A lágrima viva.

Por Francisco Febres Cordero.

Ilustración: Mario Salvador.

Edición 447 – agosto 2019.

Firmas---Pajarito

Acudí a la convocatoria de uno de los clubes integrado por lectoras que querían conversar con este novelista recién inaugurado. La charla comenzó a fluir espontáneamente, con preguntas y respuestas que se sucedían de manera amena, en un ambiente acogedor. De sopetón, al emprender la narración de cierto pasaje de mi vida, sentí que se me quebraba la voz y mis ojos se humedecían. Traté de sobreponerme y continuar con el hilo del relato, pero fue inútil. “Está llorando”, dijo, sorprendida, una de las chicas del auditorio. Se hizo un silencio profundo hasta que respiré hondo, me sequé las lágrimas y seguí con la conversación durante las dos horas siguientes.

Hace unos minutos, muy pocos, terminé de leer un texto que me sobrecogió y me obligó a despojarme de los lentes y pasarme el pañuelo por los ojos: en la soledad de mi pequeño claustro donde esto escribo, acabo de llorar, enternecido. Este hecho me desencadenó de inmediato la necesidad de recordar que mi relación con el llanto me ha acompañado siempre, quizá más de lo que yo hubiera querido.

Estando todavía en la universidad, fui al cine para ver una película cuyo argumento se centraba en el divorcio, un tema que me conmovió tanto (a pesar de que yo no había sido víctima del desamor, sino presa eterna del amor) que, cuando caí en cuenta, gemía. Y no dejé de gemir hasta que se prendieron las luces y descubrí, atónito, que en una butaca de por medio, se hallaba uno de mis profesores, quien volteó a mirarme con una mueca de desprecio, pues seguramente mis continuos gimoteos le habían perturbado la plácida tarde que él aspiraba pasar en el cine. Me resisto a creer, sin embargo, que la pésima nota que saqué en el examen de introducción al derecho se haya debido a mi lamentable comportamiento como espectador, sino a mi pura y dura ignorancia en la materia.

Como padre también he sido un desastre, lo reconozco. Cuando mi hijo se acababa de inaugurar como alumno y cursaba su año en el jardín de infantes, fui a ver en su escuela un número en que él, junto con sus compañeritos de clase, cantaba. Verlo aparecer en el escenario con su delantal celeste y soltarme en un lamento, fue una sola cosa. Me vi obligado a desalojar la sala con las mejillas humedecidas por las lágrimas, en medio del estupor de la poca concurrencia. Desde entonces juré —y cumplí a rajatabla— que nunca más acudiría a ningún otro acto colegial para no avergonzar ni a Samuel ni a Valentina, que ninguna culpa tenían de ser hijos de un padre tan sensible. O tan idiota.

A lo largo y ancho de mi ya larga vida, he llorado mucho. A veces en soledad y otras en público. Tal vez por eso —digo tal vez— he resistido los muchos embates que por delante me ha puesto el destino sin infartos al corazón, calvicie, úlceras, colesterol o gota. Creo que el llanto ha sido para mí lo que para otros son las pastillas antidepresivas. Las lágrimas (para las cuales no se requiere receta médica, aunque sí tienen el riesgo de crear adicción) han constituido una suerte de bálsamo que, en su incesante fluir, han ido limpiando mi ánimo de rencores, dolores, amarguras. Transcurrido el lamento, llega el tan anhelado sosiego y una sensación de estar en paz con el mundo, con la vida, seguida por el juramento de que, cuando estoy frente a los demás, debo guardar cierta compostura, algo que por lo menos esta vez —ustedes han sido testigos— he logrado cumplir.

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