El general Oswaldo Jarrín revisa el pasado y presente de las FFAA.

Fotografía Juan Reyes.

Edición 413 – octubre 2016.

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“Ahora el Ecuador no tiene una política consistente de defensa”. El general Oswaldo Jarrín teme que, con la paz en Colombia, se redoble la tensión en la frontera norte.

Oswaldo Jarrín está preocupado. “Sí, muy preocupado. Y cada día más”. Es que el acuerdo de paz firmado por el gobierno colombiano y el mando de las Fuerzas Armadas Revolucionaras de Colombia, las FARC, podría repercutir dura y negativamente en toda la frontera norte ecuatoriana, donde las tensiones podrían escalar pronto y a alturas peligrosas. Y, si todo eso ocurre, lo haría en un muy mal momento, cuando —advierte—, además de la crisis política y económica interna, el Ecuador carece de una política consistente de defensa, porque “en la conducción política del estado no hay conciencia del riesgo ni conocimiento de estos temas”.

(En su larga carrera militar, que empezó en 1966, cuando ingresó en el Colegio Militar, y que terminó en 2006, cuando —ya fuera del servicio activo— renunció al cargo de ministro de Defensa. Oswaldo Jarrín se destacó como un oficial con una marcada y no muy frecuente inclinación intelectual, que hizo de él un hombre de formación sólida y de reflexiones constantes, que no sólo le llevaron a lo más alto de la jerarquía militar, sino que le convirtieron en un referente infaltable en materias de seguridad y defensa, en las que sus opiniones son duras, frontales, polémicas y, sobre todo, necesarias.)

—¿No se supone, más bien, general Jarrín, que si la paz llega a Colombia, en vez de tener un vecino en tensión y convulsión, el Ecuador tendrá un vecino tranquilo y seguro?

—No lo creo. El territorio colombiano seguirá en disputa, como lo ha estado desde hace bastante más de medio siglo. Allá operan muchos grupos armados: guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes, bandoleros… muy agresivos y con grandes intereses que defender. Y, además, el acuerdo de paz es sólo con las FARC.

—Pero que las FARC, siete mil, tal vez ocho mil combatientes, entreguen las armas, ¿no es en sí mismo un gran avance?

—¿Usted cree que todos los guerrilleros entregarán las armas? ¿Que después de haber sido guerrilleros toda la vida se convertirán de un día para otro en artesanos o agricultores? Yo tengo mis dudas. Y creo que las tensiones en nuestra frontera se agravarán.

—¿Usted está, entonces, en contra del acuerdo de paz?

—No. Un acuerdo de paz está bien, pero no será fácil aplicarlo. Por eso, Colombia está preparando a sus Fuerzas Armadas para protegerse si algo malo ocurriera.

—¿No lo está haciendo, también, el Ecuador?

—Nuestras Fuerzas Armadas sí están conscientes del riesgo. Son muy profesionales. Pero en el mando político, en la conducción política del estado, no hay conciencia del peligro ni conocimiento de estos temas. Fíjese que el Consejo de Seguridad Pública y del Estado, lo que antes era el Consejo de Seguridad Nacional, nunca se ha reunido. No hay en la cúpula política visión a largo plazo ni objetivos estratégicos.

—¿Y la consecuencia de eso es…?

—La consecuencia de eso es que actualmente el Ecuador carece de una política consistente de defensa. El Consejo de Seguridad debería reunirse, estudiar a fondo la situación actual, consultar con expertos en política internacional y con nuestros mandos militares y, con todo eso, definir una política de seguridad nacional a partir del nuevo escenario. El tema es más complejo y peligroso de lo que creen los integrantes del mando político, que suponen que con enviar cien hombres está ya blindada la frontera norte. La verdad es que el peligro es cada día mayor.

—¿Entonces, general, las Fuerzas Armadas todavía tienen un rol en el Ecuador? Es que en 1996, cuando fue firmada la paz con el Perú, se dijo que las Fuerzas Armadas, y los grandes costos que implican, ya no tendrían razón de ser…

—En estos veinte años se demostró que quienes decían eso estaban muy equivocados. Las Fuerzas Armadas son hoy tan necesarias como siempre. Las fronteras nunca podrán ser descuidadas.

