
57 estudiantes (niños, niñas y adolescentes) se suicidaron durante 2022. Una de las causas más alarmantes es el acoso escolar, que afectó en ese mismo año a 607 alumnos. Los testimonios de este texto son reales. Los nombres han sido modificados por seguridad de las fuentes consultadas.
María Fernanda Mejía
El 4 de mayo de 2023, Isabel recibió un mensaje del colegio de su hijo. Un profesor le pidió que se acercara “de urgencia” al departamento médico, para que se llevara a José de dieciséis años. Lo hizo con un mensaje de texto en el grupo de WhatsApp de padres de familia. Cuando llegó, su hijo estaba acostado en una camilla, tenía la camiseta manchada de sangre, la nariz hinchada y deforme. “Al verlo así, sentí que me temblaba el cuerpo, lloré y la boca se me secó. Fui con el rector y le dije: ‘¡Miren cómo me entregan a mi hijo! ¡Yo se los advertí!’, y luego me lo llevé”, cuenta Isabel, más de un mes después del suceso.
En una mañana de junio, en Quito, la madre espera junto a la puerta de la Fiscalía que los profesores y compañeros de su hijo cuenten lo que sucedió. Isabel asegura que José sufría acoso escolar, un problema que afecta a seis de cada diez estudiantes de secundaria, según el estudio Una mirada en profundidad al acoso escolar en Ecuador, del Ministerio de Educación, Unicef y World Vision. No es un hecho aislado, es reiterativo, intencional y se basa en un desequilibrio de poderes o fuerzas. Desde que Isabel lo denunció, sus días y los de su hijo han cambiado.
La mujer, de 41 años, cubre sus ojos con gafas negras. Ha llorado por la impotencia. Tiene la sensación de que las autoridades del colegio están enojadas con ella por denunciar la violencia. Los padres de algunos testigos le han pedido que no los involucre. “Tienen miedo de que les suceda lo mismo”, comenta. Fuera de la sala donde se rinden las versiones, los funcionarios del colegio esperan sentados. Nadie habla del tema. No se mencionan hechos ni nombres. Parece que todos se cuidan las espaldas.
Dentro rinde su versión la doctora del colegio. Ella atendió a José cuando le rompieron la nariz. Su declaración está llena de tecnicismos, pero se comprende que, en efecto, él sufrió una fractura, que ella avisó al profesor y que no llamaron al 911. Cuenta que otro chico ingresó a la enfermería y le dijo algo a José. “Le pidió disculpas”, señala la médica. “¿Puede decirnos su identidad?”, pregunta el abogado de José. Ella responde que no.
Más allá, en un pasillo de la Fiscalía, Isabel tiene otra versión: el joven agresor entró en la enfermería para amenazar a su hijo y persuadirlo de que no dijera nada. Pero la lesión era tan evidente que él ya no pudo ocultarlo.
Un salto al vacío
La viceministra de Educación, Diana Castellanos, explica que las estructuras de poder en las que se basa el bullying no suelen ser visibles para las personas adultas “porque se dan a partir de imaginarios propios de la infancia y la adolescencia. No solemos comprender que el apodo que le pusieron al niño o niña le está generando molestia”. Durante 2022, esta cartera de Estado registró 607 casos de violencia entre pares. Para estas situaciones, los colegios tienen la obligación de aplicar la normativa, los protocolos y las rutas de acción.
En el caso de José, el bullying fue escalando en secreto hasta llegar a los golpes, la forma menos usual según las estadísticas (10,7 %). Son más comunes los insultos y los apodos, la difusión de rumores, el robo de pertenencias y el ciberacoso. Isabel no se había dado cuenta de la situación hasta que notó que su hijo llegaba a casa con lesiones. Cada vez que ella le preguntaba qué pasó o quién era el responsable, él contestaba que nada, que nadie, que se había caído.
