Agustín de Foxá: el falangista incómodo

Duelo de caballeros

Afuera, el mundo se incendiaba, pero allí, en el corazón de Roma y en medio de una recepción de diplomáticos, el olor a pólvora solo era tema de chismorreos. Aquel año, 1940, Italia se unió a la aventura de Hitler, sin embargo, para esa gente lo único que importaba era abrazar espaldas semidesnudas y bailar al ritmo de valses sacados de una Viena de otros tiempos.

Los lacayos, con impecables libreas, iban de aquí para allá, locos por los pedidos de invitados que querían resucitar al Imperio romano con todo su boato y gloria.

Entre estos sobresalía un diplomático de la España franquista al que el adjetivo “gordo” no le calzaba por ser demasiado vulgar; más bien era “vasto” pues así se veían sus ademanes, risas y formas.

Soy aristócrata, soy conde, soy rico, soy embajador, soy gordo, y todavía me preguntan por qué soy de derechas. ¿Pues qué coño puedo ser? Agustín de Foxá

Destacaba por la pulcritud de su traje y la elegancia de su verbo, aunque también por la tendencia a ser demasiado audaz y venenoso con sus comentarios. Este personaje respondía al nombre de Agustín de Foxá.

En aquella recepción el español se había dejado llevar por el alcohol mucho más lejos de lo permitido por la etiqueta, de modo que la diplomacia, donde es más importante para la mujer del César parecer que ser, trastabillaba hasta el punto de que el conde Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini y anfitrión de aquella fiesta, se vio obligado a llamar la atención del orondo Foxá.

—Señor, la bebida y el tabaco le matarán…

Él lo miró y dijo en un español tan preciso que Ciano solo pudo comprenderlo cuando uno de sus intérpretes, pálido y tembloroso, se lo tradujo:

—Al menos a mí no me matará Marcial Lalanda.

Aquel nombre era anatema para el yerno de Mussolini, pues pertenecía a un famoso torero con el que se vinculaba románticamente a Edda, su mujer.

Cuando la burla se vertió al italiano, el esposo encolerizado quiso resolver el impasse con un duelo, pero Foxá ignoró el desplante ―a él mismo lo habían tachado de “cornudo” en España, lo que, lejos de molestarle, le pareció una ventaja porque su cabeza sería la única en no rodar cuando empezaran a cortarlas.

Pese a que el humor de Foxá no llegó a las balas, desde Italia se presionó para su salida, al tiempo que buscaban su aniquilación acusándolo de espionaje.

El ministro de Relaciones Exteriores del franquismo, Ramón Serrano Suñer, quien conocía al comediante de cerca, lo retiró del cargo; en su libro Entre Hendaya y Gibraltar explicó: “Foxá salió de Roma por chistoso, pero no por espía”.

El yugo y las flechas

Justamente en los tiempos en que Falange era más una idea que otra cosa, Agustín de Foxá se unió, formando parte de una corte de intelectuales que giraban alrededor de José Antonio Primo de Rivera.

Madrid de corte a cheka. Narrada a través de los ojos de Agustin de Foxá, esta novela, con tintes autobiográficos, se divide en tres partes: La primera, Flores de lis, Himno de Riego y Hoz y martillo. En 2001, fue seleccionada por el diario El Mundo como una de las mejores novelas en castellano del siglo XX.

La amistad con el fundador del falangismo estaba relacionada con aficiones literarias o románticas y poquísimo con política, ya que el cinismo de Foxá siempre lo alejó de militancias vehementes.

En cualquier caso se entregó al carisma de su amigo y, junto con otros intelectuales, hizo de aquella causa un deber. En su novela Madrid, de corte a checa afirma incluso que elaboró los primeros versos de la canción de batalla: Cara al sol.

Con el tiempo, admitiría que “en mis años mozos yo me adherí a la trilogía falangista que hablaba de patria, pan y justicia; y ahora, instalado en mi madurez, proclamo otra: café, copa y puro”.

