la guerra civil siria. Para acrecentar ese protagonismo, un armamento como el anticipado (misiles intercontinentales “capaces de llegar a cualquier lugar del planeta”, cohetes hipersónicos que pueden volar a 24.900 kilómetros por hora, armas de rayos láser aptas para eludir cualquier línea de interceptación…) serían determinantes.
Fábrica de mentiras
Las armas no son, como cada día está más claro, la herramienta prioritaria para los planes de Vladímir Putin de relanzar Rusia al centro del escenario internacional. Dispone de otro instrumento, al que le tiene mucha fe y que ya está empleando con constancia y sin miramientos: la desinformación. Según el grupo de trabajo East Stratcom, un equipo de expertos formado en 2015 por la Unión Europea para detectar ataques informáticos, “más de tres mil quinientos casos de desinformación originados en Rusia” fueron identificados en los últimos dos años. El patrón de conducta era clarísimo: “desacreditar y tergiversar los procesos democráticos, las políticas liberales y los valores europeos”, de acuerdo con la versión de la encargada de Política Exterior y Seguridad de la Unión, Federica Mogherini.
También en Estados Unidos fue detectada la interferencia rusa en los procesos electorales. Es así que, a pesar de la oposición combativa del presidente Donald Trump, quien habría sido el beneficiario directo de esas interferencias, la justicia acusó ya a trece personas (encabezadas por Yevgueni Prigozhin, un empresario muy cercano a Putin) de haber participado en un “poderoso montaje” para influir en la elección presidencial de 2016, generando calumnias y sospechas en torno a la candidata demócrata, Hillary Clinton, que desde Moscú era percibida como “peligrosa” para los proyectos rusos de expansión. La operación habría sido efectuada por la Agencia Rusa de Investigación de Internet, conocida por su sigla en inglés de IRA, y por dos medios de propaganda financiados por el Estado y dirigidos desde el Kremlin: la agencia Sputnik y el canal de televisión RT (Recuadro).
La “fábrica de mentiras”, según los investigadores describen a la IRA, tendría su sede en la calle Savúchkina, número 55, en San Petersburgo. Desde allí sería controlada una “granja de trolls”, integrada por decenas de firmas fantasma, que utilizan perfiles falsos que están automatizados para dominar los algoritmos de las redes sociales y, así, lograr el mayor impacto posible de sus rumores interesados y noticias forjadas. Esas cuentas automatizadas para replicar contenidos, llamadas “bots”, permiten que rumores y noticias sean publicados en algún foro, cualquiera, por turbio que sea, desde donde son diseminados por las redes sociales mediante una legión de cuentas falsas. Con ese procedimiento, Rusia ha influido en una serie de procesos políticos occidentales, incluyendo las elecciones italianas del 4 de marzo y el intento ilegal de secesión de España perpetrado por el gobierno de Cataluña.
Incluso algunas de las redes sociales de más prestigio tuvieron que reconocer que fueron penetradas por la desinformación rusa. Twitter, por ejemplo, admitió que 677.775 de sus usuarios estuvieron expuestos a cuentas automatizadas del gobierno de Rusia, mientras que Facebook fijó en 338.309 la cifra de sus usuarios que recibieron mensajes de la ‘fábrica de mentiras’ durante la campaña electoral de 2016. Y, de acuerdo con una investigación de la Universidad George Washington, que abarcó cinco millones de mensajes, la desinformación rusa empleó en las redes sociales un “elevadísimo número de cuentas vinculadas con el gobierno de Venezuela…”.
El veneno, otra vez
A medida que Rusia gana protagonismo en la escena internacional, el Occidente democrático y liberal se llena de inquietud y desasosiego, sentimientos que son reforzados día tras día por el creciente desentendimiento de los temas mundiales por parte de Estados Unidos, al tenor de los instintos aislacionistas y los conceptos primitivos del presidente Trump. Los esfuerzos, por momentos desesperanzados, de la canciller alemana Ángela Merkel y del presidente francés Emmanuel Macron no bastan para compensar la ausencia americana. Lo cual parece que ha alentado al presidente Vladímir Putin a emprender en operaciones cada vez más arriesgadas.
La más reciente y audaz de esas operaciones habría sido el envenenamiento, con un gas nervioso de fabricación prohibida, de Serguéi Skripal, un espía ruso que se convirtió en agente doble, al servicio del MI6 británico, al que le reveló secretos que le costaron en Rusia una condena por alta traición a trece años de cárcel, de los que cumplió cuatro, pues en 2010 fue beneficiado por un canje de espías.
La más reciente y audaz de esas operaciones habría sido el envenenamiento, con un gas nervioso de fabricación prohibida, de Serguéi Skripal, un espía ruso que se convirtió en agente doble, al servicio del MI6 británico, al que le reveló secretos que le costaron en Rusia una condena por alta traición a trece años de cárcel, de los que cumplió cuatro, pues en 2010 fue beneficiado por un canje de espías. Con identidad nueva, vivió desde entonces en Inglaterra. Pero el 4 de marzo fue atacado con un arma química, junto a su hija Yulia, y hoy es probable que ya ambos estén muertos. Al gobierno británico no le quedaron dudas, después de la investigación correspondiente, de que el gobierno de Putin estuvo detrás del ataque. Pero lo único que pudo hacer fue expulsar a 23 diplomáticos rusos, a lo que Rusia respondió expulsando a 23 diplomáticos británicos.
