A menos que me ayudes a matarlo

Ilustración: Miguel Andrade.

Así me dijo, al amanecer, en una diminuta iglesia playera que carecía de techo a causa del terremoto. A menos que me ayudes a matarlo, me susurró, como si orara, con los ojos puestos en un cristo flaco, cocido a cuchillazos. Como si la propuesta más bien la hiciera al crucificado. No respondí nada. Más bien me quedé en babia, aunque en realidad lo que hacía era trasegar en la novela El cartero llama dos veces, en la historia de Frank, quien “ayuda” a deshacerse de su marido a una preciosa mujer, con lo cual su destino se hace trizas.

Tres días atrás aún no nos habíamos visto en la vida. Sobre todo ella a mí, pues yo la había atisbado en el cine, en algún aeropuerto y en sueños, unas diez mil veces. Hasta que, el jueves en la noche, nos encontramos en la barra del Breaking Bar. Y ya al amanecer, estábamos juntos para siempre, aunque esa eternidad durara menos días que dedos en una mano.

Salimos de la iglesia en silencio y, como si cada uno estuviese yendo por diferente camino, volvimos a la playa. Recién al final de la tarde, cuando el sol se zambullía incendiando el horizonte, resbalamos hacia nuestra novela negra.

Es decir, a su historia, digna de thriller, en la que había un taxidermista suizo que la violaba desde los doce años. Sus padres habían fallecido en un accidente de aviación y ella, en tanto única hija, pasó al tutorado del violador, que era su tío materno. Una década duraba ya la perniciosa relación que gozaba de impunidad absoluta. En su vasta aunque distante familia lo sabían y callaban, al igual que sus pocas amistades y sus esporádicos novios. Alguna vez había visitado a una psicoanalista, que resultó muda como una estatua. Por lo demás, con todo el corazón se dedicó a estrellarse contra el vacío. Evidencia de sus gritos de socorro eran los borrosos tajos en sus muñecas, como pictografías, y sus temporadas en el infierno de las grageas azules. Y, para cerrar el cuento, en apenas dos días ocurriría el episodio más tenebroso: el taxidermista se la llevaba para siempre a los Alpes suizos, a su búnker poblado de seres embalsamados.

A menos que lo matemos, repitió, estirándome el pucho de hachís y colocando en mi regazo el rostro más bello del mundo.

Tampoco esta vez respondí. Ya cuando estábamos nuevamente borrachos y drogos, le conté la historia del revólver, que encontré tirado en un asiento de bus. Era el primer revólver que veía fuera del cine y así tan a la mano. Del susto, me puse de pie con la intención de cambiarme de asiento, aunque terminé sentándome nuevamente y sin siquiera mirarlo, lo empuñé, lo metí en mi mochila y bajé del bus hecho una bala. De ese gesto chiflado de la adolescencia habían pasado ya nueve años. Durante un tiempo y a diario no pensaba otra cosa que en deshacerme del maldito revólver. Desde su escondite tenía tanta presencia que yo en vilo, tanto por su pasado como por su porvenir. Ya, más tarde, se volvió un fetiche secreto al que, de vez en cuando, solía sacar de su escondite, para verlo y sopesarlo a mis anchas.

Después de oírme sin pestañear, la bella loca me sonrió con cierto rictus de Carrie, antes de decirme en tono siniestro: podemos embalsamarlo. Y se trepó a horcajadas en mi pecho, como ávido jinete en su caballo.

Todo eso es parte del sueño, me digo. La pesadilla es este lunes blanquinegro. El cielo quiteño brama de aviones que van a Suiza, mientras yo, aún untado de sal, entro en una cafetería colmada de burócratas. Dos niños me miran sin piedad, mientras un tercero, más pequeño, desliza mano y brazo en la vitrina del mostrador y los retira con un par de quesadillas.

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