La canción que atrapó a un país es en realidad un conjuro de amor

Rubén Barba
Fotografía: Juan Reyes.

El rock and roll llegó al Ecuador a finales de los cincuenta, y su primer ícono juvenil fue Rubén Barba. Su carrera musical, que duró diez años —como la de los Beatles—, estuvo cruzada por una historia de amor que lo llevó a componer la canción que se conoce como el segundo himno del Ecuador.

1. Un primer encuentro que no salió bien

Rubén Barba tenía catorce años el día que vio pasar al destino frente a sus ojos. Era una mañana del año 55 del siglo XX, y él había terminado la rutina de media hora de pesas que solía improvisar con un amigo para sentirse un hombre mayor, un hombre grande y fuerte. Todavía en camiseta, con los músculos tensos y el aliento agitado por el ejercicio, sintió soplar al viento alborotado por una presencia femenina de trece años, que atravesaba la plaza del Teatro en dirección opuesta a la suya. Sin pensarlo dos veces, y secundado por su amigo, se acercó a ella con la idea de entablar conversación.

—Vea bonita.

Ella apenas si los miró:

—Guaguas.

La respuesta no solo le desinfló las intenciones, sino hasta los músculos que creyó haber ganado en media hora de trabajo físico. En silencio Rubén Barba miró a Mariana Rivadeneira alejarse de su vida por primera vez.

2. El nacimiento de las canciones

Septiembre 2022, domingo, 11:00. De pie, en el centro de una pequeña sala de estar ubicada en el segundo piso de su casa, al norte de Quito, Rubén Barba me asegura que nunca ha compuesto una canción con alguna idea preconcebida.

—Me va saliendo. Como que tengo el otro yo. Como que escucho una voz que me va dictando, y voy escribiendo.

Elocuente y dinámico, aparenta varios años menos de los ochenta que tiene. Su conversación es envolvente y sabe cómo atrapar al interlocutor. Debe ser este carisma natural —pienso ahora, mientras lo veo gesticular con las manos— lo que hizo de él, durante la década del sesenta del siglo pasado, el “ídolo de la juventud ecuatoriana”.

Hoy pocos tienen memoria de esto, pero el anciano que está a punto de cantar la última de sus composiciones en la sala de su casa, fue la primera estrella nacional de rock and roll.

—La última que hice… es un fenómeno rarísimo. Cojo la guitarra y me sale. Digo “quiero hacer algo diferente” y comienzo a cantar:

“Iniciemos hoy una bella jornada”… entonces le voy poniendo —estira su brazo izquierdo como sosteniendo una guitarra, mueve los dedos—, le pongo el acorde difícil:

“seremos la voz

de las voces calladas”…

La altura de los últimos versos lo obliga a modular un falsete. La canción se llama “Latinoamérica”.

Junto a él, sentada en el sofá grande, Mariana Rivadeneira lo contempla. Lo mira con cariño. Lo escucha sin sorpresa.

Mariana es un año menor que Rubén. No habla mucho y en su rostro uno puede leer con certeza el paso del tiempo. A veces le cuesta recordar, de modo que su conversación se limita a contestar con frases cortas las preguntas que le dirijo durante mi visita a su hogar. A veces, porque recuerda bien el día que se conocieron:

—Pasaba por la plaza del Teatro. Yo tenía ahí la casa de mis tías… guaguas les dije.

Lo recuerda y ríe, sin malicia. Rubén se sienta junto a ella. La mira. Le toma las manos. Le habla: “Qué le gustó de mí, ahora sí declare”. Se emociona. Viéndolos interactuar, me pregunto si el Rubén adolescente supo que se habría de casar con la niña que pasó frente a sus ojos en la plaza del Teatro, y que casi setenta años después todavía estaría besándole las manos en la sala de su casa.

¿Lo habría creído? ¿Y si le decían que dentro de pocos años se enredaría con la música y empezaría a componer? Aún más, ¿qué habría pensado si un oráculo temprano vaticinaba en su futuro una canción distinta al resto, que escribiría desde las entrañas, pensada para ella?

Porque hubo una canción que Rubén Barba escribió pensada de antemano, cuando Mariana Rivadeneira se alejó de su vida por segunda vez.

—Si no era por mi mujer, no había canción. (Por eso) yo digo, la canción no es mía, es de ella.

(En este preciso momento, en algún lugar de la Sierra ecuatoriana alguien escucha los primeros versos de “la canción”: “con amor hoy yo quiero cantar”…).