La España del nacimiento de Falange había soportado el desastre de 1898, es decir, el fin de su imperio colonial; a los ojos del resto de Europa era un país derrotado y sin futuro.

En un caso similar al de las potencias vencidas en la Primera Guerra Mundial, el fascismo se alimentó del malestar del pueblo español, y el joven Primo de Rivera pudo atraer, por igual, a gente de las masas desfavorecidas y del mundo aristocrático, haciendo uso de frases poéticas y discursos rompedores.

Vino, entonces, la “dialéctica de los puños y las balas”, las pugnas con anarquistas y comunistas, el aceite de ricino y la sangre; la tropa de José Antonio empezó a crecer y la izquierda no supo responder de otra forma que no fuese con violencia análoga.

En ese ambiente Foxá, tan cercano a poetas de la Generación del 27 como Alberti, los abandonó por considerar que tenían ideologías desfasadas: “tristes Homeros de una Ilíada de derrotas”.

Luego de dejar las tertulias de artistas, fue a las de La ballena alegre en el café Lion, junto a la plaza de Cibeles, donde intelectuales de derechas se reunían para conversar de literatura y, sobre todo, a imaginar el armatoste de la España falangista.

Por costumbre familiar más que por convicción, Foxá se había formado en Derecho y, a través de esa carrera, derivó a la diplomacia, consiguiendo encargos en las misiones de Sofía y Bucarest, ciudad en la que se encontraba al inicio de la Guerra Civil.

Decidió abandonarla para unirse al bando de los nacionales. Con ellos se dedicó al espionaje convertido en agente doble, al tiempo que retomaba sus actividades intelectuales con los falangistas, esta vez en el café Novelty de Salamanca.

En las mesas de ese local, el dandi leyó a sus contertulios Madrid, de corte a checa, que aspiraba a convertirse en la primera de una serie de novelas al estilo de los Episodios nacionales de Pérez Galdós.

El libro está dividido en tres partes: la primera se centra en la decadencia de la monarquía, mientras que las otras dos, en la Segunda República y el inicio de la Guerra Civil.

El estilo es elegante y fluido. El lector, escandalizado o maravillado, fácilmente se sumerge en los relatos de amores frustrados y pasiones políticas, al mismo tiempo que pasea por las calles de un Madrid próximo a hundirse en el infierno.

Se acusa al libro de parcializado —¡cómo no si fue escrito por un falangista!—, sin embargo, no cabe duda de que consagró a su autor y lo llevó a ser traducido a varios idiomas.

Un español en la tierra de los lapones

Luego del incidente de Roma, Foxá regresó “por vacaciones” a Madrid, permaneciendo pocos meses hasta que lo nombraron encargado de negocios en la embajada española en Finlandia. Era el año 1941 y aquel país se encontraba en guerra con la Unión Soviética.

La situación de esa república era sui géneris: había empezado su lucha con los rusos en 1939, luego del inicio de su ofensiva como represalia a un supuesto ataque finés en la zona de Mainila, al norte de Leningrado —pasados sesenta años, Rusia reconoció que fue la agresora—; este capítulo se cerró en 1940 con el Tratado de Paz de Moscú y un tremendo desprestigio para la Unión Soviética, parte aún del pacto con la Alemania nazi. Una vez roto este, quince meses después, las hostilidades se retomaron y Finlandia, ahora aliada del Eje, decidió vengarse, mas sin intervenir en ninguno de los otros escenarios de la guerra.

El conde se presentó a cumplir su nueva misión en septiembre. Antes había pasado por Berlín y Estocolmo para leer poemas y conocer a algunos miembros de la División Azul, compuesta por voluntarios españoles que iban a pelear al lado de los alemanes en la Operación Barbarroja.

