Por Huilo Ruales
He dormido nada más que tres horas. Creí que iba a dormir dos días, pues jamás he caminado tanto y en plena noche bajo una luna tan llena que ya reventaba. Con Goran, el saxofonista cubano, habíamos perdido el último tren en Montpellier, así es que hicimos autostop. Un auto de legionario extranjero enfiestado nos recogió en la entrada a la ruta nacional. Goran se bajó a la entrada de Castanet, un diminuto pueblo en cuya iglesia hay un cristo famoso porque tiene suelto uno de sus brazos. Ya una vez solos, el legionario entró en una pequeña ruta en la que empezó a correr en zigzag y cantando como ruso en fiesta. Se paró solamente cuando luego de gritarle amenacé con tirarme a la ruta. Deslizó el auto en un sendero escoltado por milenarios árboles, abrió una botella de whisky y puso una música de posguerra hermosísima, sobre la que tarareó un momento hasta que empezó a mojarse la cara de lágrimas. De pronto, empezó a contarme sobre la iglesia de su pueblo serbio, que ya no existía. En esa iglesia metieron a todos sus habitantes, desde niños de pecho hasta ancianos desprendidos de sus lechos. Entonces, los tigres de Arkán, un grupo paramilitar, empezó a disparar como en un concurso de quién vacía más rápido las metrallas. La gente, alocada, corría detrás de los pilares, los confesionarios, los altares, o trataban de esconderse detrás de las otras gentes. Jamás ha podido quitarse de los oídos el griterío que, en la concavidad acústica del templo, se ampliaba pavorosamente. Primero murieron los niños, luego los viejos, luego las mujeres, luego los muchachos, y al final los más fuertes, en un combate absurdo entre ellos, como si hubieran olvidado a los tigres de Arkán que reían ante esa especie de danza de la desesperación. Hasta que fueron acribillados todos. Todos, salvo un enano que estaba herido en el hombro. Escudándose con un santo de su tamaño empezó a correr con una agilidad de liebre por las naves de la iglesia, las bancas, las escaleras, hasta escabullirse por entre los gigantescos tubos del órgano. Una granada arrasó órgano y coro, pero el enano, herido y cojeante, seguía escabulléndose por la parte alta de la iglesia. Fue una visión extraña, onírica, verlo cayendo por las escaleras abrazado como de su esposa de la estatua que en el trayecto se iba haciendo pedazos. Una bota lo recibió al pie de la escalera y aplastó su cara hasta romperle los huesos. Pero como aún seguía vivo, empezó a perforarle el cuerpo con una bayoneta. El enano, guturalizaba, echaba sangre por la boca y aún seguía moviéndose. Ya agotado y loco de rabia, el tigre concluyó su juego vaciando la metralla en el menudo cuerpo, que terminó destrozado. Entonces sí, los tigres de Arkán abandonaron la iglesia. Nunca se enteraron que, gracias a la tenacidad con la que el enano luchó por la vida, había ocurrido un milagro: que él no hubiera sido percibido por todos los asesinos. Apenas metieron al pueblo en la iglesia, como obedeciendo a cierto pedido telepático, se escabulló hacia un nicho lleno de flores de papel y allí permaneció como una momia, filmando con sus ojos aún inmaculados el horror. El legionario, que en ese entonces era un niño de cinco años, y una anciana que inexplicablemente salió caminando como si nada de la eucaristía, fueron los únicos sobrevivientes. Los encontraron desmayados de inanición y de miedo días más tarde. Con los mofletes mojados, borracho más de memoria que de alcohol, empinó la botella una vez más y fue cayendo en el sueño. Yo salí del auto y empecé a caminar guiado por la luna, que era un globo rojizo en mi hombro.