—¿Usted estuvo de acuerdo con la paz con el Perú?

—Sí, aunque yo no estoy totalmente de acuerdo con sus términos finales. Creo que se pudo haber logrado algo más que un kilómetro cuadrado en Tiwintza.

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Director de Operaciones del Ejército, Guerra del Cenepa, 1995.

—Pero ese kilómetro cuadrado tuvo un alto valor simbólico, porque fue la demostración de que se le daba la razón al Ecuador…

—Sí, se le dio la razón, pero, insisto, creo que se pudo haber logrado algo más. La negociación diplomática no fue mala, pero lo conseguido no estuvo a la altura del éxito militar.

—Un éxito militar, general, después de medio siglo en que las Fuerzas Armadas fueron muy cuestionadas por sus reveses militares y sus intervenciones políticas…

—Sí, hubo muchos cuestionamientos, algunos de ellos muy válidos. Pero nuestras Fuerzas Armadas demostraron, sobre todo después de Paquisha, una gran capacidad de retroalimentación. No fue fácil, pero hicimos una dura autocrítica. Reconocimos nuestros errores, en especial de preparación, y no volvimos a cometerlos. En Paquisha no teníamos artillados los helicópteros. Lo solucionamos. Y para la guerra del Cenepa, en 1995, nuestra potencia de fuego ya era otra. Y también tuvimos listos los radares. Y aunque sería excesivo decir que fue una gran victoria, sí es evidente que ganamos en el Cenepa.

—¿Fue ese el punto de quiebre para que el Ecuador tuviera unas Fuerzas Armadas profesionales, que se dedicaran a lo suyo y no se inmiscuyeran en la política?

—Le aseguro que las Fuerzas Armadas son muy profesionales y que sí creen en la democracia. El trabajo interno para enraizar profundamente los valores democráticos y para dejar atrás cualquier rezago de golpismo y de ‘gorilismo’ ha sido intenso y constante. Y ese trabajo ha sido hecho por un convencimiento muy serio en la necesidad de que las Fuerzas Armadas tengan clara cuál es su misión y se dediquen a ella sin desvíos.

 —¿Cree que lo han conseguido?

 —Sí. Hoy nuestras Fuerzas Armadas son totalmente profesionales. Y, como parte de ese profesionalismo, son muy respetuosas de la legalidad democrática, a veces más que ciertos civiles que tratan de empujarlas hacia la política.

—¿Eso está ocurriendo ahora?

—Espero que no. En todo caso, no me consta. Lo que sí me consta, porque es público y evidente, es que el gobierno actual lleva ya dos años de provocación incesante a las Fuerzas Armadas. Las está afectando en todo: en su fortaleza, en su organización, en la seguridad social de sus integrantes. En todo.

—¿Por qué las está provocando? ¿Es que, acaso, Correa quiere que lo tumben para no tener que afrontar las consecuencias de la crisis que él causó por su manejo pésimo de la economía?

—Yo creo que la provocación se debe, sobre todo, a que las Fuerzas Armadas son lo único que está quedando de la institucionalidad democrática ecuatoriana. Las Fuerzas Armadas son un obstáculo para su proyecto político.

—¿Estamos yendo hacia Venezuela?

—Eso dicen quienes más saben de economía. Pero hay una diferencia básica: nuestras Fuerzas Armadas son profesionales, están al servicio del país, de lo trascendente y duradero, y no de un proyecto político. Se equivocaría mucho quien quisiera dividirlas para instrumentalizarlas.

—¿Cree que eso, dividirlas, es lo que busca el gobierno con su plan de igualar a la tropa con los oficiales?