3. En el principio fue el rock

El rock and roll lo inventaron los gringos. Lo que apareció como una expresión autóctona de la cultura afroamericana se convirtió en un vehículo del frenesí juvenil, gracias al gran catalizador que fue Elvis Presley, a mediados de los cincuenta. Pronto, la fiebre que desataron los movimientos de cadera del Rey entró, a través de México, a toda Latinoamérica, de la mano de figuras como César Costa, Enrique Guzmán, Alberto Vásquez, entre otros.

Era la música que inquietaba a la juventud de Quito a finales de los cincuenta. Por tanto, era la música que acompañaba a la jorga de unos veinte adolescentes de clase media, que solía matar el tiempo en una tienda de barrio de la calle Belisario Quevedo, al norte de la capital.

Esa era la jorga de Rubén Barba. Aunque su casa estaba en el barrio de San Marcos, en el casco histórico, casi no paraba allí desde que se sintió lo bastante mayor para volar a la vida. Nacido en 1942, se asumió independiente desde los siete años, cuando un ataque al corazón lo dejó huérfano de padre. Una vez que Patricio, su hermano mayor, se fue a vivir a Guayaquil, el joven Rubén se convirtió en el “hombre de la casa” y, como tal, sintió la necesidad de salir a conocer la calle.

Aquellos fueron los años en los que aprendió a cantar y a tocar la guitarra, en medio del bullicio de unos adolescentes que preferían repetir alegres: “Dejar el rock no me lo pidas jamás”,al estilo de Enrique Guzmán y los Teen Tops, antes que las notas melancólicas de ningún pasillo local. Aprendió viendo, pues la vena musical la traía de casa: su madre, doña Juanita Rodríguez, tocaba el piano, y su hermano, la guitarra.

De modo que Rubén Barba ya comenzaba a cantar, cuando volvió a sentir la brisa del destino revoloteando por los lados de la Belisario. Tenía dieciséis años cumplidos. Un día en medio de la jorga, el Chivo Pretzel lo distrajo del barullo:

—Mira esas dos chicas.

A media cuadra de la 10 de Agosto, Mariana Rivadeneira, la niña que hace años se cruzó con su mirada, caminaba con su amiga Marta, sin advertir el acecho de los muchachos. Ellos, en cambio, no dudaron en separarse del grupo para hablarles.

—Vean, bonitas, ¿las podemos acompañar?

Entonces, el viento sopló a favor: Rubén y Mariana se enamoraron.

(Ahora, en algún recinto de la Costa alguien tararea: “ese amor, ese amor que tienes aquí”…).

4. Diálogo

—Salíamos, pero escondidos —Mariana Rivadeneira resume en una frase su noviazgo adolescente—. Cuando papá supo que estaba enamorada, me mandó a Estados Unidos.

Rubén Barba se apresura a matizar esta afirmación de su esposa: —Hubo un tiempo en que sí me aceptaron. Al menos hasta el año sesenta.

—Lo que pasa es que me vieron muy enamorada.

—Y otra cosa… yo comenzaba a ser conocido aquí por la música, entonces mi suegro no quería que su hija se case con un artista. Es que con la misma jorga de amigos, cuando actuaba, lo que me pagaban esa noche nos gastábamos. Era mucho alcohol realmente.

—Terrible.

5. Una canción para Mariana

Mariana Rivadeneira es la menor de tres hermanas. Por el lado de su madre, es nieta del poeta Humberto Fierro, del grupo de los Decapitados. A principios de los sesenta sus padres la enviaron a estudiar Decoración de interiores en Chicago por dos años, y la mantuvieron allí dos años más para alejarla del novio, cuyo nombre ya empezaba a sonar como revelación musical.

Todo empezó con un concurso de canto de la radio Gran Colombia, en el que participaron dos de la misma jorga: Tito Ortiz y Rubén Barba. El programa se llamaba Buscando Estrellas, y tenía un formato similar al de los realities de la televisión de hoy en día: cada viernes cantaban en vivo frente a un auditorio, junto a otros doscientos participantes que se iban eliminando de a poco, hasta que en semanas Rubén se coronó ganador.

Entonces Carlos Rotta, gerente de la casa discográfica RCA Víctor, le puso el ojo. La primera canción que grabó Rubén fue una versión en español de “I will follow him” (“Yo te seguiré”),de Little Peggy March, con una letra que él mismo escribió para adaptarla al idioma.

Escuchando aquella grabación, uno entiende por qué Rubén Barba fue un fenómeno musical en el Ecuador del sesenta: la voz tiene una excelente colocación de baritenor, que modula las palabras con un dejo pop muy típico de la época. Pegó en la radio. Tenía diecisiete años.