Durante el año escolar 2022-2023, José tuvo varios “accidentes”. El 6 de enero, por ejemplo, se fracturó el peroné. Le dijo a su madre que tuvo un traspié en la clase de educación física. Isabel muestra un mail en el que pedía a las autoridades “no incluirlo en situaciones de riesgo sin supervisión”. No recibió respuesta. El 13 de abril, en cambio, el joven desapareció y lo encontraron en la noche, en la calle y con raspones en el rostro. “¿Por qué mi hijo no me quería decir con quiénes estaba?”.
De tanto insistir, profesores y estudiantes mencionaron algunos nombres. José le suplicó que no dijera nada y menos que nombrara a sus compañeros. Al notar que algo raro estaba sucediendo, Isabel acudió al vicerrector para exigir que los investigara. Nunca recibió una respuesta formal del colegio para tratar el tema.
La madre habló con las autoridades y esto enojó a los compañeros de su hijo. Luego de unas horas, recibió una llamada. Una voz adolescente le dijo: “Deje de ser metida, ocúpese de su vida… Usted no tiene por qué pedir que los sancionen”. No pasó ni un mes antes de que aparentemente uno de esos chicos le fracturara la nariz a José. Ahora que él está recuperándose de su operación y con terapia psicológica, ha admitido finalmente que varios chicos lo golpeaban. Que la caída de enero no fue un accidente: el mismo grupo le insistía para que saltara del primer piso. Y José lo hizo.

Historias paralelas
El 12 de abril de 2023, mientras José esquivaba el acoso de sus compañeros, Johanna, de dieciséis años, no lo soportó más y se suicidó. Esto reavivó el debate sobre la gravedad del bullying. La joven se quitó la vida luego de soportar un año de insultos y patadas. Se conoce que un grupo de compañeros se burlaban de ella porque llevaba el cabello corto y le decían “marimacha”. La última paliza sucedió en marzo, fue tan fuerte que no podía caminar. Los medios publicaron que, antes de su decisión, Johanna le escribió una carta a su amiga diciéndole “ya no hay vida”.
Entre enero y marzo de 2023, diecisiete niños, niñas y adolescentes se han suicidado. En 2022 fueron 57, según el Ministerio de Educación. No se conocen con precisión los motivos, pero la historia de Johanna demuestra que el acoso escolar es uno de ellos. El año pasado se registraron 1070 casos de autolesiones con intención de suicidio. Un día antes de la decisión de Johanna, el Gobierno presentó el Plan Nacional de Prevención de Riesgos Psicosociales, que busca precisamente evitar el acoso escolar, el suicidio, la violencia, el consumo de drogas, etc., y trata de que “aprendamos a no omitir las señales de alerta”, dice la viceministra.
Hay muchas historias. Sybel Martínez, del Grupo Rescate Escolar, cuenta que cada semana recibe un promedio de dos casos. En junio una niña fue acorralada por sus compañeros de once años para que, dentro de un círculo, otra la golpeara. La niña estaba siendo excluida por sus compañeros desde hace algunos meses. Le decían que era chismosa por contarle a su madre que en las aulas se fumaban cigarrillos electrónicos. La madre alertó a las autoridades, pero la institución no manejó la situación adecuadamente. Los hechos fueron escalando hasta que una de las estudiantes que se sentía afectada, por el comentario de la niña, la golpeó.
El Grupo Rescate Escolar acompaña diversos casos de violencia en las aulas y asesora a los padres para que sepan qué hacer. Muchas veces ellos acuden cuando las cosas ya se han salido de control. “Es sumamente doloroso darse cuenta de que sus hijos están en un lugar donde deberían sentirse seguros, y que han sido acosados. Lamentablemente se enteran cuando ya es imposible cambiar esta realidad”, dice.
Mamá, cámbiame de colegio
Durante el año escolar anterior, Rosita, de quince años, contaba los días para que se acaben las clases. Le ha dicho varias veces a su madre que no quiere ir al colegio. La adolescente, de estatura pequeña y contextura delgada, estudiaba en el noveno año de una institución pública muy emblemática de Quito. Fue durante todo el año a clases, pero el miedo estuvo a punto de ganarle. Creía que, si seguía asistiendo, podía pasarle algo. Vio algunas peleas y escuchó rumores de compañeros que insultaban, robaban, vendían drogas y “manoseaban” a las chicas en la institución.