—Ni siquiera la tropa está de acuerdo con la igualación. En las Fuerzas Armadas todos saben que es un plan irrealizable. Es que el gobierno, siguiendo las categorías marxistas, cree que en los cuarteles hay clases sociales. El error es no comprender que en las Fuerzas Armadas no hay lucha de clases. Tampoco hay explotación. Lo que hay es colaboración. Los ascensos y las jerarquías no son por origen social, ni por dinero, ni por apellidos, sino por méritos. Hay que hacer cursos, prepararse, demostrar conocimientos y capacidad de mando. Eso es lo básico en las Fuerzas Armadas. Yo estoy de acuerdo con que se hagan ajustes. Siempre se puede mejorar. Pero la igualación es utópica. Las Fuerzas Armadas son, por su naturaleza y su misión, una institución con orden jerárquico, con leyes, reglamentos y organigramas propios. Lo que pasa es que el gobierno no logró atraerlas a su proyecto político y, por eso, trata ahora, en vísperas de las elecciones, de desarticularlas, de terminar con uno de los pocos contrapesos que están quedando.

—¿En esa misma vía está la traída de China de los diez mil fusiles?

—Yo creo que ese es un problema distinto, de mala administración y de mala comunicación, que ha propiciado todo tipo de versiones. Me parece que no se debe especular sobre este tema. Hay quienes temen, por los antecedentes de este gobierno y por sus afinidades ideológicas, que esos fusiles rusos terminarán en las manos de las fuerzas de choque del partido gobernante, de los comités de defensa de la revolución. Hay que esperar. Yo creo que terminarán en las manos de las Fuerzas Armadas, tal vez para reemplazar a los viejos fusiles FAL. Esperemos.

—Sí, esperemos, pero estemos atentos…

—Sí, hay que estar atentos, pero sin especular.

—Le noto muy sereno, general. ¿No le intranquiliza este asunto?

—Soy un hombre sereno. Y confío en las Fuerzas Armadas.

—¿Nunca se altera? En el Cenepa, por ejemplo, ¿no tuvo miedo?

—En un teatro de operaciones bélicas siempre hay miedo. Y, claro, en el Cenepa, cuando se anunciaban bombardeos, sí tuve miedo. Lo importante es mantener el control. Le digo, además, que hay dos miedos: uno físico, humano, y otro el miedo a tomar una decisión equivocada que cause pérdidas de vidas. No se olvide que un líder militar tiene a su cargo muchas vidas humanas.

—Pero usted siempre tuvo vocación de líder militar…

—Más que como “vocación militar”, yo la describiría como una “convicción militar”.

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Cadete de la Escuela Superior Militar.

—¿Que la sintió cuándo?

—Cuando me gradué de bachiller me di cuenta de que no podría calzar en ninguna institución que no fueran las Fuerzas Armadas.

(Oswaldo Jarrín había nacido en 1948, en Ibarra, en una familia de la clase media, “la rama del norte de los Jarrín”. Tras la muerte de su padre, su madre los llevó a él y a sus otros cuatro hijos a vivir en Riobamba, donde Oswaldo estudió la primaria con los hermanos cristianos, en el colegio La Salle, y la secundaria con los sacerdotes jesuitas, en el colegio San Felipe Neri. Cuando cursaba el bachillerato ingresó en la banda colegial de guerra y descubrió su atracción por lo militar. “Sentí que eso era lo mío”. Y, así, en agosto de 1966 entró en el Colegio Militar, en Quito. “Yo sabía que sería militar todo el resto de mi vida”.)

—¿Por qué dice “convicción militar” en vez de “vocación militar”?

—Porque la formación militar era, por entonces, muy dura. Bastante más que ahora. Y se requería mucha “convicción”, que es más que “vocación”, para soportar esa dureza, ese rigor.

—De acuerdo, entonces: “convicción”. ¿Y a qué se debía esa convicción?

—A cuatro motivos. El primero fue “decisión”: la determinación firme de no darme por vencido, de persistir hasta llegar a ser oficial general. El segundo fue “liderazgo”: yo sentía en mí una capacidad de líder y siempre creí que en las Fuerzas Armadas podría llegar a ser un buen comandante. El tercero fue “superación”: ese afán es, en la vida militar, un requisito indispensable para ascender y adquirir responsabilidades. Y el cuarto fue “servicio”: nadie se hace militar por dinero, porque las Fuerzas Armadas no son fuente de lucro, sino por el deseo de aportar a la seguridad y al bienestar del país.

—¿Nunca le decepcionó la vida militar?

—No, porque desde las Fuerzas Armadas creo haber aportado a mi país y también porque cumplí mis afanes de superación personal y de formación profesional.