Casi a la vez se graduó de contador en el colegio Dillon. En 1963 comenzó a trabajar en el Banco de la Vivienda, y alternaba sus actividades de subauditor con actuaciones semanales en el hotel Quito. Comenzó a tener contratos por todo el país, en eventos cuyos carteles lo ponían como la atracción central. Incluso llegó a formar parte de la troupe de Ernesto Albán.

Las grabaciones trajeron fama, y la fama, bohemia, alcohol, mujeres. Pero Rubén no olvidaba a Mariana, con quien mantuvo correspondencia romántica durante los cuatro años de Chicago. Entonces desplegó su talento: ella envió una grabación de Perry Como, “Dream on little dreamer”; y Rubén le devolvió su propia versión en español, “Sueña”. Así mantuvieron la llama encendida.

Luego Rubén quiso ir más allá y escribió “la canción”. La única vez que compuso sabiendo de antemano lo que quería decir fue para pedirle a Mariana que regresara:

“Tu ilusión siempre tiene que ser
el volver a tu nido de amor
donde tu corazón dejarás
para siempre vivir feliz cantando esta canción.
Y mañana, y mañana recordarás
todo este inmenso cielo azul
que un día cobijó ese amor,
ese amor que tienes aquí,
y querrás regresar al fin a tu lindo Ecuador”.

6. En el amor y en la guerra

El 22 de enero de 1981 un helicóptero peruano atacó dos puestos militares en el sur del Ecuador. Se desató un conflicto bélico. El presidente Jaime Roldós declaró al país en estado de emergencia. Para generar un aporte económico a la Junta de Defensa, la agrupación musical Pueblo Nuevo produjo un acetato de 45 rpm, cuya cara A llevaba grabado el “Himno a Paquisha”, compuesto ex profeso, y quisieron incluir en la cara B una antigua canción de Rubén Barba, retirado de los escenarios hacía casi diez años. Era “la canción”.

La primera vez que Rubén Barba la presentó en público fue en 1965, en el coliseo Julio César Hidalgo, durante un mano a mano con su ídolo mexicano, Alberto Vázquez, ante quien tuvo que controlar su emoción al tenerlo frente a frente y pedirle un autógrafo. Fue su concierto consagratorio. Rubén se presentó primero. Para cerrar su acto anunció que estrenaría “una canción que no tiene nombre”, y pidió a la gente sugerir uno después de escucharla. La ovación fue rotunda. Al grito de “Ecuador, Ecuador”, el auditorio abandonó a Vázquez para sacar a Rubén en hombros hasta la plaza del Teatro como a los toreros.

En manos de Pueblo Nuevo, la canción “Ecuador” cambió su nombre, y hasta hoy se conoce como “A mi lindo Ecuador”. También cambiaron el swing original de rock and roll por un aire más andino y manipularon la letra —con la venia de Rubén— para transformar la canción de amor original en un canto a la patria. El disco del 81 rompió récord de ventas.

De acuerdo con un estudio sobre industria fonográfica publicado por el Ministerio de Cultura, para 2013, “A mi lindo Ecuador” era la canción que más regalías generaba, por encima de la música de los artistas de moda. Debe seguir siendo así, pues plataformas como Spotify o YouTube atestiguan que se trata de la canción más versionada de la historia del país. La favorita de Rubén: la versión de la manaba Claudia Oñate. La más reciente: la que el tenor Byron Miño grabó con la sinfónica de Dallas, por estrenarse este año.

Ahora, al revisar la letra original, tengo la impresión de que en realidad el canto era un conjuro de amor. Un conjuro que surtió efecto: Mariana Rivadeneira regresó en 1967 para casarse con Rubén Barba. Un año después nació su hija Mónica, y al siguiente su hija Patricia. En el 72 dejó la música, “porque la bohemia es hermosa, pero tiene un costo muy alto”.

Hoy, a sus ochenta años, Rubén Barba afirma que ha alcanzado la paz en su vida:

—Tengo una jorga de viejos jubilados. Siempre nos reunimos en el Quicentro a reírnos de la vida. De diez y media a doce estoy despachando ahí: cualquier consejo de amor se atiende sin costo… y luego salimos por la tarde con mi mujer a caminar. Nos llevamos tan bien, como si tuviéramos quince años.

Es verdad. Alguien que los ha visto juntos me dice que hay entre ellos “una ternura reposada, madura, casi tan fuerte como el amor cuando apenas empieza”. Le pregunto a Rubén si valió la pena la vida con ella. Dice que sí, que así era como estaba escrito en su destino.

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