
El árbitro Omar Delgado se traga una mano penal del gran Elías Figueroa, defendiendo a Peñarol y le roba el triunfo al Deportivo Quito; 1 a 1, minuto 44 del segundo tiempo. Adentro, con cincuenta mil hinchas, la cancha es invadida y arde: heridos, toleteados por los policías, arrollados por la turba y caballos a galope.
En los exteriores del Atahualpa la hinchada del Deportivo Quito enfrentó a la policía, que repelió ataques verbales y más de un piedrazo. La turba futbolera no podía con su ira: son como quince mil y sienten que el pito paisa les robó el partido por la Libertadores. Así lo recuerda el editor futbolero Jacinto Bonilla, testigo de los hechos, en una nota de Jorge Barraza, cronista de El Universo.
Los gendarmes arremetieron con caballos y tolete. Es sábado mediodía de un marzo 2 de 1969. En mi memoria aún hay lugar para esos incidentes. El árbitro en el hospital, motos quemadas, dos patrulleros destruidos, numerosos heridos. Y uno ahí, mocoso de seis años, bien agarrado del pantalón de mi padre. Los caballos parados en dos patas, con los ojos brotados; el ruido de los cascos, resbalando en la calle, la gente insultando, corriendo, cayendo. Una escena de película en la entrada a la Tribuna del, entonces, gigante del norte.
Y por fiestas de Quito se hizo la luz
Esa noche, diciembre 4 de 1969, mi madre nos mandó con saco y chompa, además de un gorrito de lana. Fuimos temprano a ocupar nuestros puestos de la General Sur. De pronto, tipo 19:00, se hizo la luz: decenas de reflectores se encendieron a toda potencia y a Quito le sucedía el primer partido nocturno de su historia urbana. Se enfrentaron Liga de Quito y Alajuelense de Costa Rica.
Fue inolvidable, en medio de una inédita puesta en escena: la gente con ponchos, gruesas chompas, pasamontañas y hasta guantes; los vendedores abrigados con bufandas cantan sus típicas golosinas y una más: las “medias” de Traguito y Gallito, que pregonaban con disimulo. “¡Qué frío! A ver caliéntese, aquí tiene su traguito”. Un suceso en la ciudad, fue por fiestas de Quito, en el inmenso Atahualpa.
Copa América para todos
1993, Copa América. La selección ecuatoriana marcha firme en el prestigioso certamen internacional, que acontecía por vez primera en Quito. Los llenazos se repiten y la alta demanda se presta para criollas vivezas en la venta de entradas y el ingreso de los hinchas. En una de las puertas aledañas a la Tribuna Norte, la hinchada pugna por hacer válidos sus boletos e ingresar al estadio. Para variar las puertas abiertas son contadas y nadie respeta las filas. Entre los conatos de revolución, distingo a un respetado escritor, historiador y maestro del castellano: don Hernán Rodríguez Castello olvida la academia y lidera un grupo de fanáticos enardecidos, pechando a la policía y boleteros. Fue una tarde de Copa América en el Atahualpa, cita máxima del fútbol continental que jamás se repitió en Quito.
Primero a misa y luego al fútbol
Las famosas tripletas ponían a prueba no solo al campo, con cinco horas de juego seguidas bajo un sol incendiario y 66 futbolistas sudando la gota fría, durante, mínimo, 273 minutos de juego. Ahí los cracs, corriendo tras de pesados balones marcas Soria y Pichurca, creadora también de este icónico calzado futbolero que bien pudo servir para cruzar campiñas cubiertas de nieve y furiosas ventiscas en tiempos de guerra.
Mi infancia fue demasiado feliz en las tripletas veraniegas. Tras un sostenido desayuno, papá arrancaba su camioneta y, sin más, al Atahualpa. Ahí nos topábamos con mi tío Ignacio María, sacerdote que acortaba la primera misa a veinte minutos —sin descuentos— para volarse al estadio, al mando de su Yamaha 100, motor de dos tiempos, con la que con la sotana al vuelo —tipo Batman— cruzaba la urbe para, antes de las 08:00, posicionarse en su puesto en la Sur del Atahualpa.
Y hasta ese graderío llegaron, para siempre, personajes e imágenes que transformaban la general en una vecindad de película mexicana: divertida, auténtica, inolvidable. Hoy le llaman “diversidad” y, sí, llegaban unos hinchas criollos con sus trajes y prosa de otavalos; las papas de la María recorrían el graderío, donde ella, de blanco impecable y una pulcritud cinco estrellas, liquidaba la venta de este platillo imbabureño, acompañadas de un ají color rojo ferrari. No podía faltar el negro de las cocadas, un flaco inmenso que hacía barra al cuadro local y despachaba sus cocadas, buenas para la alegría, la memoria y el ñeque, según el verso de su vozarrón de marinero en tierra.
Las primeras nociones de emprendimientos también las vi en este amado graderío popular. El pana que vendía unas pelotas de un frágil y delgadito plástico que, literalmente, respondían al verso de venta: ¡eran de viento! Y asestarles un derechazo o un golpe de cabeza era tarea para unos cracs, que no éramos nosotros.