—Sí, eso de la formación, a cargo del estado, es un privilegio que tienen ustedes, los militares…

—Es un privilegio, sí, pero los conocimientos y las experiencias que se adquieren no son para provecho propio ni lucro personal, sino para servir al país. Yo tuve la suerte de hacer cuatro cursos largos en el exterior: en la Escuela de Caballería de Francia, en el Centro de Formación de Personal del Ejército del Brasil, en el Colegio Interamericano de Defensa (en Washington) y en la Escuela Superior de Guerra de la Argentina. Un año cada curso.

—Es decir que de los temas de la guerra usted sabe todo…

—Prepararse para la defensa nacional sí implica conocer los temas de la guerra, pero también implica saber cómo garantizar la paz. Eso hacemos los militares. Por eso estudiamos contrainsurgencia, contraterrorismo y otras materias vinculadas con la protección de los ciudadanos, de sus familias, de sus trabajos, de sus propiedades y, en definitiva, de sus vidas. En mi caso, además de temas de la defensa nacional, yo hice otros estudios académicos.

—¿Como cuáles?

—Primero me gradué a distancia, de licenciado en Pedagogía, en la Universidad Técnica Particular de Loja. Y mucho después, cuando volví de la agregaduría militar en Buenos Aires y fui designado comandante de nuestro destacamento militar en Machala, me inscribí en la Universidad Nacional de Loja y me gradué de doctor en Pedagogía.

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Profesor y miembro emérito, Universidad de Defensa, EEUU.

— ¿En pedagogía…?

—Sí, porque paralela a mi convicción militar siempre existió en mí una fuerte vocación docente.

—¿Ejerció alguna vez esa vocación?

—Sí, desde muy joven. De hecho, antes de entrar en el Colegio Militar fui profesor fiscal durante casi un año. Y nunca dejé la docencia. Más aún, yo me considero combatiente, educador y administrador. Combatiente, porque llegué a ser director del teatro de operaciones del ejército en la guerra del Cenepa. Educador, porque fui director de la Escuela Militar Superior Eloy Alfaro y de la Academia de Guerra del Ejército, y fui el creador de la Facultad de Ciencias Militares de la Escuela Politécnica del Ejército. Y administrador, porque a lo largo de toda mi carrera participé en la gestión técnica del Ejército.

—Eso no suena a “administrador” en su sentido más literal y ortodoxo…

—Pero sí es administrar. Fíjese, como muestra, que en 1992 fue diseñado Ejército 2000, un sistema de planeamiento estratégico institucional para administrar la fuerza terrestre. Otro ejemplo: en 2002 elaboramos el primer Libro Blanco de las Fuerzas Armadas que es, precisamente, un manual de capacidades y procedimientos para administrar de manera óptima los recursos militares. Yo fui comandante en Guayaquil, Machala y Coca y, dirigiendo esos destacamentos, yo los administré.

(Dirigir destacamentos, ser agregado militar y hacer cursos de especialización en temas de defensa obligó a Oswaldo Jarrín, a todo lo largo de su carrera, a cambiar una y otra vez de lugar de residencia. Cambios que, por cierto, suelen causar estragos severos en la vida familiar. “No fue mi caso”, asegura. “Excepto cuando estuve en el Oriente, donde las condiciones sanitarias y de educación todavía son insuficientes, mi familia siempre viajó conmigo”. Añade que esos desplazamientos enriquecieron la vida familiar y permitieron a todos aprender inglés y francés y, sobre todo, ganar en sociabilidad y en adaptabilidad. Su familia la conforman su esposa, Ximena Silva, con quien se casó en 1976, y sus hijos Cristina y Santiago, que en la actualidad tienen 40 y 36 años, en su orden. Cada uno de sus hijos le ha dado dos nietos: Cristina, que vive en París y es experta en finanzas, le dio a Valentina y Daniel. Y Santiago, que vive en Quito y trabaja en el sistema bancario, le dio a Carmen María y Rafaela. “Soy un buen abuelo”, asegura, y destaca que todos los años viaja un mes a Francia para que él y su esposa puedan disfrutar de los nietos que viven en Francia.)

