Por María Fernanda Ampuero.
Ilustración Maggiorini.
Edición 431 – abril 2018.
El primer libro que tuve, mío de verdad, fue El fantasma de Canterville de Oscar Wilde. No era una enciclopedia o un texto escolar ni era uno de esas colecciones de cuentos infantiles que ya estaban en mi casa como ya estaba en mi casa mi hermano mayor: era un libro. El fantasma de Canterville fue muy especial por dos razones: porque fue la primera vez que me sentí dueña de la palabra y su continente, porque había una historia que iba a ser contada solo a mí, y también porque era la primera vez que yo experimentaría la lectura no obligatoria, o sea, el deleite de leer por leer. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo aquí mismo: ese papel rudo, industrial, granuloso, esa portada con dibujos en tonos sepia, esa encuadernación enclenque, páginas que volaban después de dos lecturas. Un libro, ya se imaginan, terriblemente feo, pero lleno de ruiseñores, fantasmas victorianos, gigantes egoístas, jóvenes con el corazón lanceado para siempre por el amor. O sea, hermosísimo.
Muy pronto me di cuenta de que la gran magia que presenciaría en mi vida era la de que un objeto fuera capaz de ser lo que sea: una isla desierta, un barco en la tempestad, una casa embrujada, el país de las maravillas, una nave espacial y que ahí dentro podía pasar de todo, cualquier cosa, algo que no sabías y que hacía que quisieras pasar una página y otra y otra. Plataformas, llaves, pasadizos, puertas a otros mundos, todos los mundos. Míos, amantísimamente míos.
Muy pronto me di cuenta de que hasta en mi casa, una casa corriente, una casa como millones, podía existir lo maravilloso.
Estoy hablando, me doy cuenta, del gran amor de mi vida.
A El fantasma de Canterville se fueron sumando otros libros. Lecturas para adultos que iba encontrando en la casa, los que mandaban a leer a mi hermano en el colegio, alguna colección de clásicos con fines decorativos. Una niña que lee nunca está sola, nunca se siente abandonada, nunca se aburre. Una niña que lee resplandece con todas las luces de todos los mundos. Una niña que lee sale de la casa del sur del planeta décadas antes de salir de su casa del sur del planeta.
Más tarde estudié Literatura para seguir justificando que lo único que me gustaba en la vida era leer. Despistaría a la adultez, robaría a las responsabilidades unos años y seguiría siendo la niña abrazada a su ejemplar descuajaringado del libro de Oscar Wilde. La universidad fue un tiempo de delirio librero. Compré y me regalaron. Me regalaron y compré. Los hallazgos en las librerías de segunda mano eran tan celebrados como si hubiéramos dado con la veta de oro en la mina. Viajé en busca de libros y alguna vez ellos viajaron para encontrarme a mí. La biblioteca y el fetiche fueron creciendo y creciendo. Era un tiempo pre Internet y con muy poquitas librerías, así que muchos libros había que leerlos en fotocopias —espantoso anillado negro y portada plástica—, siempre con la ilusión de encontrar algún día el original. Años después compré algunos libros, que estaba segura de que no volvería a leer, nada más por tenerlos, por decir por fin nos vemos la cara, viejo amor.
Hace cosa de un mes hice lo impensable: regalé casi todos los libros que se habían quedado, hijos tan queridos, en casa de mis padres. Una biblioteca universitaria está a punto de nacer y, dios mío, cómo hubiera querido yo en mi época tener una biblioteca bien nutrida. Eso, libros, era lo único que deseábamos como pobres provincianos soñando con la capital —la librería capital— del mundo.
Qué brutal, qué absoluta, era esa lujuria que teníamos ante el libro que no se podía conseguir. Pero la edad, la venta por Internet y vivir en España, supongo, me han vuelto una lectora inmediatista, cómoda: los libros me timbran a la puerta. Leo como siempre, pero ya casi no anhelo. Nada que ver con la niña que miraba el escaparate del mundo editorial como si fuera un juguete que mis padres nunca podrían pagar. Jamás he vuelto a desear ningún objeto como he deseado libros y por eso los regalé: porque sé que hay una chica o un chico ahora mismo allá en mi tierra relamiéndose como perrito de tercena con una biblioteca como la mía. Ahí está, ahora es suya. Me conmueve pensar en el día en el que pregunte por tal novela o tal libro de teoría y le digan sí, lo tenemos.
Creo que no se puede amar más los libros que dejándolos sueltos —libros libres— para que encuentren nuevos lectores con quienes hacer lo que hicieron conmigo: iluminar toda mi vida con todas las luces de todos los mundos.