La tensión entre los dos países subió, por supuesto, pero al final el gobierno de la primera ministra Theresa May no pudo hacer mucho más. Intentó, a lo sumo, causarles alguna incomodidad a los magnates rusos partidarios de Putin que viven en Londres, como el dueño del club de fútbol Chelsea, Roman Abramovich, cuyo avión privado será inspeccionado cada vez que aterrice en aeropuertos británicos. Poca cosa. Con lo que el incidente pronto habrá terminado sin daños para el gobierno ruso, que, por su parte, podrá sentirse alentado a redoblar sus operaciones encubiertas en los países occidentales, como lo hizo la KGB durante los cuarenta años de la Guerra Fría. Sí, Vladímir Putin, desde su reluciente despacho en el Kremlin, debe sentir que ha vuelto a sus emocionantes años como agente secreto, que antes ejecutaba y hoy organiza operaciones clandestinas en territorio enemigo. Es decir que antes era James Bond y hoy es M. Pero siempre frío, despiadado, seguro, eficaz.
RT, el canal de la realidad alternativa
Todo empieza con una premisa: “el mundo occidental, como lo hemos conocido y apreciado, con sus valores y su democracia liberal, ya no existe, y lo que queda de él es un modelo de Estado autoritario, movido por valores como el patriotismo”. La versión es de Margarita Simonián, la directora el canal de televisión ruso RT, al que el gobierno del presidente Vladímir Putin le asignó para este año un presupuesto de 329 millones de dólares, fondos suficientes para que pueda dedicarse a “hacer crecer su audiencia en tiempos de paz para hacer uso de ella en tiempos de guerra”. Nada menos.
Y es que RT, al igual que la agencia Sputnik y una intrincada red de medios dedicados a generar noticias falsas y rumores tendenciosos (una “realidad alternativa”, según la expresión llena de delicioso cinismo y de fea corrección política de la señora Simonián), forma parte del empeño del gobierno ruso por desacreditar la democracia liberal, para lo cual apoya a los grupos y a los líderes de extrema derecha y de extrema izquierda que, con su prédica radical en contra de la separación de poderes, la prensa libre y la justicia independiente, ayudan a la labor lenta pero incansable de demoler las instituciones y las prácticas democráticas.
RT, antes llamado Russia Today, fue creado en 2005 por orden directa del gobierno y, por consiguiente, de Vladímir Putin, quien, según informó el diario español El País, “convoca periódicamente a los jefes editoriales para coordinar la manera de difundir su propaganda”. Para eso dispone de sus canales de televisión en seis idiomas (ruso, inglés, árabe, alemán, español y francés) y, sobre todo, de una presencia impetuosa en las redes sociales, pues tan sólo su canal en español tiene ya 5,8 millones de seguidores en Facebook y 2,8 millones en Twitter.
Con esa fuerza, RT y Sputnik han intervenido en una serie de procesos electorales occidentales. En Italia, por ejemplo, orientaron su información a favor de la ultraderecha, mientras en Francia se pusieron en contra de Emmanuel Macron, haciendo circular insinuaciones sobre su presunta homosexualidad (“hay un persistente rumor de que Macron es ‘gay’…”), con el objetivo evidente de movilizar en contra del candidato centrista a la derecha más dura. En España, durante los días más tensos del intento rupturista catalán, uno de sus analistas políticos habituales, John Wight, resumió la situación diciendo “hay tanques en las calles de Barcelona, pues España y Cataluña están al borde de un desenlace violento”. Ni más ni menos.
La manera de operar de los medios oficiales rusos parece ser siempre la misma: recurrir a titulares llamativos, dar una información de los hechos que no pueda ser desmentida y después recurrir a “expertos” que, valga la redundancia, ‘ningún medio serio se tomaría en serio’. Son académicos, periodistas o políticos de reputación dudosa (o nula), que son entrevistados casi sobre cualquier tema y que opinan con un rudo sesgo antiliberal, contrario a las democracias occidentales y coincidente con los intereses del gobierno ruso. Y también están allí quienes, por su codicia de poder, no dudan en aliarse con cualquiera que les ayude a satisfacer sus ambiciones. Una elocuente narración del modus operandi de RT fue publicada por El País el 15 de febrero bajo el título “Diez cosas que aprendí viendo RT en Español durante una semana”. Recomendable.
En definitiva, la presencia de los medios rusos está creciendo con una rapidez de vértigo, en especial en los países tercermundistas envenenados por la propaganda populista que desacredita el periodismo independiente y la información libre. Lo cual ocurre en una época de confusión y mutación de valores, en la que la “realidad alternativa” pregonada por la directora de RT está cada día más presente y hasta parece menos aberrante.
Margarita Simonián, la directora del canal de televisión ruso RT, festejó la reelección de Vladímir Putin como presidente ruso llamándole “vozhd”, un término arcaico que en Rusia era usado para referirse a líderes autócratas como Stalin o Lenin. La directora del medio público más prominente de Rusia envió varios tuits desde la fiesta en Moscú donde Putin y su equipo de campaña celebraban la aplastante victoria para gobernar durante seis años más. Fuente: www.elpais.com