—Y entonces, general, como combatiente, educador y administrador llegó a 2003, el año de su salida del servicio activo…

—Así fue. Yo era general, desde el año 2000, y había llegado a ser jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, cuando Lucio Gutiérrez era el presidente de la República. Pero duré en el cargo sólo seis meses, porque Gutiérrez quiso suprimir el castigo a los golpistas del 21 de enero de 2000. No pudo hacerlo y eso hizo que surgieran desavenencias conmigo.

—¿Y de la noche a la mañana se encontró vestido de civil…?

—Sí, pero seguí, y sigo, activo. Continué enseñando y aprendiendo: fui dos años profesor en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, la Flacso, y viajé a Israel a un curso de contraterrorismo.

—Hasta que, derrocado Gutiérrez por su vicepresidente, en 2005, Alfredo Palacio lo designó ministro de Defensa…

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Junto a su esposa Ximena Silva, en el ascenso a general de División.

—Sí, y me dediqué a reestructurar las Fuerzas Armadas, que habían pasado por situaciones difíciles en 1997, 2000 y 2005 (se refiere a los derrocamientos de los presidentes Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez).

—Pero también duró poco…

—El presidente Palacio me tuvo mucha confianza y, en temas de seguridad interna y externa, siempre buscaba mi consejo. Pero tuve que salir en agosto de 2006.

—¿Qué pasó?

—La situación en la frontera norte era difícil, sobre todo porque habían ocurrido varias violaciones de nuestro espacio aéreo. Las FARC operaban en el Putumayo y en Nariño y, para poder atacarlas con helicópteros, el ejército colombiano ingresaba sin autorización al espacio aéreo ecuatoriano. Así, con el ambiente tenso, una granada lanzada desde Colombia estalló en la provincia de Sucumbíos, y yo, como ministro de Defensa, presenté una protesta formal al ministro colombiano, que era Juan Manuel Santos. Parece que Palacio consideró que me había extralimitado. Lo cierto es que no me sentí respaldado en un tema de seguridad nacional. Y renuncié.

—Es decir que a usted nunca le fue fácil la relación con el poder político…

—Con Gutiérrez hubo esa discrepancia que me hizo dejar el servicio activo. Pero con Palacio el diálogo fue fluido hasta que ocurrió lo de la granada. Y también trabajé, sin ninguna dificultad, con el presidente Gustavo Noboa. Él es un hombre excepcional, con un gran sentido humano. Sabe oír, reflexiona bien. Con él fui secretario del Consejo de Seguridad Nacional.

—En 2006, entonces sí, a la vida civil. ¿Fue difícil la transición después de tan larga vida militar?

—No, no fue dura. No me siento ajeno a la vida civil. Sigo trabajando, en especial en la actividad académica, que es tan rigurosa como la actividad militar. Es que en 2007, poco después de dejar el Ministerio de Defensa, me contrató el Centro Hemisférico de Estudios de Defensa, donde se prepara gente civil en temas estratégicos, para que fuera profesor durante un año. Me fui, entonces, a Washington. Después me renovaron el contrato tres veces, hasta 2011, para que fuera profesor de políticas de defensa y gestión de la defensa nacional. Y, como parte del contrato, pude hacer cursos de mejoramiento profesional en Suecia e Inglaterra. También soy representante del Ecuador, pero a título personal, no como delegado del gobierno, en la Red Latinoamericana de Líderes para la no Proliferación Nuclear, que es una fundación con sede en Buenos Aires. Así que, como usted puede ver, nunca dejé de estar activo. Siempre estoy tratando de aprender y de enseñar.

—¿Y ahora?

—Ahora sigo en la cátedra, en mi columna periodística y opinando en los medios de comunicación. Tengo unos conocimientos y una experiencia que creo que debo compartir, sobre todo ahora, en esta situación nacional tan difícil y con tantos peligros. Como ya le dije, estoy muy preocupado por lo que está ocurriendo en el Ecuador. Y no sólo por los riesgos externos. La situación interna es muy mala, con crisis económica, institucionalidad destruida y divisiones profundas. Nos espera, a todos, un trabajo intenso de reconstrucción del país, que durará varios años. Tal vez toda una generación…

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