Por Navidad dejamos bajo el árbol una carta dirigida a todos los que en época de fiestas entran en pánico. ¿Qué nos deprime en Navidad? Quizás la prueba de que el tiempo pasa y nuestra vida no es la que soñamos. No siempre tienes lo que quieres, pero sí lo que necesitas.
“La gente siempre hará que un hombre enamorado se sienta como un tonto”.
George Michael
Te levantaste temprano, aún de madrugada, la noche seguía su camino hacia el amanecer, cuando sonará la alarma del teléfono y tú empezarás otro día. Pero tú ya empezaste, estás ahí, con los ojos abiertos en la oscuridad, girando sobre el calor que ha dejado tu cuerpo en el colchón, buscando la cara fresca de la almohada. Si yo fuera otra persona, piensas, otro tipo de persona, aprovecharía para leer, para trabajar, saldría a correr o a andar en bicicleta. Y te preguntas, de nuevo, otra vez, lo mismo: Si yo fuera otra persona, ¿sería una persona mejor?, ¿sería una buena persona?
La gente se ha dado cuenta de que algo te pasa. No contestas las llamadas ni los mensajes, no se te ve por ningún lado, no te sumas a ningún plan, no estás activo en redes. Y esa misma gente, claro, se preocupa. Alguno te escribe para preguntarte cómo estás, pero ni siquiera sabes cómo empezar a responder esa pregunta, menos por teléfono. Ahí vamos, dices. Alcanzas a decir esto, a reírte un poco para aligerar la conversación, y cambias de tema. La verdad, te da vergüenza contar cómo estás, echar otra vez el mismo cuento y sentir que nada ha mejorado ni va a mejorar.

Te da miedo agarrar el teléfono y ver qué hora es. Si aún es temprano, digamos, antes de las tres de la mañana, puedes soñar con volver a dormir; pero si son ya las cinco o algo así, no hay vuelta atrás, el sol saldrá pronto y habrá que reunir las fuerzas suficientes para darse un baño y salir de casa. Cuando eras más joven, cuando no te sabías enfermo, cosas como darse un baño y salir de casa no requerían de ningún esfuerzo, al contrario, te parabas de frente al comienzo de los días y caminabas como un conquistador sobre el nuevo mundo. El mundo era nuevo, ¿te acuerdas?
Para variar la segunda mitad del año pasó volando. Ayer era junio, hoy es diciembre. Siempre pasa, pero no te acostumbras: el tiempo, maldito, avanza y se acaba; nosotros nos acabamos sin avanzar. La gente se prepara para esa noche en la que celebraremos todos juntos, tomaremos champán y abriremos regalos. Pero tú no quieres salir del cuarto. En realidad lo que no quieres es que te digan que las cosas van a estar mejor, que te espabiles, que vuelvas a terapia, que este año encontrarás a alguien, que poca gente es tan privilegiada como tú.
Miras las cortinas y por debajo se filtra un rayo de luz: llegó el día, nada que hacer. Fantaseas con lo mismo: levantarte y encontrar un mundo en pausa, paralizado, un mundo poblado por personas congeladas como estatuas en el que da lo mismo a qué hora te levantes y salgas de la cama. Aunque, no lo niegues, buena parte de la fantasía es andar por las calles y ver a la gente congelada y entrar a sus casas y tocarles la cara y las piernas. Es lo único que pido, dices en voz alta y vuelves a cambiar de posición en la cama. Que esto pare, que me dé tiempo para estar mejor, y luego siga.
La Navidad, dicen, es una fecha especialmente difícil para las familias disfuncionales (todas lo son) y para la gente solitaria. Los niños cantan villancicos y tú recuerdas la vez (¿o fueron varias?) en que pensaste en suicidarte y acabar con todo y no lo hiciste por razones prácticas: quién te encontraría, luego de cuántos días, quién te llevaría de vuelta a tu pueblo, cómo estarían tus padres el día de tu entierro, cómo estarían después. Entonces, como hoy, decidiste seguir viviendo.
Sales de la cama, te bañas, te vistes, llegas a la oficina y te pones a trabajar (todas estas cosas que, hace solo unas horas, en la oscuridad, parecían imposibles). Miras por la ventana y te dan ganas de salir a la calle y abrazar a todos los que van caminando, abrazarnos todos hasta convertirnos en uno solo y parar el tráfico y que la gente se baje de los carros y se deje abrazar. Esto quisieras, pero la gente está en otra y tú tienes cosas que hacer, obligaciones que atender. Y ves tu propio reflejo en la ventana y piensas que, por lo menos hoy, vas a vivir. Y esto es mucho.
Pones las manos sobre los hombros, los brazos quedan cruzados por encima del pecho, y hundes la cabeza entre las manos. Te quedas así. Quedémonos así, digo yo. Que sepas que te quiero y que yo sepa que me quieres. Sin adivinanzas ni suposiciones ni rumores. Que el amor entre nosotros sea abierto y cara dura. Que, donde quiera que estés, te llegue este abrazo que sirve para hoy y para cuando lo necesites o solo quieras verlo: un abrazo guardado en una caja o debajo de la almohada, donde quieras. Que mañana, luego del silencio y después del temblor, vuelvas a caminar junto a mí y que verte los ojos sea suficiente para saber que el mundo todavía te llama la atención.
Y cuando no sepas qué cantar, canta nuestro villancico, que dice así: Vengan todos los que no tienen dónde ir/ Vengan los que no se sienten en casa cuando están en casa/ Vengan los que no pueden dormir y los que no pueden parar/ Cortaremos el árbol y haremos una cabaña/ Nuestra cabaña tendrá luces de colores y muñecos sentados al comedor/ En este hogar siempre habrá un regalo/ Comida caliente, bebidas frías, brazos y piernas desnudas/ Vengan los que han dejado de creer y los que nunca han creído/ Seremos felices por un día o seremos felices por siempre/ Mañana lo sabremos.