La adolescente dice que había un grupo de diez chicos que eran los más populares y “problemáticos”. Las autoridades incluso tuvieron que llamar a la Policía. Ella los evitaba, se iba por otro pasillo o pasaba por otro patio. “Eran chistosos, hacían bromas, aunque a veces se burlaban del físico de las personas”, cuenta. A una de sus compañeras le decían “patas de gallina” por tener las piernas delgadas. Le contaron que una vez, en la clase de educación física, un chico sacó del bolsillo una fosforera y le quemó el cabello a una compañera.

También le asustaba ir en el bus del colegio. Rosita veía cómo los estudiantes se emborrachaban en el recorrido e incluso compartían alcohol con los adultos a cargo del vehículo. “Tres veces se bajaron del bus para comprar licor”, dice. Una vez el chofer se chocó porque, según ella, estaba borracho. En otra ocasión una compañera le encargó una botella de alcohol y la descubrieron.
A Rosita le asustaban los rumores. Por ejemplo, que una compañera convulsionó por consumir drogas y la tuvieron que llevar en una ambulancia. Ha escuchado que dentro de las aulas los chicos se sientan en los últimos pupitres y llenan las tapas azules de los esferos con marihuana y cocaína. Describe una escena como una serie de narcos, donde los estudiantes cuentan fajos de dinero. “El inspector sí es estricto, pero ellos no hacen caso”.
Lo que narra Rosita técnicamente no es acoso escolar. Sin embargo, estas circunstancias lo atraviesan. El Plan Nacional de Prevención de Riesgos Psicosociales especifica en qué consiste cada uno de estos problemas a los que están expuestos los estudiantes, detalla el marco legal y explica las estrategias enfocadas en estudiantes, profesores, alumnos y padres.
Detrás de las agresiones
Un cuento del escritor estadounidense Charles Bukowski titulado “Hijo de Satanás” narra cómo un grupo de chicos insultan, humillan y finalmente intentan ahorcar con una cuerda a otro muchacho. Cuando todos se van, el líder del grupo regresa, lo libera y le advierte que no diga nada. Más tarde, el agresor llega a su casa confiado, pero su padre le está esperando para darle una paliza. Este relato de ficción se parecería más a un caso de la vida real en el Ecuador. No se sabe con certeza qué historia hay detrás de los chicos que cometen acoso, pero es evidente que su actitud responde a causas profundas.
Nicolás Reyes, psicólogo clínico y oficial de Educación de la Unesco, recuerda que cuando los estudiantes regresaron a las aulas, luego de dos años de pandemia, “las instituciones educativas reportan que las problemáticas, que ya se vivían antes, han recrudecido”.
Durante la pandemia se reportaron casos de violencia intrafamiliar que afectaron a niños, niñas y adolescentes. “Esto repercute indudablemente en el ámbito educativo”, dice. Un estudiante que está sufriendo bullying tiende a faltar a clases, “porque empieza a tener miedo, a no querer ir a la escuela, a somatizar lo que le está pasando, a enfermarse”.
Una de las claves para superar la violencia, afirma Reyes, está en identificar, reportar y denunciar los casos de acoso. En esto coincide Paulina Risueño, rectora del colegio Alexander von Humboldt de San Antonio de Pichincha. En su experiencia como educadora ha podido observar varias historias de violencia. En su colegio, este año gestionaron tres casos de acoso entre estudiantes. Ella cree firmemente que estas situaciones no deben ocultarse. La clave está en prevenir, hablar, apoyar al agredido y guiar al agresor. Lo más importante es activar a tiempo las rutas y protocolos de prevención que ha establecido el Ministerio de Educación. Cuando eso se hace a tiempo, dice Risueño, los estudiantes se sienten escuchados.
Si eso hubiera pasado en las historias de José, Rosita y Johanna, su suerte habría sido otra. Quizá él no hubiera terminado sus clases de manera virtual y con una operación en la nariz. Rosita no tendría miedo de escuchar sobre sus compañeros que golpean y venden droga. Y tal vez Johanna hubiera procesado su dolor de manera diferente y aún estaría viva.