Los periódicos del Eje anunciaban una pronta caída de Leningrado; la derrota rusa, se creía, era cuestión de semanas. Pero algo andaba mal y así se lo hizo saber a Foxá Curzio Malaparte, un escritor italiano, que se encontraba reportando para el Corriere della Sera en la Laponia finlandesa.

Ambos, español e italiano, eran dos caras de una misma moneda: cínicos, poéticos, terribles. Y por eso, se hicieron inseparables. Cada uno, independientemente, escribió crónicas para la prensa de sus países cuyos temas eran los mismos, pero las visiones completamente diferentes.

Para Malaparte lo que ocurría era tenebroso y triste. Foxá, en cambio, era un romántico que no parecía fijarse en los detalles monstruosos, sino en la poesía, absteniéndose de hablar de balas y no de pintores a los que los sóviets habían transformado en revolucionarios, pese a haber muerto muchos años antes de 1917.

Curzio quedó tan impresionado con Foxá que lo hizo aparecer en su libro Kaputt, mostrándolo con su ironía y su extravagancia. Al italiano lo sorprendía por sus contradicciones: por la noche lo veía escribir bellos artículos sin mención alguna a muertos o prisioneros, mientras que en la mañana se empeñaba en salvar a chicos que, enviados a Rusia poco antes de la caída de la República española, se habían transformado en un estorbo para el país ibérico y la Unión Soviética.

Con el tiempo, la amistad se enfrió, acaso por divergencias ideológicas o porque Malaparte lo retrató como un hombre insensible a la tragedia humana, aunque siempre inteligente y sincero.

―¡Prefiero a Bonaparte! ―es lo único que comentaba el conde al respecto.

Epílogo en Filipinas

Terminada la Segunda Guerra Mundial, Agustín de Foxá, que había regado sus opiniones y comentarios impunemente por diversas partes del mundo, pagó el precio y, pese a sus insistencias, no consiguió el nombramiento soñado en un “consuladito tranquilo cerca del mar”, sino el cargo de ministro consejero de la Embajada de España en Manila.

El conde que se había recuperado de un tifus adquirido en La Habana y de una crisis nerviosa que lo llevó a internarse por un buen tiempo, dijo:

—Manila está tan lejos que para acortar camino hay que ir por el polo… ¡Me mandan al matadero!

Apenas tres semanas después de haber tomado posesión de su cargo, escribió una carta a su madre que parecía hecha por otra persona:

“Estoy desolado, solo. La horrenda enfermedad que desde hace cinco años me destruye, aunque menguada, no ceja. Te aseguro que soy uno de los seres que está soportando al máximo el martirio (…) No me interesa nada de nada. Estoy muerto. Ni siquiera escribo. Ha sido, y es, una horrenda tragedia”.

Nunca buscó casa en Filipinas, pasando de su hotel a vivir en una clínica “para tener servicio médico a mano”. Participó en reuniones de peñas hispano-filipinas y algunos eventos públicos, pero convertido en un espectro de sí mismo.

El servicio exterior se dio cuenta de que no estaba en buenas condiciones y lo hizo regresar. Llegó a Madrid el 14 de junio de 1959 y lo primero que dijo fue:

—Me siento tan mal, tan mal, que me parece que aquí llega el último de Filipinas.

Dieciséis días después el conde de Foxá murió, fue el último desplante y el médico que se empeñaba en salvarlo, la víctima definitiva.

En uno de sus poemas había advertido:

“Y pensar que después que yo me muera/ aún surgirán mañanas luminosas,/ que bajo un cielo azul, la primavera,/ indiferente a mi mansión postrera,/ encarnará en la seda de las rosas./ Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,/ sobre mis huesos danzará la vida (…)/ Y pensar que no puedo en mi egoísmo/ llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;/ que he de marchar, yo solo hacia el abismo,/ y que la luna brillará lo mismo/ y ya no la veré desde mi caja.

Y tuvo razón: la historia, una vez caído el franquismo, fue implacable y, como a tantos otros, lo condenó al olvido.

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