A diez mil metros de altura.

Por Anamaría Correa Crespo.

@anamacorrea75

Ilustración: María José Mesías.

Edición 447 – agosto 2019.

Firmas---Correa

Dicen las lenguas del más allá que, cuando uno está cerca del momento de su muerte, la vida pasa frente a nuestros ojos como si fuera una película comprimida de recuerdos olvidados, escenas de la infancia, amores, cumbres y fracasos.

No, no, estimados lectores, no vengo a contarles una historia de esas porque jamás he vivido experiencia igual, y tampoco conozco a nadie que lo haya hecho. Lo quisiera sí, para zafar de una de esas dudas existenciales sobre el vacío y la nada, pero no. Por aquí paso para contarles de unas experiencias, mejor dicho, mucho menos ambiciosas, bastante más pedestres y terrenales, aunque paradójicamente se trate de alturas.

Resulta que no me gustan los aviones, soy una de esas personas que se siente como pez fuera del agua en los aires. A diferencia de esos que viajan plácidos, cierran los ojos antes de despegar y se despiertan el momento del aterrizaje, yo voy como búho angustiado. Con dolor agudo de cuello y la ansiedad a flor de piel.

En medio de la preocupación aeronáutica no articulo, no leo ni trabajo. ¡Qué desperdicio! En las especies de viajeros, aparte de los dormilones relajados, se encuentran aquellos que en lugar de divagar sobre la existencia de Dios en los aviones en medio del crujido cervical, gastando las horas en lucubraciones bizantinas, se aplican como hormigas trabajadoras que sacan su computador perfectamente adaptado a la estrechez del avión y no paran de trabajar. ¡Esa sí es forma de viajar! ¡Qué envidia! También está la especie de los comelibros viajeros. ¡Más envidia aún! Con el poco tiempo que uno tiene para leer, y esos viajeros cultos, comiendo letras sin incomodidad alguna. ¡No es justo!

Yo, por el contrario, siempre siento que las horas en el avión, en los aeropuertos, son una suerte de tiempo detenido. Una pausa, un paréntesis fortuito en medio del cual me paralizo. Como si la vida se detuviera, en esas horas de cansancio y ansiedad, para mostrarme una señal de PARE forzoso. Uno del que no puedo escapar a los diez mil metros de altura, que me da vértigo existencial; las turbulencias, desasosiego físico; pero la sensación que me produce ese paro virtual del tiempo en el aire, paradójicamente es de una urgencia vital, como la del domingo en la noche, agudizada a su máxima expresión.

Allá en el aire, en donde estamos alejados de la cotidianidad e impacientes por aterrizar, la vida se presenta como una cuestión de caminos bifurcados ineludibles, caóticos, indescifrables;  rumbos que enderezar, cosas por hacer, fechas límite.

Así transcurren esas horas improductivas, en las que soy incapaz de trabajar o de leer un buen libro, por las decisiones de vida y muerte (reales y ficticias) que recaen sobre el piloto del avión y sobre mis hombros cansados.

Este artículo, por ejemplo, debía ser escrito en las más de doce de horas que estuve entre aviones y aeropuertos. Y aquí me tienen: escribiendo un día después sobre tierra firme, porque el mal de los diez mil metros de altura me asaltó ayer. Quizá hoy articule mejor que ayer o, al menos, eso espero.

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