Otro, un veterano que vendía unos paracaidistas de plástico que, a la maña de su lanzamiento, ciertamente planeaban el graderío, en medio del asombro de los niños, que jodíamos hasta que nos compraran uno. El lío es que, una vez arrojados al viento, los pequeños comandos se estrellaban en la cabeza del algún hincha que, enojado, lo lanzaba al olvido, directo a la fosa entre el graderío y la cancha. Y don mercachifle, que decía, clarito y contando el vuelto, que “no se aceptan devoluciones”.
Para qué: fueron muchas las lecciones aprendidas también en la Real Academia de la Lengua del Olímpico Atahualpa. Entre ellas: cómo saludar a la madre del árbitro vendido, cómo recibir a los pálidos cracs del Barcelona, cómo demoler a un hincha que no se despojaba del sombrero durante las sagradas notas del himno nacional y hasta cómo apresurar a los ágiles de la cerveza, cuando el sol “desparrama candela” (como hasta la fecha canta el sensacional relato del Pato Díaz) y el amado El Nacional ya se adelanta en el marcador de latón, ubicado en Preferencia. Obviamente, el posgrado al respecto se cumplía entre los maestros de la Culta Barra, esas docenas de veteranos y ocurridos hinchas chullas que copaban los bajos de Tribuna Central y tenían una lengua tan larga que llegaba al medio campo rival.

Leyes del mercado y convivencia en pleno graderío
Aprendizajes sobre la oferta y la demanda, y la oportunidad para cerrar una compra, fueron otras enseñanzas del Atahualpa. En los entretiempos tocaba trotar al pasillo de acceso superior donde el festival del calentado criollo era rompedietas total. Al grito de viva el colesterol, gordos y flacos se embutían guatitas con huevo duro, tan duro, que rebotaban en el piso; combos de hornado y tortillas de papa ahogadas en manteca de chancho campeón (cuya cabeza se mostraba tipo trofeo FIFA), salchipapa de balde, las deliciosas papas con cuero.
Además, postres finalistas como los higos con queso, humitas y quimbolitos, la funda de naranjas peladas y los adictivos helados secos, de mora y leche chocolate, que incluían cursillo para intentar atacarlos, pero sin que la lengua del parroquiano quede pegada en la fundita de plástico o en el mismo manjar.
El señor mercado se imponía sin novedad, hasta que, faltando unos quince minutos del último partido, las vendedoras corrían a la puerta, donde sus tentaciones se remataban hasta a mitad del precio de fábrica, envueltas en insólitas megaservilletas: nada menos que la contabilidad y balances de algún banco camino a la quiebra.
Y entre los activos del Atahualpa, de a poco, también se fueron a la baja valores fundacionales como el respeto: a un barcelonista, máximo, lo más florido del trompabulario y sal quiteñas y, con los tragos, los quiños; pero uno a uno, nada de cuchillos y manada contra manada. Al Atahualpa también iban familias, con hijas jovencitas que —lo puedo jurar ante la Conmebol— jamás vi que fueran acosadas; de ley algún piropo, un saludo al “suegro” y no mucho más.
Fue tal la calidad de convivencia entre hinchas, que mi tío el cura, Ignacio María, hincha a muerte de El Nacional, jamás fue faltado al respeto por su prédica y su sotana. Una sola vez, un borrachito amanecido intentó agredirlo, es cierto. Pero uno, ya maltón, lo mandó a rodar las gradas, donde sus panas de chuma lo curaron con más trago.
El Atahualpa de Quito fue el escenario donde, antes de Japón 2002, poco a poco, con caídas y levantadas, a lo largo de seis décadas, párrafos de épica fueron escribiendo los cracs de El Nacional, del Quito, de la Liga, la Católica, el mismo papá Aucas y el inolvidable América.
Fue en esta cancha donde la Tri alcanzó su primera clasificación a un mundial, donde Bolillo bailaba el “Pirulín” y nos inventaba la alegría, donde les cambió el coco a esos negros pioneros de la grandeza y, aquel noviembre 7 de 2001, marcaron la historia nacional; tras el pase magnífico de Aguinaga para el sabio cabezazo de Kaviedes. Entonces, unos pocos creímos que el país renacía en los valores con que estos cracs le lavaron la cara a la nación.
¡Andaaaaaa! Nada que ver: vamos para peor, directo a la B. Acá, el árbitro libera al ladrón malo y comparte los botines y el sheriff se lava las manos, pero huye con las joyas de la aldea; la manada pasa cuchillo al más débil, la turba humilla al distinto. Se juega como se vive, nos sentenció el Pacho Maturana. ¡Y nos jodió!
Hoy el coloso envejece entre las cicatrices del olvido, las mugrosas señales del abandono. Siempre se habló de remodelarlo. Hace unos años nos metieron el dedo sin piedad ni linimento, presentando maqueta y todo en el sagrado campo del Atahualpa. Hoy, Jaime Ruiz, presidente de la Concentración Deportiva de Pichincha, sigue bregando en la tramitología para promocionar un nuevo y ambicioso proyecto al respecto.
Paso por el Atahualpa, cae la noche. Contragolpea la memoria: el último discurso de Jaime Roldós, la visita del papa Juan Pablo, la meta de la Quito-Últimas Noticias, Aerosmith en vivo ante cuarenta mil almas tatuadas. Esta noche mete miedo la oscuridad reinante; apenas se escucha el viento pero la memoria canta, por lo que fue, por lo que debió ser. Ahí queda, botadito y muerto de frío, el viejo abuelo de cemento.
